miércoles, 11 de febrero de 2015

El cielo en el suelo, por Luisa Yamuza



Las casualidades no existen. Yo estaba donde tenía que estar y ellos... ellos, también. Solo mis ojos saben lo que vieron. Todo es tal cual, sin máscaras, sin trampas.

Asomada distraídamente a la ventanilla de mi coche los vi entrar en el Horno San Mateo de la calle Mariano José de Larra, a pocos metros de la tienda de ropa masculina donde Fernando trabaja desde antes de casarnos. Venían uno al lado del otro por la acera gesticulando y hablando con evidente confianza. Eso no me pareció extraño, son compañeros de trabajo. Sin embargo,  el estómago me dio una arcada cuando observé la luz de sus miradas encontrándose a cada instante. Bajando la vista unos segundos respiré hondo intentando calmar mi ansiedad, pero lo que ocurrió después fue peor. Ya no había duda. Fernando adelantando el pié derecho para hacer fuerza, abrió la pesada puerta para dejar paso a  Valter que, aceptando la cortesía, se dispuso a cruzarla con  paso elegante. Y entonces, aterrorizada vi cómo la mano de mi marido rozaba la cintura primero y el glúteo derecho después, de aquel altivo italiano con tanto estilo. Otra vez los ojos los delataron pues Valter, arqueando levemente el cuello, miró a Fernando con tanta intensidad que éste se ruborizó sin percatarse. Yo si lo capté y el mundo empezó a moverse vertiginosamente alrededor. 

Intenté controlar mi estado sujetándome con fuerza a la puerta y al freno de mano del coche, pero parecía imposible. Por momentos pensé que sufría un infarto o algo parecido. Sentía la respiración agitada y el pulso bombeando en las sienes. No puede ser, no puede ser, me repetía una y otra vez. Sin embargo, venían a mi mente conversaciones de Fernando sobre el estilo refinado y diferente de Valter que desprendía desde lejos su procedencia italiana, de cómo hacía unas ventas buenísimas porque las mujeres no podían resistir su encanto, de lo buen compañero que era y del humor que tenía. Incluso le había oído decir que, desde que Valter estaba en la tienda, ir a trabajar era un placer más que una obligación. Un placer, un placer, un placer, resonaba en mi  cerebro. Apretando los ojos también vi a mi marido vestirse cada vez mejor, conjuntando los colores de las camisas con sus trajes, con las corbatas, eligiendo los  zapatos perfectos para cada ocasión, usando perfume de intensa fragancia, su última adquisición ha sido Blue de Chanel. Y yo, yo  encantada de verlo así de guapo, así de elegante, así de perfecto. No me extraña que la tienda vaya cada día mejor, entre los dos embelesarán a todos los compradores. Sobre todo  a las féminas, claro. Si ellas supieran lo que yo sé...

Unos golpes en el cristal sobresaltaron mis pensamientos. No sé cómo había llegado, pero allí estaba, mirándome con una sonrisa en los labios, esa a la que nunca pude resistirme. Me había visto desde el horno y quería que lo acompañara a desayunar. Estaba con Valter, me informó inmediatamente, como si eso fuera lo más importante del día. Mi primer impulso fue inventarme cualquier excusa para irme, pero eso podía resultar extraño. Así que salí del coche azorada, intentando templar mis nervios. No podía delatarme. Fernando me rodeó con sus brazos fornidos, me  apretó sobre sí  y me besó en la boca con pasión. Recibí a ciegas aquel beso como un bálsamo suavizante para las grietas de mi corazón. Pero abrí los ojos. ¿Por qué lo haría? Tras la gruesa luna del local de la acera de enfrente, las pupilas huracanadas de Valter chocaron con mi quebradiza ilusión. Y de nuevo la calle estaba en el cielo, el cielo en el suelo.

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