Parada ante la
austera fachada de piedra, volvió a sentir la incómoda comezón en el estómago que
siempre precedía a sus ataques de ansiedad. Se apretó el vientre suavemente con
las palmas de las manos y respiró ruidosamente el aire frío del atardecer. Se
estremeció. Las temperaturas habían bajado diez grados en apenas unas horas.
Cogió la copa de vino que había dejado sobre la mesa de mármol del porche y
entró en la casa. Había llegado por la mañana. Necesitaba un respiro. De sus
cada vez más escasos amigos, de su trabajo y sobre todo, del apartamento que aún
conservaba el rastro indeleble del marido ausente. Miguel se había muerto así,
sin avisar.
Cuando se fue,
Elena se quedó tan vacía que no podía respirar. Se despertaba de noche con la sensación
de que le faltaba el aire, y durante el día sufría constantes ataques de pánico
que la sorprendían en cualquier parte. Era demasiado consciente de su ausencia.
No tenía más familia.
Miguel lo había
sido todo para ella. Le parecía que el vacío que había dejado era tan grande
que ella podría escurrirse por él y desaparecer, como si fuera un enorme
agujero negro. Empezaron a acuciarla imágenes de muerte. Se entretenía pensando
en mil maneras de quitarse la vida.
Agobiada por ese
pozo tremebundo en el que se hundía sin oponer apenas resistencia, decidió que
debía pasar un tiempo en algún sitio apartado, donde no conociera a nadie.
Eligió aquella casona de piedra en plena Sierra de Moura, en Galicia, porque su
perfil siniestro casaba bien con las sombras de su espíritu atormentado, y allí
estaba ahora, preguntándose qué hacía tan lejos de casa.
Se sentó en el
viejo sofá frente a la chimenea, envuelta en una pesada manta de pelo, y se
dejó acunar por el crepitar de la leña y el dulce sopor del vino. Se durmió. La
copa vacía se deslizó suavemente de su mano y cayó al suelo, rompiéndose en mil
pedazos. Abrió los ojos, sobresaltada. Había alguien más junto a ella. Podía
sentir su respiración, agitada, y su aliento rancio. Olía a decrepitud y a
flores marchitas. Paralizada por el terror giró lentamente la cabeza hacia su
derecha y entonces la vio. Era una anciana. “¿Quién es usted?”, acertó a
preguntar con un hilito de voz.
La vieja no
contestó. Tenía el cabello blanco y ralo pegado al cráneo. Estaba muy delgada,
y llevaba un vestido negro de paño basto. Su rostro cadavérico resultaba aún
más tétrico porque las llamas de la chimenea danzaban en su cara, dándole a sus
facciones un aspecto terrible. Pero lo que le heló a Elena la sangre en las
venas fueron sus ojos, unos ojos hundidos devastados por las cataratas, que la
observaban espantados, sin pestañear. Los tenía muy abiertos, como si estuviera
tan asustada como ella. Elena vio sin poder moverse un centímetro, como una
mano huesuda avanzaba hacia ella y apretaba su pecho. La boca desdentada de la vieja
se movió apenas para decirle: “No lo hagas, no te vayas”. Ella miró
directamente a los ojos enfermos de la anciana, e hipnotizada, vio su propio sufrimiento
impreso en ellos.
Golpeada por aquel
súbito dolor, apretó los párpados y comenzó a llorar en silencio. Cuando
terminó, la anciana ya no estaba. Aquella noche tuvo un sueño espantoso en el
que moría asfixiada. Despertó al alba bañada en sudor. Intentó mantenerse
ocupada durante el todo día. Por la mañana se acercó al pueblo más cercano y
compró víveres para una semana. Se entretuvo cocinando, siempre acompañada por
los sonidos de la vieja radio para sacarse el miedo del cuerpo. Por la tarde
subió al desván. Aquel lugar estaba helado. El cristal de la única ventana estaba
roto, y se colaba el aire silbando tristemente. El techo era completamente de
madera. De la viga principal colgaba una enorme soga algo desgastada. Elena se
acercó a ella como impelida por una fuerza irresistible. La tomó mecánicamente
entre sus manos y rodeó su fino cuello con ella. Había pensado muchas veces en
esa forma de morir, pero le había parecido lenta y agónica. Sin embargo, ahora…
Ahora pensó que
tal vez fuera una buena idea. Morir allí, lejos de casa. Morir con aquella
enorme soga al cuello, en completo silencio. Un grito desgarrador la sacó de su
ensoñación. Incrédula, vio de nuevo a la anciana en un rincón, con aquellos
ojos espantados y la boca muy abierta. “No lo hagas”, gritó con una voz que fue
como el maullido de un gato. Elena apartó entonces la soga de su cuello casi
con repulsión y salió corriendo escaleras abajo. ¿Qué estaba pasando?
Creía que su
experiencia del día anterior había sido una pesadilla horrible, pero ya no
estaba segura de nada. ¿Estaría enloqueciendo? Las noches siguientes soñó
invariablemente con la soga alrededor de su cuello, apretando. Por las tardes,
siempre a la misma hora, subía como una autómata al desván, y se quedaba allí,
mirando la soga. Algunas veces se acercaba y la acariciaba con mimo. Cada vez
que se la ajustaba al cuello aparecía la anciana, y algo dentro de ella la
hacía abandonar sus ideas de muerte.
Una mañana brumosa,
casi al final de la primera semana de estancia en la casa, decidió darse un paseo
por los alrededores para despejarse. Estaba pensando en consultar a un
psicólogo cuando alguien le puso una mano en el brazo y la sobresaltó.
- Perdona. No
quería asustarte. Me llamo Aurora -dijo la mujer amablemente con un fuerte
acento gallego-. Vivo en la casa pequeña del tejado amarillo, que queda a un
kilómetro de aquí. ¿La ves? Te he visto salir de la casona y he pensado en
venir a saludarte.
- Oh, gracias. Lo siento.
Ando algo despistada. -titubeó Elena. Luego frunció el ceño con ojos interrogantes,
y espetó a bocajarro.
- ¿Sabe si ha
muerto alguien recientemente en la casona dónde me hospedo?
La mujer la miró
un instante con preocupación, y vaciló. Finalmente se decidió a hablar.
- La gente joven
como tú no cree en esas cosas, pero a mí, uff, esa casa me da escalofríos. Creo
que tiene mal fario. Esta era la casa de doña Elvira. Vivía aquí con su hija,
Elisa. Siempre fue una chica muy rara la Elisa, andaba con depresiones continuamente,
y su madre ya no sabía qué hacer con ella. Un día, tendría la chica más o menos
tu edad, le dio por ahorcarse en el desván. La encontró doña Elvira, ¡pobriña!,
que estaba ya medio ciega y muy desmejorada de los disgustos que le daba la
hija. Le dio un infarto allí mismo a la buena mujer. La encontraron acurrucada
en un rincón, con los ojos muy abiertos del susto tan grande.
Aurora siguió
hablando y lamentándose por la negra suerte de doña Elvira y su desventurada
hija, pero Elena no fue capaz de escuchar nada más. ¡Así que no estaba loca,
después de todo! Volvió a la casa aliviada y triste. Aquella noche no soñó con
sogas. No tenía miedo. La anciana durmió con ella. Su mano huesuda apretó su
pecho. “No te vayas”. Todo iría bien. Ya no estaba sola.
Doña Elvira cuidaría de
ella.
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