A sus
cinco años, la infanta doña Margarita pasa los días entre largas clases de
protocolo y multitud de actividades que
le vienen impuestas por su posición jerárquica.
Pero
como cualquier niña de su edad, lo que a ella de verdad le gusta es jugar con
su colección de muñecas de tela, y pasar grandes ratos con su madre, la reina.
Una mujer fría y neurótica, obsesionada con el control a su marido, el rey
Felipe IV, y con la toma de decisiones de cualquier índole.
Catalina
es la institutriz que se encarga de la ardua tarea de guiar la educación de la
princesa.
Esta
mañana del 3 de mayo de 1656, su majestad el rey Felipe IV de las Españas, me
ha hecho llamar para solicitarme el encargo de realizar a su hija un nuevo
retrato. La infanta Margarita es la persona de la realeza española que más
ocupa mis pinceles. En la villa se oye que sus pinturas son enviadas a la corte
austriaca por motivos de tintes políticos y para ciertos arreglos
matrimoniales.
Me
avisan que doña Margarita posará para mí al mediodía de hoy en el salón de
Embajadores.
El
salón de Embajadores es el más utilizado por los miembros reales para sus
largas jornadas de descanso, y por ende es también el más visitado por mi
persona para el desarrollo de mis obras.
Puntual
a mi cita me persono en el lugar indicado. Un guardia real me acompaña. Abre la
enorme puerta de madera tallada, y
anuncia mi llegada:
-
Majestades, hace entrada D. Diego Rodríguez de
Silva y Velázquez.
Saludo
a los esposos y al resto de los presentes, arrastro mi pequeño baúl de madera y
despliego todo el material que cuidadosamente almaceno.
Desde
el salón se puede oír el alboroto que trae por los largos pasillos de palacio,
la joven infanta. El suelo a cuadros despliega la imaginación de la niña que
salta de un color a otro, como si de una figura de ajedrez se tratase. Catalina
intenta reprimirla sin éxito.
De
seguida se abre la puerta, y la pequeña entra correteando delante de una
sofocada institutriz. Se dirige a su madre, que se encuentra sentada en un
lujoso sillón junto a la ventana, en un intento por echarse en su regazo, pero
ésta se cuida de frenarla en tiempo.
–
Margarita, debéis cuidar vuestros modales – le
reprime.
La
chiquilla recibe acharada el rechazo de la reina, a pesar de estar acostumbrada
a no disfrutar muy a menudo de muestras de cariño por parte de ésta.
Catalina,
en un gesto de ternura, le agarra sus pequeñas manos, y le pide que la acompañe
hasta el pedestal de madera revestido de alfombra roja. La niña sube y se
prepara para la pose.
Sitúo
el lienzo blanco sobre el caballete, saco mi paleta de colores, y me dispongo a
pintar.
–
Alteza, las manos debéis dejarlas caer a cada
lado de vuestro vestido, la cabeza siempre erguida y la mirada al frente, os lo
ruego – instrucciono a la pequeña.
El
pesado traje, repleto de enaguas con volantes almidonados para ahuecar la
falda, es de color gris plateado con adornos rosas. La niña tiene el cabello
dorado, lo lleva suelto y una parte cubierta con un paño en seda rosada. Tiene
la piel blanca, la cara ovalada y los ojos un poco saltones, En la mano
izquierda porta unas rosas rojas, y en la derecha un pañuelo blanco que supongo
de hilo de lino.
Mi
pincel comienza su sutil coqueteo con el lienzo virgen. Se desliza, lo
acaricia. Hago penetrar el óleo en la tela desnuda y comienzan mis primeros
trazos perfilando el vestido.
No ha
pasado ni la mitad del contenido de mi reloj de arena, cuando la joven modelo
avisa a Catalina que tiene sed. Catalina ordena traer una copa con agua que la
niña toma sin apenas respirar.
Cumpliendo
rigurosamente el recorrido natural del líquido, y sin dejar que el reloj vacíe,
la primera de las cinco veces previstas, su carga completa, nuevamente el
posado se ve interrumpido. Esta vez para advertir en el oído a Catalina, que su
vejiga pedía a gritos ser vaciada.
Se
plantea una pausa y la infanta se dispone a bajar de la peana. Separa ambas
piernas, saca un piececillo al aire, y de repente, se escucha un sonoro gas que
se difumina por gran parte de la sala.
Tapando con las manos su boca de asombro, en un intento por esconder una
pícara sonrisa, se asoma una melladura que corresponde a la posición de su paleta
izquierda.
Catalina
se sonroja, y la mirada fulminante de la madre borra de manera inmediata
cualquier comprensión adulta.
Después
de cinco largas horas de pose, la niña, cansada por el peso del vestido y por
la inmovilidad de su pequeño cuerpo, se recuesta sobre la silla de madera,
donde apoya el fondo de cortinas de terciopelo rojo, dando paso así al último
paréntesis de la pintura. Su padre, el
rey, dejando aflorar un sentimiento de compasión, interviene para dar por
finalizada la sesión del día de hoy. Catalina entra acompañada por otra joven,
que se llevan a la niña para continuar con las clases previstas.
Comienzo
a limpiar los pinceles en el trozo de tela que saco de mi caja, mientras
reflexiono que hay infancias que son verdaderamente fugaces.
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