Joaquina
se encontraba en el sofá del salón de casa. Hacía menos de 5 años que había
finalizado el régimen de Franco. Lo acababa de recordar al ver una noticia
relacionada con ello en un programa de la televisión y se sorprendió.
En ese
momento entró su marido en casa. Venía de trabajar y estaba muy cansado. Su
oficio le mantenía ocupado demasiado tiempo al día y en su llegada al hogar
siempre arrastraba tanto cansancio como olor a sudor.
- Hola
Joaquina ¿Qué tal? ¿Han dado mucha lata hoy los niños?
- Hola
Arturo. No, Manuel y Ernesto están ahí dormiditos, en su cuarto ¿El trabajo
bien?
- Antes
de hablarle a mis pequeños voy a quitarme esta peste de encima, cuando vuelva
del baño te cuento como me ha ido el trabajo - decía Arturo mientras entraba al
aseo.
En ese
momento suena el teléfono. Joaquina descuelga.
-
¿Dígame?
- Hola
Joaquina, soy yo, Arturo, que hoy no voy a poder llegar a casa, me tendré que
quedar toda la noche...
- Espera
¿Qué Arturo eres? - interrumpió.
- Quien
voy a ser, tu marido.
La mujer
no contestó.
-
Joaquina ¿Estás bien?
- Pero si
acabas de entrar por la puerta.
- ¿Pero
qué dices? ¿A qué te refieres?
- ¿Eres
un amigo de Arturo? ¿Es esta una de sus bromitas?
- Pero
qué dices cariño, me estás preocupando, voy a casa inmediatamente, el diré al
jefe que es una emergencia.
Joaquina,
temblando de los nervios dejó caer el teléfono y corrió a la cocina a por el
cuchillo más grande del que dispusiera. No sabía exactamente a qué se
enfrentaba, pero iba a averiguarlo. Fue a la puerta del baño y la abrió de un
empujón. No se creía lo que estaba viendo. Había un señor con cara de anciano
pero un cuerpo bastante rejuvenecido para la edad que mostraba su rostro,
parecía fornido y no se había percatado de su presencia pues se estaba mirando
al espejo mientras se quitaba la dentadura postiza.
Las
fuerzas de Joaquina flaquearon notablemente. El miedo invadió su ser y decidió
que la mejor opción era no enfrentarse, sino ir a por sus hijos y salir de la
casa. Se dirigió a la habitación de los niños a toda prisa. No estaban. Sólo
estaban sus cunas. No se podía creer que le hubieran robado a sus hijos.
Cuando
volvió al salón, buscándoles, era como estar en un hogar distinto, el olor era
muy similar pero había ciertos detalles que no le cuadraban. La televisión
seguía encendida. Hablaban de un tal Pablo Iglesias... ¿Pero el fundador del
PSOE no murió hace muchísimos años? ¿Qué hacía ahí en la tele? ¿Qué clase de
salto dimensional había dado?
Corrió a
la salida de la casa. Pensó que pedir ayuda a los vecinos sería la mejor
opción. Conforme avanzaba por su hogar todo lo rápido que podía, sus fuerzas se
veían menguadas hasta el punto de caérsele el arma improvisada de las manos.
Comenzaba a asfixiarse y cada metro que recorría de aquel piso le resultaba más
extraño que el anterior.
Llegó a
la entrada del portón exhausta. La respiración era demasiado rápida para el
pequeño esfuerzo que había estado haciendo, pero quizás las emociones eran
demasiado intensas. Su corazón nunca tuvo tanto trabajo, que ella recordase.
Giró el picaporte y se encontró con dos hombres de metro ochenta
aproximadamente justo a punto de llamar a la puerta. Uno vestía una camisa y el
otro una especie de abrigo bastante informal. Eran gemelos.
- Qué
casualidad, justo íbamos a llamar a la puerta – dijo el hombre de la camisa.
Joaquina
intentó articular palabra pero la desorientación se apoderaba de su mente. La
sangre no se estaba repartiendo bien por su cuerpo.
- ¿Mamá?
- preguntó el hombre del abrigo.
Joaquina
cae fulminada al suelo.
El hombre
de la camisa le toma el pulso. No se lo encuentra.
- Mierda,
Manuel, creo que no le encuentro el pulso.
- Has
visto su cara y sabes lo que significa cuando mamá tiene esa cara.
- No
puede ser, hacía ya meses que no le daba un brote de Alzheimer.
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