domingo, 18 de diciembre de 2016

La Ensenada, por Carlos Abril




Hacía ya algún tiempo que al caminar sentía insegura la tierra bajo mis pies. Aquel día durante mi acostumbrado paseo del atardecer, bajo el crepúsculo, acribillado por las sombras, todo en mi imaginación se cernía en el polvo y la nada. Imágenes catastróficas de un porvenir que se balanceaba como un puente colgante en medio de un abismo.

Echaba la vista atrás y aunque ahora era lo que se conoce como un hombre de éxito, un titán de los negocios, mordía en mí, como si fuera una serpiente la duda más lacerante; una serpiente que grababa a fuego en mi alma el estigma de su estandarte demoníaco.

Aquella tarde paseaba cerca del mar y de forma inesperada enmudeció el canto de las aves o así me lo pareció. A mi paso callaron silenciosos los labios de los niños que jugaban sobre el paseo. Me detuve confundido por la última luz de un instante irreversible, me sentí con desconsuelo prisionero del tiempo. Mi mirada exhausta, como mi cabeza, comenzaba a ver pesadillas abandonado como estaba a impresiones deprimentes.

Para descomponer aquel instante insoportable rompí a caminar bruscamente, casi corriendo. Algo me llamaba hacia la pequeña ensenada que siempre había evitado en mis paseos. Tomé el sendero al final de aquella cresta para bajar el suave camino de tierra hasta aquel lugar solitario abrigado por las rocas. La acrobacia incesante de las olas volcaba el estallido de su espuma con tal violencia que electrizaba mi ánimo. Exaltaba los sentidos el fragor del viento, el olor vehemente de las algas y el repentino estallido del mar sobre la tierra. ¿Quién era yo? Me pregunté allí.


Y me parecía que no era nadie, que había elegido no ser nada, que había traicionado lo mejor de mí para ser menos que nada. Para mi horror entreví que aquella cala en la que me hallaba entre paredes rocosas y un mar cada vez más salvaje era como las fauces de una bestia monstruosa que un dios vengador azuzaba contra mí. Comprendí que yo era su víctima propiciatoria; un ser entregado al castigo y al sacrificio bajo un cielo de sombra y fuego. Las olas arrastraron ante mis pies docenas de botellas de vidrio oscuro y rayado. Contenían mensajes que leí como en una pesadilla. Eran palabras de un rencor antiguo que yo había pronunciado alguna vez en mi vida. Palabras que habían infligido mucho daño cuyo recuerdo había reprimido hasta el olvido y que se acumulaban ahora como un peso insoportable sobre mi pecho.

Tras las botellas flotaban sobre el mar cuerpos inertes de ahogados, cadáveres sacudidos por las olas hasta la arena. Sobrecogido por un lúcido terror advertí que los rasgos de sus rostros eran exactos a los míos. Duplicados de mi ser que representaban todo aquello que nunca quise ser y que sin embargo era: volvían de las islas del destierro adonde yo los había confinado. Rostros en los que aún me reconocía pese a sus facciones ya corruptas por su naufragio intemporal. ¿Quién o qué ponía todo aquello ante mis ojos? Cuando creí notar como aquellos espectros comenzaban a erguirse adoptando algo parecido a las manifestaciones de la vida ya no pude más y me abalancé sobre las aguas (es lo último que recuerdo antes de perder la consciencia) con la intención de romperme el cráneo sobre las rocas que emergían entre la violencia de las olas.

Después desperté al amanecer en otra playa solitaria, desconocida para mí. No soplaba viento alguno y todo se pausaba. El tempo de las olas era lento y majestuoso, casi inaudible. Me encontraba en ese estado de triste comprensión en que uno cree por fin entenderlo todo, pero pronto comprendí que me engañaba. No sé dónde estoy. Parece una isla. A medida que se suceden las jornadas desespero de encontrar aquí a ninguna otra persona. Quizá los otros yo, los espectros que empezaban a cobrar vida en aquella playa del demonio hayan retomado mi vida tal como la dejé.

Quizá ahora ellos se desenvuelven en el juego insustancial y deshabitado que era mi vida y se afanan alternándose idénticos entre mis absurdas ocupaciones. En esta isla dónde no hay nadie más que yo no puedo seguir ocultándome. Aquí no hay otros frente a los que pueda compararme o definirme, aquí solo puedo llegar a ser yo finalmente y ese descubrimiento inevitable es lo que más me aterra.

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