lunes, 19 de diciembre de 2016

El salto, por David Fernández




Joaquina se encontraba en el sofá del salón de casa. Hacía menos de 5 años que había finalizado el régimen de Franco. Lo acababa de recordar al ver una noticia relacionada con ello en un programa de la televisión y se sorprendió.

En ese momento entró su marido en casa. Venía de trabajar y estaba muy cansado. Su oficio le mantenía ocupado demasiado tiempo al día y en su llegada al hogar siempre arrastraba tanto cansancio como olor a sudor.

- Hola Joaquina ¿Qué tal? ¿Han dado mucha lata hoy los niños?
- Hola Arturo. No, Manuel y Ernesto están ahí dormiditos, en su cuarto ¿El trabajo bien?
- Antes de hablarle a mis pequeños voy a quitarme esta peste de encima, cuando vuelva del baño te cuento como me ha ido el trabajo - decía Arturo mientras entraba al aseo.

En ese momento suena el teléfono. Joaquina descuelga.
- ¿Dígame?
- Hola Joaquina, soy yo, Arturo, que hoy no voy a poder llegar a casa, me tendré que quedar toda la noche...
- Espera ¿Qué Arturo eres? - interrumpió.
- Quien voy a ser, tu marido.
La mujer no contestó.
- Joaquina ¿Estás bien?
- Pero si acabas de entrar por la puerta.
- ¿Pero qué dices? ¿A qué te refieres?
- ¿Eres un amigo de Arturo? ¿Es esta una de sus bromitas?
- Pero qué dices cariño, me estás preocupando, voy a casa inmediatamente, el diré al jefe que es una emergencia.

Joaquina, temblando de los nervios dejó caer el teléfono y corrió a la cocina a por el cuchillo más grande del que dispusiera. No sabía exactamente a qué se enfrentaba, pero iba a averiguarlo. Fue a la puerta del baño y la abrió de un empujón. No se creía lo que estaba viendo. Había un señor con cara de anciano pero un cuerpo bastante rejuvenecido para la edad que mostraba su rostro, parecía fornido y no se había percatado de su presencia pues se estaba mirando al espejo mientras se quitaba la dentadura postiza.

Las fuerzas de Joaquina flaquearon notablemente. El miedo invadió su ser y decidió que la mejor opción era no enfrentarse, sino ir a por sus hijos y salir de la casa. Se dirigió a la habitación de los niños a toda prisa. No estaban. Sólo estaban sus cunas. No se podía creer que le hubieran robado a sus hijos.

Cuando volvió al salón, buscándoles, era como estar en un hogar distinto, el olor era muy similar pero había ciertos detalles que no le cuadraban. La televisión seguía encendida. Hablaban de un tal Pablo Iglesias... ¿Pero el fundador del PSOE no murió hace muchísimos años? ¿Qué hacía ahí en la tele? ¿Qué clase de salto dimensional había dado?

Corrió a la salida de la casa. Pensó que pedir ayuda a los vecinos sería la mejor opción. Conforme avanzaba por su hogar todo lo rápido que podía, sus fuerzas se veían menguadas hasta el punto de caérsele el arma improvisada de las manos. Comenzaba a asfixiarse y cada metro que recorría de aquel piso le resultaba más extraño que el anterior.

Llegó a la entrada del portón exhausta. La respiración era demasiado rápida para el pequeño esfuerzo que había estado haciendo, pero quizás las emociones eran demasiado intensas. Su corazón nunca tuvo tanto trabajo, que ella recordase. Giró el picaporte y se encontró con dos hombres de metro ochenta aproximadamente justo a punto de llamar a la puerta. Uno vestía una camisa y el otro una especie de abrigo bastante informal. Eran gemelos.

- Qué casualidad, justo íbamos a llamar a la puerta – dijo el hombre de la camisa.
Joaquina intentó articular palabra pero la desorientación se apoderaba de su mente. La sangre no se estaba repartiendo bien por su cuerpo.
- ¿Mamá? - preguntó el hombre del abrigo.
Joaquina cae fulminada al suelo.
El hombre de la camisa le toma el pulso. No se lo encuentra.
- Mierda, Manuel, creo que no le encuentro el pulso.
- Has visto su cara y sabes lo que significa cuando mamá tiene esa cara.
- No puede ser, hacía ya meses que no le daba un brote de Alzheimer.

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