viernes, 2 de diciembre de 2016

La mujer perfecta, por Mar Rojo




Pascal se levantó de buen humor aquella fría mañana de enero. Esa misma tarde tendría a Eva en casa. Experimentaba cierto vértigo delicioso y una sensación de vacío en las tripas que no desaparecía cuando comía. Mariposas en el estómago. Sin saber por qué pensó en Celia, su exmujer.

Celia era guapa, culta, independiente, divertida y salvaje en la cama, pero también detestable a veces, histérica, inestable y vocinglera. Cuando reía, lo hacía a carcajadas, y cuando discutía, su envaramiento se volvía rudeza gesticulante, su voz profunda bajaba dos tonos y se enronquecía, y sus ojos color tabaco, siempre enigmáticos, despedían un extraño fulgor llameante lleno de odios antiguos. La detestaba. O al menos terminó detestándola. La detestaba porque la amaba con desesperación, y lo que es peor, con desesperanza. Cuando ella lo abandonó sintió una extraña mezcla de alivio y desamparo. Ya habían pasado dos años, y aunque había conocido algunas mujeres interesantes, ninguna le pareció lo suficientemente buena como para meterla en su casa además de en su cama. O se parecían mucho a Celia, o se parecían muy poco.

Cuando oyó hablar de “Dreams” por primera vez, escuchó a su interlocutor con cierta perplejidad pero sumamente interesado. “Dreams” era una empresa coreana que creaba androides a la carta. La robótica y la inteligencia artificial habían avanzado muchísimo en los últimos diez años. Hasta el momento las empresas especializadas en estas nuevas tecnologías en el ámbito doméstico se habían limitado a crear prototipos que ayudaban a realizar la mayoría de las tareas de la casa e incluso cocinaban, pero estaba claro que este nuevo proyecto de “Dreams” era algo totalmente revolucionario.

Robots de apariencia 100% humana con las características físicas, el temperamento y la personalidad que el cliente demandara. Se movían como seres humanos, hablaban, sonreían y hacían el amor como humanos. Pascal meditó sobre ello durante algunos meses y finalmente tomó la decisión de contar con “Dreams” para que le fabricase una compañera a su medida. Sería todo lo que Celia no era. Su ex mujer era morena y pálida, como una virgen bizantina. Tenía el talle breve y los huesos pequeños. Era menuda y liviana. Eva sería rubia, de ojos azules, pechos abundantes y caderas amplias de madre primeriza. Sería dulce, sumisa, obediente, complaciente y serena. Con Eva todo sería perfecto. Ella lo amaría sin condiciones y jamás lo abandonaría.Ya se imaginaba en las largas tardes de invierno sentados frente a la chimenea. Eva sonriendo dulcemente y él acariciando sus pechos abundantes por debajo del jersey, apretándolos, estrujándolos, manoseándolos, sin que ella protestara.

Eva resultó ser mejor de lo que Pascal esperaba. Cocinaba la ternera asada exactamente como a él le gustaba. Nunca se le quemaba la comida. Cuando volvía del trabajo lo esperaba en la puerta de casa con las zapatillas en la mano, una copa del mejor Merlot y aquella sonrisa perenne que jamás desaparecía de su cara. Siempre le daba la razón, le dejaba ganar a las cartas, le caían bien todos sus amigos, jamás levantaba la voz ni se enfadaba y en la cama se dejaba hacer con una languidez que a Pascal le resultaba de todo punto encantadora. Todo era tan perfecto que por ello Pascal nunca supo exactamente cuando empezó a odiarla. Su sonrisa angelical empezó a producirle náuseas, y a menudo se sorprendía pensando, al mirar su cara, con esa piel siempre tan lustrosa y suave, que parecía el rostro petrificado de una muñeca idiota. Cuando hacían el amor, apretaba su fino cuello con dedos como tenazas, le mordía los labios con fuerza y retorcía sus pezones con saña, pero ella jamás gemía ni protestaba. Empezaba a estar cansado de su complacencia, de su entrega tácita, de su dulzura.

Consultó el manual de instrucciones que “Dreams” le había facilitado cuando le entregó a Eva. Pascal comprobó, no sin alivio, que podía modificar fácilmente y a su antojo el programa de personalidad del robot. Haría pequeños cambios, pensó, nada importante. Lo primero fue borrar la sonrisa perenne de su cara. Mucho mejor. Pero no fue suficiente. Echaba de menos conversar, argumentar, disentir, así que modificó el programa para que Eva fuera capaz de discutir con inteligencia sobre cualquier tema. Eso mejoró bastante su relación con ella, pero seguía sin ser suficiente.

En la cama era aburridamente complaciente. Modificó el programa de nuevo, y Eva se volvió fogosa y sensual. Los cambios habían sido muy positivos sin duda, pero aún no estaba satisfecho. La observaba continuamente buscando cualquier defecto, cualquier carencia. Descubrió que se sentía agobiado por su dependencia, así que pensó que debía tener intereses propios, y recurrió de nuevo al programa para hacer que Eva tuviera inquietudes artísticas y literarias. Al poco tiempo Eva empezó a comportarse de forma extraña.

Pascal la sorprendía a menudo con los ojos extraviados mirando por la ventana, y la notaba triste y ausente. Decía que se asfixiaba en casa. Comenzó a salir y a relacionarse con otra gente. Volvía a menudo bastante tarde. Pascal la esperaba siempre en la ventana, apartando el visillo con manos temblorosas, y la veía reír a carcajadas. Reaccionaba de forma irascible cuando él trataba de controlarla, discutía alzando la voz, y se volvió sarcástica y desdeñosa. Pascal la deseaba con un ímpetu que le resultaba doloroso, pero ella ya no estaba disponible cada vez que a él se le antojaba, y eso enardecía su deseo cada vez más.

Una noche, mientras cenaban los dos en silencio, vio que ella lo miraba fijamente con ojos llameantes. Su mirada azul cargada de reproches le recordó a otra mirada negra, la mirada de Celia. Se estremeció. Aquella noche durmió con el miedo pegado a la nuca, y su duermevela estuvo plagado de sueños premonitorios.

Cuando se despertó por la mañana, Eva no estaba a su lado. Se levantó con rapidez y dando grandes zancadas recorrió cada centímetro de la casa sin hallar ni rastro de sus cosas. Apoyado en la pared de teca comenzó a llorar amargamente. Eva se había ido para siempre.

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