lunes, 5 de diciembre de 2016

Rodando, por Esther Pujol



Mi hermano es un tío simplón al que le gusta recorrer mundo. Nada de grandes lujos, no. Él se monta en su furgoneta y va de aquí para allá sin preocuparse de nada más que de comer. 


El verano pasado decidió cumplir su sueño. Llevaba bastante tiempo ilusionado con hacer ese viaje y se preparó un itinerario estupendo. Partió desde Sevilla y el final de su trayecto le aguardaba en Le Perthus, un pueblecito fronterizo con Francia. 

Lo que voy a contar sucedió al cuarto o quinto día… no lo recuerdo bien. El caso es que aquella mañana salió de Roquetas de Mar hacia Valencia. 

Como ya he dicho, iba al volante de su vieja California y con seguridad iría escuchando a Jimi Hendrix o vete tú a saber que otro peluso de los sesenta. Pero antes, tenía que parar en Murcia. La noche anterior había colgado anuncios en Bla Bla Car, buscando acompañantes con los que compartir los gastos del trayecto. Hasta cinco personas más caben en la furgoneta de mi hermano. 

A lo que voy: recibió una respuesta inmediata de un tipo que le ofreció bastante más dinero si viajaba a solas con él. En un primer momento no lo dudo, pero según nos contó, pasó más incertidumbre que miedo, cuando lo tuvo en el asiento del copiloto.  Un francés, macarra y desgreñado le dio algunas indicaciones y de aquella conversación atropellada dedujo que tenía que recoger a alguien. 

Mi hermano no es el tipo de persona que juzga a los demás por su aspecto, sin embargo ese cambio de planes le hizo dudar de sus intenciones. En fin, que cuando recordó el dinero que le pagaría se le olvido todo. ¿Qué más da llevar uno que dos? Digo yo que pensaría. Ya te digo que mi hermano no es desconfiado.

Cuando llegaron al sitio, una casa en mitad del campo, el francés se bajó con la promesa de regresar pronto. En ese pequeño intervalo de tiempo se le ocurrió pensar que sería una estratagema para birlarle su valioso cacharro. Hoy en día no te puedes fiar de nadie; hay mafias que se dedican a robar coches por encargo. 

Se planteó la posibilidad de largarse y dejarlo colgado. Entonces, escuchó el petardeo de un coche que confundió con el disparo de un arma. Dice que se escondió y todo. Qué gracia… Cuando se dio cuenta había un perro enorme asomando la cabeza por la ventana y el francés, al lado preguntando si se marchaban.

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