Estaba sentado, como todos los días, en la terraza de la taberna San Isidro
y entonces ocurrió. Se me acercó una patrulla de milicianos y uno de ellos me pidió la documentación: “A ver usted, hágame el favor de identificarse” era un hombre con la cara muy ancha y el pelo aceitoso bajo el gorrillo cuartelero. Yo puesto en pie saqué la cartera y le enseñé mi cédula de identidad. El tipo apestaba a vino y llevaba
apretado bajo el sobaco un fusil máuser como el que lleva una regla de carpintero. Estuvo
un rato escudriñando la cartulina como si quisiera fijar en su cabeza los datos de mi documento para después pasárselo a otro de sus compañeros: “Mira a ver tú Braulio que sabes leer”
El tal Braulio era un muchacho largo y flaquito que vestía una cazadora de cuello alto con muchas cremalleras y una gorra de tranviario como prenda de autoridad, llevaba un pistolón al cinto que era una reliquia de museo y tenía la mirada del que parece siempre a punto de echarse a reír. —José Pascual...—leyó sonriente mi nombre—...oficial de notarías ¿es éste?— le preguntó a un tercero
que llevaba un brazalete del sindicato y una
escopeta de caza. El de la escopeta dijo que sí que era yo y señalando un reservado al fondo del local dijo que teníamos que “dialogar” un momento. Lo de “dialogar” lo enfatizó muy castizo con un punto de rechifla. De camino al reservado con los milicianos vi fugaz mi reflejo en el espejo biselado, tras la barra, y parecía que estaba viendo la imagen de un desconocido con la expresión incrédula de quien va a ser fulminado por la fatalidad de un
instante. El público de la taberna se apartaba a nuestro paso como lo haría ante un tren de mercancías. Aquella expresión mía en el espejo me pareció cómica, aún en la tensión del momento.
—A ver, a ti te he visto yo el año pasado en el teatro Español en un mitin fascista, no se me olvida nunca una cara —Me espetó el del brazalete aflojándose el correaje mientras nos sentábamos. —Vaya, pues a ver cómo explica eso el señor oficial de notarías —sonrió el muchacho
flacucho siguiendo con la rechifla. Contrariar en una situación semejante, durante aquellos primeros meses de la guerra a gente tan peligrosa como esta, negando su acusación, habría sido una descortesía que hubiera acabado probablemente para
mí con una excursión
sin retorno
a
la tapia del cementerio; Afirmarla sin más también.
La radio del local alternaba pasodobles con partes de guerra y yo no podía permitirme dudar ni un instante. «Sí», dije «es verdad» porque era verdad que yo había estado en un mitin fascista en el Español unos meses antes del 18 de julio y porque mentir y negarlo podría herir la sensibilidad y el orgullo de buen fisonomista del miliciano de la escopeta.
Las cunetas del extrarradio estaban por aquel entonces llenas de cadáveres de tipos que
se asustaron y vacilaron en sus respuestas
ante
aquellas patrullas de pistoleros auto investidos de autoridad policial. Tipos que dudaron un momento y apenas pudieron tartamudear, muertos de miedo, una respuesta inteligible y coherente, por más que estuvieran al margen de cualquier vínculo político.
—Sí — repetí con seguridad —Pero solo por acompañar a mi jefe Don
Emilio Ortigosa, el señor notario, que en paz descanse—. El analfabeto de la cara ancha me miraba a través del fondo del vaso de vino que se apresuraron a servirle sin mediar palabra y que se descargó en el gaznate de una sentada —En ese tiempo estaba yo a la espera de un ascenso y una tarde a la salida del trabajo me invitó el jefe a ese acto y comprenderán ustedes que en esa situación no quería yo desairarle con una negativa
—Claro...si aquí todos los señoritos como tú nada más que han sido fascistas los jueves por la tarde y por agradar —Dijo mi acusador fingiendo una gravedad en su rostro que afilaba su sarcasmo tornándolo
más
incisivo aún
—Usted mismo si me reconoce de aquel mitin es que necesariamente estaba allí y bien a las claras se nota que no es usted ningún fascista — repliqué arrepentido al instante por lo suicida de mi actitud —.
