viernes, 2 de diciembre de 2016

Fugaz infancia, por Mónica Sánchez





A sus cinco años, la infanta doña Margarita pasa los días entre largas clases de protocolo y  multitud de actividades que le vienen impuestas por su posición jerárquica.

Pero como cualquier niña de su edad, lo que a ella de verdad le gusta es jugar con su colección de muñecas de tela, y pasar grandes ratos con su madre, la reina. Una mujer fría y neurótica, obsesionada con el control a su marido, el rey Felipe IV, y con la toma de decisiones de cualquier índole.

Catalina es la institutriz que se encarga de la ardua tarea de guiar la educación de la princesa.

Esta mañana del 3 de mayo de 1656, su majestad el rey Felipe IV de las Españas, me ha hecho llamar para solicitarme el encargo de realizar a su hija un nuevo retrato. La infanta Margarita es la persona de la realeza española que más ocupa mis pinceles. En la villa se oye que sus pinturas son enviadas a la corte austriaca por motivos de tintes políticos y para ciertos arreglos matrimoniales.

Me avisan que doña Margarita posará para mí al mediodía de hoy en el salón de Embajadores.
El salón de Embajadores es el más utilizado por los miembros reales para sus largas jornadas de descanso, y por ende es también el más visitado por mi persona para el desarrollo de mis obras.

Puntual a mi cita me persono en el lugar indicado. Un guardia real me acompaña. Abre la enorme  puerta de madera tallada, y anuncia mi llegada:

-          Majestades, hace entrada D. Diego Rodríguez de Silva y Velázquez.

Saludo a los esposos y al resto de los presentes, arrastro mi pequeño baúl de madera y despliego todo el material que cuidadosamente almaceno.

Desde el salón se puede oír el alboroto que trae por los largos pasillos de palacio, la joven infanta. El suelo a cuadros despliega la imaginación de la niña que salta de un color a otro, como si de una figura de ajedrez se tratase. Catalina intenta reprimirla sin éxito.
De seguida se abre la puerta, y la pequeña entra correteando delante de una sofocada institutriz. Se dirige a su madre, que se encuentra sentada en un lujoso sillón junto a la ventana, en un intento por echarse en su regazo, pero ésta se cuida de frenarla en tiempo.

        Margarita, debéis cuidar vuestros modales – le reprime.

La chiquilla recibe acharada el rechazo de la reina, a pesar de estar acostumbrada a no disfrutar muy a menudo de muestras de cariño por parte de ésta.

Catalina, en un gesto de ternura, le agarra sus pequeñas manos, y le pide que la acompañe hasta el pedestal de madera revestido de alfombra roja. La niña sube y se prepara para la pose.

Sitúo el lienzo blanco sobre el caballete, saco mi paleta de colores, y me dispongo a pintar.

        Alteza, las manos debéis dejarlas caer a cada lado de vuestro vestido, la cabeza siempre erguida y la mirada al frente, os lo ruego –  instrucciono a la pequeña.

El pesado traje, repleto de enaguas con volantes almidonados para ahuecar la falda, es de color gris plateado con adornos rosas. La niña tiene el cabello dorado, lo lleva suelto y una parte cubierta con un paño en seda rosada. Tiene la piel blanca, la cara ovalada y los ojos un poco saltones, En la mano izquierda porta unas rosas rojas, y en la derecha un pañuelo blanco que supongo de hilo de lino.

Mi pincel comienza su sutil coqueteo con el lienzo virgen. Se desliza, lo acaricia. Hago penetrar el óleo en la tela desnuda y comienzan mis primeros trazos perfilando el vestido.

No ha pasado ni la mitad del contenido de mi reloj de arena, cuando la joven modelo avisa a Catalina que tiene sed. Catalina ordena traer una copa con agua que la niña toma sin apenas respirar.

Cumpliendo rigurosamente el recorrido natural del líquido, y sin dejar que el reloj vacíe, la primera de las cinco veces previstas, su carga completa, nuevamente el posado se ve interrumpido. Esta vez para advertir en el oído a Catalina, que su vejiga pedía a gritos ser vaciada.

Se plantea una pausa y la infanta se dispone a bajar de la peana. Separa ambas piernas, saca un piececillo al aire, y de repente, se escucha un sonoro gas que se difumina por gran parte de la sala.  Tapando con las manos su boca de asombro, en un intento por esconder una pícara sonrisa, se asoma una melladura que corresponde a la posición de su paleta izquierda.

Catalina se sonroja, y la mirada fulminante de la madre borra de manera inmediata cualquier comprensión adulta.

Después de cinco largas horas de pose, la niña, cansada por el peso del vestido y por la inmovilidad de su pequeño cuerpo, se recuesta sobre la silla de madera, donde apoya el fondo de cortinas de terciopelo rojo, dando paso así al último paréntesis de la pintura.  Su padre, el rey, dejando aflorar un sentimiento de compasión, interviene para dar por finalizada la sesión del día de hoy. Catalina entra acompañada por otra joven, que se llevan a la niña para continuar con las clases previstas.

Comienzo a limpiar los pinceles en el trozo de tela que saco de mi caja, mientras reflexiono que hay infancias que son verdaderamente fugaces.

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