Las casualidades no
existen. Yo estaba donde tenía que estar y ellos... ellos, también. Solo mis
ojos saben lo que vieron. Todo es tal cual, sin máscaras, sin trampas.
Asomada distraídamente a la ventanilla de mi coche los vi
entrar en el Horno San Mateo de la calle Mariano José de Larra, a pocos metros
de la tienda de ropa masculina donde Fernando trabaja desde antes de casarnos.
Venían uno al lado del otro por la acera gesticulando y hablando con evidente
confianza. Eso no me pareció extraño, son compañeros de trabajo. Sin
embargo, el estómago me dio una arcada
cuando observé la luz de sus miradas encontrándose a cada instante. Bajando la
vista unos segundos respiré hondo intentando calmar mi ansiedad, pero lo que
ocurrió después fue peor. Ya no había duda. Fernando adelantando el pié derecho
para hacer fuerza, abrió la pesada puerta para dejar paso a Valter que, aceptando la cortesía, se dispuso
a cruzarla con paso elegante. Y
entonces, aterrorizada vi cómo la mano de mi marido rozaba la cintura primero y
el glúteo derecho después, de aquel altivo italiano con tanto estilo. Otra vez
los ojos los delataron pues Valter, arqueando levemente el cuello, miró a
Fernando con tanta intensidad que éste se ruborizó sin percatarse. Yo si lo
capté y el mundo empezó a moverse vertiginosamente alrededor.
Intenté controlar mi estado sujetándome con fuerza a la
puerta y al freno de mano del coche, pero parecía imposible. Por momentos pensé
que sufría un infarto o algo parecido. Sentía la respiración agitada y el pulso
bombeando en las sienes. No puede ser, no puede ser, me repetía una y otra vez.
Sin embargo, venían a mi mente conversaciones de Fernando sobre el estilo
refinado y diferente de Valter que desprendía desde lejos su procedencia
italiana, de cómo hacía unas ventas buenísimas porque las mujeres no podían
resistir su encanto, de lo buen compañero que era y del humor que tenía.
Incluso le había oído decir que, desde que Valter estaba en la tienda, ir a
trabajar era un placer más que una obligación. Un placer, un placer, un placer,
resonaba en mi cerebro. Apretando los
ojos también vi a mi marido vestirse cada vez mejor, conjuntando los colores de
las camisas con sus trajes, con las corbatas, eligiendo los zapatos perfectos para cada ocasión, usando
perfume de intensa fragancia, su última adquisición ha sido Blue de Chanel. Y
yo, yo encantada de verlo así de guapo,
así de elegante, así de perfecto. No me extraña que la tienda vaya cada día
mejor, entre los dos embelesarán a todos los compradores. Sobre todo a las féminas, claro. Si ellas supieran lo
que yo sé...
Unos golpes en el cristal sobresaltaron mis pensamientos.
No sé cómo había llegado, pero allí estaba, mirándome con una sonrisa en los
labios, esa a la que nunca pude resistirme. Me había visto desde el horno y
quería que lo acompañara a desayunar. Estaba con Valter, me informó
inmediatamente, como si eso fuera lo más importante del día. Mi primer impulso
fue inventarme cualquier excusa para irme, pero eso podía resultar extraño. Así
que salí del coche azorada, intentando templar mis nervios. No podía delatarme.
Fernando me rodeó con sus brazos fornidos, me
apretó sobre sí y me besó en la
boca con pasión. Recibí a ciegas aquel beso como un bálsamo suavizante para las
grietas de mi corazón. Pero abrí los ojos. ¿Por qué lo haría? Tras la gruesa
luna del local de la acera de enfrente, las pupilas huracanadas de Valter
chocaron con mi quebradiza ilusión. Y de nuevo la calle estaba en el cielo, el
cielo en el suelo.
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