Pascal se levantó
de buen humor aquella fría mañana de enero. Esa misma tarde tendría a Eva en
casa. Experimentaba cierto vértigo delicioso y una sensación de vacío en las
tripas que no desaparecía cuando comía. Mariposas en el estómago. Sin saber por
qué pensó en Celia, su exmujer.
Celia era guapa,
culta, independiente, divertida y salvaje en la cama, pero también detestable a
veces, histérica, inestable y vocinglera. Cuando reía, lo hacía a carcajadas, y
cuando discutía, su envaramiento se volvía rudeza gesticulante, su voz profunda
bajaba dos tonos y se enronquecía, y sus ojos color tabaco, siempre
enigmáticos, despedían un extraño fulgor llameante lleno de odios antiguos. La
detestaba. O al menos terminó detestándola. La detestaba porque la amaba con
desesperación, y lo que es peor, con desesperanza. Cuando ella lo abandonó
sintió una extraña mezcla de alivio y desamparo. Ya habían pasado dos años, y
aunque había conocido algunas mujeres interesantes, ninguna le pareció lo suficientemente
buena como para meterla en su casa además de en su cama. O se parecían mucho a
Celia, o se parecían muy poco.
Cuando oyó hablar
de “Dreams” por primera vez, escuchó a su interlocutor con cierta perplejidad
pero sumamente interesado. “Dreams” era una empresa coreana que creaba
androides a la carta. La robótica y la inteligencia artificial habían avanzado
muchísimo en los últimos diez años. Hasta el momento las empresas
especializadas en estas nuevas tecnologías en el ámbito doméstico se habían
limitado a crear prototipos que ayudaban a realizar la mayoría de las tareas de
la casa e incluso cocinaban, pero estaba claro que este nuevo proyecto de
“Dreams” era algo totalmente revolucionario.
Robots de
apariencia 100% humana con las características físicas, el temperamento y la
personalidad que el cliente demandara. Se movían como seres humanos, hablaban,
sonreían y hacían el amor como humanos. Pascal meditó sobre ello durante
algunos meses y finalmente tomó la decisión de contar con “Dreams” para que le
fabricase una compañera a su medida. Sería todo lo que Celia no era. Su ex
mujer era morena y pálida, como una virgen bizantina. Tenía el talle breve y
los huesos pequeños. Era menuda y liviana. Eva sería rubia, de ojos azules,
pechos abundantes y caderas amplias de madre primeriza. Sería dulce, sumisa, obediente,
complaciente y serena. Con Eva todo sería perfecto. Ella lo amaría sin
condiciones y jamás lo abandonaría.Ya se imaginaba en las largas tardes de
invierno sentados frente a la chimenea. Eva sonriendo dulcemente y él
acariciando sus pechos abundantes por debajo del jersey, apretándolos,
estrujándolos, manoseándolos, sin que ella protestara.
Eva resultó ser
mejor de lo que Pascal esperaba. Cocinaba la ternera asada exactamente como a él
le gustaba. Nunca se le quemaba la comida. Cuando volvía del trabajo lo
esperaba en la puerta de casa con las zapatillas en la mano, una copa del mejor
Merlot y aquella sonrisa perenne que jamás desaparecía de su cara. Siempre le
daba la razón, le dejaba ganar a las cartas, le caían bien todos sus amigos,
jamás levantaba la voz ni se enfadaba y en la cama se dejaba hacer con una
languidez que a Pascal le resultaba de todo punto encantadora. Todo era tan
perfecto que por ello Pascal nunca supo exactamente cuando empezó a odiarla. Su
sonrisa angelical empezó a producirle náuseas, y a menudo se sorprendía
pensando, al mirar su cara, con esa piel siempre tan lustrosa y suave, que
parecía el rostro petrificado de una muñeca idiota. Cuando hacían el amor,
apretaba su fino cuello con dedos como tenazas, le mordía los labios con fuerza
y retorcía sus pezones con saña, pero ella jamás gemía ni protestaba. Empezaba
a estar cansado de su complacencia, de su entrega tácita, de su dulzura.
Consultó el manual
de instrucciones que “Dreams” le había facilitado cuando le entregó a Eva.
Pascal comprobó, no sin alivio, que podía modificar fácilmente y a su antojo el
programa de personalidad del robot. Haría pequeños cambios, pensó, nada
importante. Lo primero fue borrar la sonrisa perenne de su cara. Mucho mejor.
Pero no fue suficiente. Echaba de menos conversar, argumentar, disentir, así
que modificó el programa para que Eva fuera capaz de discutir con inteligencia
sobre cualquier tema. Eso mejoró bastante su relación con ella, pero seguía sin
ser suficiente.
En la cama era
aburridamente complaciente. Modificó el programa de nuevo, y Eva se volvió
fogosa y sensual. Los cambios habían sido muy positivos sin duda, pero aún no
estaba satisfecho. La observaba continuamente buscando cualquier defecto,
cualquier carencia. Descubrió que se sentía agobiado por su dependencia, así
que pensó que debía tener intereses propios, y recurrió de nuevo al programa para
hacer que Eva tuviera inquietudes artísticas y literarias. Al poco tiempo Eva empezó
a comportarse de forma extraña.
Pascal la
sorprendía a menudo con los ojos extraviados mirando por la ventana, y la
notaba triste y ausente. Decía que se asfixiaba en casa. Comenzó a salir y a relacionarse
con otra gente. Volvía a menudo bastante tarde. Pascal la esperaba siempre en
la ventana, apartando el visillo con manos temblorosas, y la veía reír a
carcajadas. Reaccionaba de forma irascible cuando él trataba de controlarla,
discutía alzando la voz, y se volvió sarcástica y desdeñosa. Pascal la deseaba
con un ímpetu que le resultaba doloroso, pero ella ya no estaba disponible cada
vez que a él se le antojaba, y eso enardecía su deseo cada vez más.
Una noche,
mientras cenaban los dos en silencio, vio que ella lo miraba fijamente con ojos
llameantes. Su mirada azul cargada de reproches le recordó a otra mirada negra,
la mirada de Celia. Se estremeció. Aquella noche durmió con el miedo pegado a
la nuca, y su duermevela estuvo plagado de sueños premonitorios.
Cuando se despertó
por la mañana, Eva no estaba a su lado. Se levantó con rapidez y dando grandes
zancadas recorrió cada centímetro de la casa sin hallar ni rastro de sus cosas.
Apoyado en la pared de teca comenzó a llorar amargamente. Eva se había ido para
siempre.
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