Marian caminó de vuelta a
casa, en dirección a la Avenida de la Constitución, acompañada de su amiga
Jules. Ambas chicas vivían en el centro, a tan solo unas manzanas la una de la otra. Cogieron la calle
Alemanes y bordearon La Catedral para ir hacia Mateos Gago.
Se escuchó el reloj del
ayuntamiento y comenzaron a sonar las doce campanadas. Una tras otra,
anunciaron el final y el principio de un nuevo día; cuando la noche es más
oscura.
—“En el mundo mágico, la
medianoche solar y el mediodía solar, forman un eje que abre el mundo mundano a
diferentes mundos, y el poder aumenta conforme se aproxima al centro de la
noche” —. Marian comenzó a desvariar, pues sin venir a cuento recordó las
viejas historias que le contaba su abuela antes de ir a dormir. Unas historias
increíbles, llena de seres mágicos y aventuras inolvidables. Ella siempre le
decía —“La medianoche abre las puertas de Zanzibe”—.
Se escuchó el tañido de
la última campanada en la distancia cuando advirtió que algo estaba cambiando.
Un silencio ensordecedor se adueñó de las calles de la ciudad mientras trataba
de averiguar qué diantres estaba sucediendo. Una oleada de calor le invadió y
el sonido de una lata vacía de refresco la alertó, al oírla rodar por el duro
cemento. Aparentemente nada parecía estar diferente. Nada, excepto una cosa…
Por el rabillo del ojo
pudo percibir una imagen distorsionada. Una ilusión óptica. Le pareció ver como
la Puerta del Perdón, la puerta de la fachada norte que daba acceso al Patio de
los Naranjos de la Catedral, se movía provocando unas ondas giratorias que
viraban, en torno a sí mismas, en el mismo sentido que lo harían las agujas de
un reloj. Y conforme aumentaba la velocidad del giro, las ondas adquirieron un
brillo opalescente.
Inexplicablemente, un
grupo de chicos salió del interior del magnífico vórtice de luces. Asombroso.
Cinco chicos, que a simple vista, parecían todos iguales; altos, fornidos y
ataviados con ropa oscura.
Los vio descender por las
escaleras del edificio y su primera impresión le llevó a pensar que eran
militantes de algún ejército. —Pero ¿qué diantres estaba pensando? —recapacitó
enseguida tratando de hallar una explicación a los acontecimientos. Con seguridad
su mente le estaba jugando una mala pasada. — ¡Joder! —exclamó asustada—.
— ¿Nos habrán puesto alguna sustancia psicotrópica en la bebida y estamos
alucinando?”.
Marian miró a Jules
algo confusa; quiso confirmar si también ella estaba viendo lo mismo. Pero no
pareció percatarse de nada. Es más, parloteaba, no sé qué cosa, y no paraba de
reírse. Entonces, todo sucedió muy deprisa, a pesar de que el tiempo pareció
detenerse.
En mitad de toda aquella
confusión advirtió que uno de ellos notaba su presencia y detuvo su descenso
para examinarla con detenimiento. Vio sorpresa en esos ojos, increíblemente
oscuros que conectaron con los suyos desde la distancia, y que por
extraño que le pareciera, le resultó un abismo. No sabría explicar por qué,
pero su forma de mirarla le abrumó.
Miró hacia todos
lados desconcertada en búsqueda de alguna respuesta, pero las calles estaban
completamente desiertas. No había nadie más alrededor. Agarró su camiseta con
una mano a la altura del pecho, pues estaba realmente asustada, y por algún
motivo que desconocía, sus pulmones habían dejado de respirar. — ¡Dios mío! —Dijo
tomando una profunda bocanada de oxígeno—, — ¿Qué me está pasando?—. Se dijo. Y
sin venir a cuento el subconsciente le advirtió que, él, era potencialmente peligroso.
Y si así era, ¿por qué tenía la necesidad de tirarse a sus brazos? Y es que el
mensaje que le hacía llegar también hablaba de que él era todo lo que anhelaba,
que bajo el cobijo de su abrazo estaría protegida.
Eran tan solo unos metros
de distancia los que les separaban pero sus pies se negaron a moverse. Se
trataba de un completo desconocido. Un tipo, que literalmente había salido de
la nada y le llamaba como si fuera un canto de sirenas.
Lo observó
aproximarse pero su cuerpo reaccionó
instintivamente, dando un paso hacia atrás, para alejarse de él. Este se
detuvo, pues uno de sus acompañantes había llamado su atención. Se giró para
hablar con él y a continuación ambos la miraron. El otro chico tiró de él,
instándole a seguir adelante. Por un momento se resistió, librándose de su
agarre con una sacudida. Finalmente accedió. Le miró por última vez y mientras
se alejaba pudo ver como sus labios gesticularon “volveré a por ti”. A
continuación se marchó.
Todo transcurrió muy
deprisa, apenas unos minutos, aunque fueron los minutos más intensos de toda su
vida. La marcha de aquel extraño la dejó más aliviada. Respiró calmadamente,
tratando de conseguir una respiración honda. El corazón le latía a mil por hora
y poco a poco volvió a su ritmo habitual.
Miró de nuevo a Jules y
confirmó una vez más que efectivamente no se había percatado de nada. Estaba
contándole algo sobre un tío que habían conocido en el bar. Incluso, juraría
que no había parado de hablar en todo ese tiempo. Ni si quiera estaba segura de
que se hubiera percatado de que estaban paradas en mitad de la calle.
— ¿Se puede saber qué te
pasa? —le preguntó Jules extrañada —. ¿Por qué me miras así?
— ¿Has visto eso?
—Si he visto, ¿qué?
— ¡Joder!— Y perdónenle
la expresión, pero es que Jules venía muy perjudicada. Es de reconocer que
Marian estaba igual, pero le acababa de dar un bajón impresionante. Ni si
quiera estaba segura de haber visto lo que había visto. Podría haber sido
producto de su imaginación, como diría ese mago tan famoso y cuyo nombre no recuerdo
ahora mismo—. ¿No has visto a esos tíos? —preguntó Marian.
— ¿Qué tíos?
—Creo haber contado cinco
y han salido por la puerta de la Catedral. Bueno, en realidad la han
atravesado.
— ¿Cómo? Tú estás más
borracha de lo que imaginaba.
—No, en serio. Los he
visto.
—Por supuesto que sí.
Anda, volvamos a casa.
—No me crees, ¿verdad?
— ¿Pero tú te estás
escuchando?
—No me crees – confirmó.
—No es que no te crea, es
que estoy un poco mareada —resopló dejando escapar una risita traviesa—. En
serio volvamos a casa y mañana hablamos sobre el tema.
—Mañana no querré
contártelo.
— ¿Por qué, no? –
preguntó Jules indignada.
—Porque mañana, no me
dará la gana de contarte nada.
—De verdad que no te entiendo.
¿Por qué te pones así?
Y la ignoró, dejándola
con la palabra en la boca, para acercarse hasta el lugar donde anteriormente
había estado el misterioso chico. Un brillo en el suelo había llamado su
atención y quiso averiguar de qué se trataba.
Una cadena de plata, de
la cual colgaba una pequeña llave, descansaba sobre el pulido escalón de piedra
gris. La recogió rápidamente del suelo y la introdujo en el bolsillo del
pantalón. A continuación, siguió caminando para retomar el camino de vuelta a
casa mientras escuchaba la voz de Jules a la espalda rogándole que la esperara.
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