Hacía ya algún
tiempo que al caminar sentía insegura la tierra bajo mis pies. Aquel día
durante mi acostumbrado paseo del atardecer, bajo el crepúsculo, acribillado
por las sombras, todo en mi imaginación se cernía en el polvo y la nada.
Imágenes catastróficas de un porvenir que se balanceaba como un puente colgante
en medio de un abismo.
Echaba la vista
atrás y aunque ahora era lo que se conoce como un hombre de éxito, un titán de
los negocios, mordía en mí, como si fuera una serpiente la duda más lacerante;
una serpiente que grababa a fuego en mi alma el estigma de su estandarte demoníaco.
Aquella tarde
paseaba cerca del mar y de forma inesperada enmudeció el canto de las aves o
así me lo pareció. A mi paso callaron silenciosos los labios de los niños que
jugaban sobre el paseo. Me detuve confundido por la última luz de un instante irreversible,
me sentí con desconsuelo prisionero del tiempo. Mi mirada exhausta, como mi cabeza,
comenzaba a ver pesadillas abandonado como estaba a impresiones deprimentes.
Para descomponer
aquel instante insoportable rompí a caminar bruscamente, casi corriendo. Algo
me llamaba hacia la pequeña ensenada que siempre había evitado en mis paseos.
Tomé el sendero al final de aquella cresta para bajar el suave camino de tierra
hasta aquel lugar solitario abrigado por las rocas. La acrobacia incesante de
las olas volcaba el estallido de su espuma con tal violencia que electrizaba mi
ánimo. Exaltaba los sentidos el fragor del viento, el olor vehemente de las
algas y el repentino estallido del mar sobre la tierra. ¿Quién era yo? Me
pregunté allí.
Y me parecía que
no era nadie, que había elegido no ser nada, que había traicionado lo mejor de
mí para ser menos que nada. Para mi horror entreví que aquella cala en la que
me hallaba entre paredes rocosas y un mar cada vez más salvaje era como las fauces
de una bestia monstruosa que un dios vengador azuzaba contra mí. Comprendí que
yo era su víctima propiciatoria; un ser entregado al castigo y al sacrificio
bajo un cielo de sombra y fuego. Las olas arrastraron ante mis pies docenas de
botellas de vidrio oscuro y rayado. Contenían mensajes que leí como en una pesadilla.
Eran palabras de un rencor antiguo que yo había pronunciado alguna vez en mi
vida. Palabras que habían infligido mucho daño cuyo recuerdo había reprimido
hasta el olvido y que se acumulaban ahora como un peso insoportable sobre mi
pecho.
Tras las botellas
flotaban sobre el mar cuerpos inertes de ahogados, cadáveres sacudidos por las
olas hasta la arena. Sobrecogido por un lúcido terror advertí que los rasgos de
sus rostros eran exactos a los míos. Duplicados de mi ser que representaban
todo aquello que nunca quise ser y que sin embargo era: volvían de las islas del
destierro adonde yo los había confinado. Rostros en los que aún me reconocía
pese a sus facciones ya corruptas por su naufragio intemporal. ¿Quién o qué ponía
todo aquello ante mis ojos? Cuando creí notar como aquellos espectros
comenzaban a erguirse adoptando algo parecido a las manifestaciones de la vida
ya no pude más y me abalancé sobre las aguas (es lo último que recuerdo antes
de perder la consciencia) con la intención de romperme el cráneo sobre las rocas
que emergían entre la violencia de las olas.
Después desperté
al amanecer en otra playa solitaria, desconocida para mí. No soplaba viento
alguno y todo se pausaba. El tempo de las olas era lento y majestuoso, casi
inaudible. Me encontraba en ese estado de triste comprensión en que uno cree
por fin entenderlo todo, pero pronto comprendí que me engañaba. No sé dónde
estoy. Parece una isla. A medida que se suceden las jornadas desespero de
encontrar aquí a ninguna otra persona. Quizá los otros yo, los espectros que
empezaban a cobrar vida en aquella playa del demonio hayan retomado mi vida tal
como la dejé.
Quizá ahora ellos
se desenvuelven en el juego insustancial y deshabitado que era mi vida y se
afanan alternándose idénticos entre mis absurdas ocupaciones. En esta isla
dónde no hay nadie más que yo no puedo seguir ocultándome. Aquí no hay otros frente
a los que pueda compararme o definirme, aquí solo puedo llegar a ser yo
finalmente y ese descubrimiento inevitable es lo que más me aterra.
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