El miliciano pateó el suelo indignado y aporreó la mesa con la escopeta —
¡Yo estaba allí comisionado por el servicio de información del sindicato
malnacido! y tú eres un carca de mierda y un señorito de oficinas y ahora mismo te vienes a dar una vuelta con nosotros —el tipo me arrastraba ya del brazo hacia la salida del local, en la radio no sonaban ahora ni pasodobles ni nada, la taberna estaba ya vacía de parroquianos que se habían ido largando discretamente. Sólo quedaban los camareros, con un
semblante como de quien mira llover en la tarde. — ¡Un momento! —Grité decidido a no caer
aún en el pánico —tengo quien puede responder
por mí — ¡llamen ustedes a Jesús Lasarte!... ¡el diputado de
Izquierda Republicana! él les dirá que yo no soy ningún faccioso— era mi última carta. Lasarte me debía
algunos favores por las muchas horas que le dediqué a documentar sus derechos a la herencia familiar que litigaba —
¿Jesús Lasarte?, Ese no puede responder
ni por sí mismo ¡ese es un
señorito de izquierdas y una rata de salón! —Proclamó el de la escopeta que tenía siempre respuesta para todo—. Estábamos detenidos en medio del
bar frente al espejo biselado y yo, ya me había dado permiso para entrar en estado de pánico cuando el muchacho alto de la pistola al cinto
tomó a su compañero por el hombro e hizo un aparte con él. Me quedé bajo la custodia del tipo del máuser que estaba ya casi ausente de todo,
tambaleándose a causa del vino y del sueño atrasado tras muchas noches de vigilia.
Mientras tanto yo no podía dejar de pensar que iba a acabar acribillado en alguna carretera solitaria de las afueras, o torturado en alguna de las checas de Madrid en el mejor de los casos, y todo por acompañar a mi jefe a un mitin que no me interesaba lo más mínimo y del que no recordaba ni una sola una frase. De aquel mitin recordaba, eso sí, la estampa de los
oradores, en su mayoría muchachos
de buena familia jugando
a la revolución de derechas. Universitarios de oratoria grandilocuente contemplando al auditorio con los brazos en jarra, remedando ridículamente
la
gestualidad de por sí ya patética de los jerarcas de
la Italia fascista.
Recobré la esperanza para mi situación cuando vi cómo aquel individuo al que yo le habría parecido mejor muerto salía con aspavientos del lugar,
expresando con ira su frustración en frases mal articuladas. El muchacho flaquito se me acercó sonriente calándose su gorra de tranviario y me dijo:
—Hoy es tu día de suerte señorito de oficinas, me has caído simpático y no me da la gana de que el chivato este se te lleve por delante—. Ya en la calle apareció un Hispano Suiza con las iniciales del sindicato pintadas a brochazos, los milicianos saltaron a los estribos del vehículo que aceleró
con estrépito para enfilar la avenida y perderse de vista. Lo último que vi fue la sonrisa del muchacho,
agarrado sobre el estribo, alejándose para siempre. Todo acabó tan rápido como había empezado
poco antes.
Poco después de acabar la guerra me encontraba sentado en una sala de espera del ministerio de Justicia de la España triunfante. Esperaba una
entrevista con el jefe de personal de la secretaría. Aspiraba entonces a conseguir una de las plazas que se ofertaban para oficial de negociado. Mi situación económica como la de tantos tras la guerra era ruinosa y mi esperanza de conseguir alguna de aquellas plazas casi nula. Era ya el único candidato que quedaba
por ser entrevistado. Me acerqué a contemplar el retrato de Ramiro Ledesma que dominaba aquella sala de espera, cuya moqueta había conocido mejores tiempos. Entonces salió a recibirme el jefe de personal, probablemente para declarar ya inútil la entrevista al haber asignado
las plazas a candidatos con expedientes más
idóneos que el mío. Entonces advirtiendo mi interés en aquel retrato me preguntó— ¿le conoció usted?—Sí —contesté con rapidez— le escuché hablar en el mitin de mayo del 36, en el teatro Español.
—Pero ¿cómo? ¿Estuvo
usted en aquel acto?
—Sí señor —respondí—tuve ese honor.
—Yo también estaba en el auditorio, fue el último gran discurso de Ramiro
Ledesma antes de la guerra, recuerdo casi palabra por palabra, cómo
hablaba aquel hombre” exclamó el jefe de personal casi arrebatado en la evocación de
una jornada mítica
para él. —No puedo
estar más de acuerdo
— Mentí —No he conocido mejor orador en toda mi vida—
Lo cierto es que en aquel momento hubiera dado un brazo por recordar siquiera una frase de aquel discurso. Pero no recordaba absolutamente nada. —Pues sí—dije —recuerdo que transmitía yo tanto entusiasmo cuando
le pedí permiso a mi jefe para salir un poco antes la tarde del mitin
que él, estimulado por mis expectativas ante aquel evento, se ofreció para acudir conmigo. —Por favor pase usted a mi despacho —dijo extremando la cortesía el jefe de personal, —creo que aún queda una plaza de jefe de oficinas y tenemos mucho de que hablar… pero dígame ¿recuerda usted aquella anécdota qué contó Ramiro Ledesma en su discurso sobre su
experiencia como abogado
en un pueblecito de Castilla?, ¿No le pareció
deliciosa? Deliciosa dije, no podría olvidar aquel mitin ni aunque
viviera mil años.