viernes, 6 de diciembre de 2013

El dulce sabor de la sal, por Matilde López de Garayo.


Patrick se escondió como pudo debajo de la tela de unas de las barcas de salvamento de la fragata “La perla de las Antillas”. Había intentado no dejar rastro, pero el reguero de sangre producido por el corte en la frente le delató. A punto de perder el conocimiento notó como unos brazos fuertes le levantaban por los aires  y como una voz lejana le preguntaban su nombre.

Estuvo tres días debatiéndose entre la vida y la muerte, las fiebres y la debilidad le consumían, pero poco a poco se fue recuperando, aunque no del todo. La falta de alimentación en sus años infantiles le impidió desarrollarse como Dios mandaba, y ahora a sus cuarenta años,  ventisiete años después de que el capitán del navío le acogiera como un hijo seguía siendo de una constitución excesivamente delgada.

El cariño que le profesó su padre adoptivo no mitigó el dolor interno de sus primeros años, debido a las palizas recurrentes de su progenitor cuando regresaba borracho casi todas las noches. Esas heridas no sólo le había desfigurado el rostro sino que le habían dejado cicatrices en su corazón, era un hombre acomplejado por su físico y de carácter taciturno, pero no fueron motivos suficientes para anular su agudísima inteligencia.

Instalado en Haití con la familia del capitán, se aficionó a la pesca y aprendió a sumergirse en aquella aguas cristalinas y ricas en pescado y cómo no en perlas. A los veintitres años había conseguido una pequeña fortuna en el tráfico tanto legal como ilegal de semejante joya. Era rara la persona de alcurnia o realeza que no quisiera presumir de semejante tesoro.

A pesar de tener todo lo que un hombre necesitaba para ser feliz, el caparazón donde se se había refugiado le impedía ver la segunda oportunidad que le había brindado Haíti.

Pero la vida le iba a dar un giro de 180º. Debido a la muerte repentina de su socio embarcó hacía Inglaterra, una ruta que había evitado durante años, pero los negocios no perdona. A medida que se iba acercando a las costas de Europa sentía la necesidad de volver a ver sus orígenes así que avisó a la tripulación de que haría escala en Cork.

Echaron el ancla a dos millas del puerto y se  acercaron a la población en  dos barcas. Al descender Patrick y todos los que le acompañaban observaron el gran tumulto de gente que se apiñaba en el muelle.

¿Qué haces?- Dijo agarrando del brazo a un niño que había intentado robarle. Notó lo escuálido que estaba a través de la ropa. Miró a su alrededor y comprobó que no sólo era el crío - ¿Qué es lo que pasa? ¿Porqué hay tanta gente aquí? ¿Guerra?
-¿Pero de que mundo viene?, la patata, la patata se pudre desde el año, pasado, La gente se muere de hambre, hay muertos por las calles...
Empujó al niño y le hizo caer al suelo, después le tiró una moneda que se apresuró rápidamente a recoger y esconder mirando a un lado u otro   por si alguien  le habia visto.

El niño esta vez le agarró de la manga y le preguntó ¿No tiene nada para comer? Y esbozó una sonrisa Patrick se dió cuenta que le faltaban la mayoría de los dientes. Miró a unos de los marineros y le entregó un pedazo de pan, el niño se alejó.

Patrick se  abrochó el abrigo de paño negro y se ajustó hasta las cejas la gorra de plato, sintió que se le estremecían los huesos y no era por el  frio del aquel invierno del 1846, sino por toda la miseria que veía a su alrededor, y aunque conocía la pobreza en los indígenas y mulatos de las Antillas, al mirar ahora a su alrededor descubría su piel que fue blanquecina hacía tiempo y su pelo rojizo en todas las caras que se volvían hacia él.


Consiguieron a duras penas salir de aquel infierno, Patrick se dio cuenta de que si no regresaban pronto al barco, quizás no lo hicieran nunca. Había visto y escuchado  suficiente, cadaveres enterrados a menos de un palmo de tierra, cuerpos en las cunetas abandonados, Y una gran probabilidad de que se proclamara una epidemía, eso si no la estaban sufriendo ya.

Al montar en la barca se percató de un bulto debajo de la loneta, se lo señaló a sus marineros y  si les indicó que no dijeran nada. Una vez la barca estuvo en la cubierta descubrió al plizonte dormido, aún agarraba fuertemente un pedazo de pan.

A los cinco días estando en el timón se le acercó el polizonte, lo encontró algo más relleno Le preguntó-¿Te dan bien de comer?- Si señor muy bien , gracias, gracias.
-Ya te he dicho que no me las tienes que dar.
Se quedaron callados mirando el cielo cuajado de estrellas. Patrick observó que le niño se tragaba bocanadas de aire y le preguntó-¿Qué haces?

-Sabe señor, mi padre también era marinero y a menudo solía decir una frase que yo no entendía y ahora la comprendo... Patrick se estaba acostumbrando a esos silencios que era como invitándole a que le preguntara. Qué frase?


-Que en esta vida hasta la sal puede tener un sabor dulce. -y el niño le cogió la mano, que esta vez Patrick no rechazó

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