martes, 3 de diciembre de 2013

Un viaje de ida, por José García


Sentado al borde del embarcadero, observando como el horizonte engullía aquel círculo de fuego que se apagaba poco a poco, Peter parecía recordar a John Mc Gregor. Del que quizás él, hubiera sido el único con el que mantuvo una cierta y continuada relación. Además de ser el encargado del mantenimiento de su embarcación. Quizás en la esperanza de ver la silueta del “Pacific” de vuelta a casa. Cosa que se hacía harto difícil, pues ya va para diez años de la desaparición de la embarcación con John y Susan a bordo.

John tenía 40 años, su extrema delgadez le hacía parecer más alto de lo en realidad era. Mentón ancho, con barba al igual que su pelo pelirrojo. Manos grandes y huesudas. Nariz ancha. Frente despejada y piel curtida. Nada anormal si no fuera por una cicatriz que le cruzaba la parte derecha de la cara, desde la frente hasta cerca de la comisura de los labios, así como una velada cojera en su pierna derecha. Secuelas de su intervención en la guerra de Vietnam. Estas secuelas físicas y aquellas otras que no se ven, pero que lastran más aún si cabe, como las psíquicas; hacían de John un ser acomplejado, de mal carácter y solitario. Apenas si se relacionaba con alguien que no fuera Peter o Susan.

John recuerda con horror los tres años que vivió en Vietnam, les parecieron una pavorosa pesadilla. Que le persiguió toda su vida. Pero había sido real, y esta le volvía una y otra vez en sueños, que le despertaba sobresaltado, sudoroso y amedrentado. Un mundo apocalíptico de destrucción, desolación y muerte. En él veía las caras aterrorizadas de amigos, enemigos y gentes inocentes, como niños, mujeres y ancianos. Los cuales iban desapareciendo en un profundo abismo, sin que pudiera hacer nada por ellos. Y lo que más horror le daba era responder a la pregunta que siempre se hacía, después de esta visión. ¿Por qué? Al menos ellos (los vietnamitas) sabían porque luchaban, defendían su tierra del enemigo invasor. Pero nosotros ¿Por qué?

Quizás por esto, nunca manifestó odio hacia ellos. Aunque a veces los citara denominándolos como “aquellos pequeños diablos de ojos rasgados.” No, no los odiaba, odiaba la guerra sin sentido e inhumana.

John, era poseedor de una pequeña fortuna heredada de sus padres. Así a la vuelta de Vietnam y con sus padres fallecidos, lo liquidó todo y trasladó su residencia desde la populosa Charleston, en Carolina del Sur, a la pequeña isla de Lanai, perteneciente a Hawái. Haciéndose acompañar por Susan, la joven afroamericana, que había trabajado al servicio de sus padres y cuidado de la casa hasta su regreso.

Susan era casi diez años más joven que John. Afroamericana de rostro redondo, grandes y vivos ojos negros, no era muy alta, se movía con gracia y agilidad. Por lo que en conjunto su cuerpo era armonioso y bello. Sabía perfectamente cuando comentar o preguntar algo, o por el contrario callar. Siempre respetó el carácter malhumorado y reservado de John, así como sus largos periodos de silencio y abstracción.

Pasaron los años llenos de soledad, atormentado y acomplejado por sus miedos. Aquella noche Susan, como era su costumbre, revisaba toda la casa antes de irse a la cama. Al pasar junto al salón observó que había luz y al detenerse pudo escuchar un entrecortado y contenido gemido. Entró sin hacer ruido y vio a John sentado en el sillón. La cara entre las manos, abatido. No dijo nada, quedó quieta durante unos largos e interminables segundos contemplando su melancolía. Sin saber que le impulsaba, se acerco a John, se inclinó hacía él y con extrema delicadeza, cogiendo su cara entre las manos, le besó tiernamente.

John quedó sorprendido, cuando pudo reaccionar, sus ojos brillaron humedecidos por las lágrimas que resbalaron por su rajada mejilla, al tiempo que una leve sonrisa se dibujaba en sus labios. Vio a aquella mujer como nunca la había visto, estaba tan cerca, que podía verse reflejado en sus grandes ojos, su corazón latía con la misma fuerza que las olas del bravío Atlántico lo hacían en las costas de Charleston. Susan le apretó contra su pecho, el se dejó abrazar seducido por la magia de aquel momento.


A la mañana siguiente, como cada día, antes que se ocultaran las últimas sombras de la noche, John atravesaba el pequeño embarcadero alumbrado con farolas. En cada haz de luz se dibujaba el humo del cigarrillo que fumaba. Vestía sus acostumbradas botas altas y su gorra y parca marineras. Pero en esta ocasión, John no iría solo, Susan estaría junto a él. Ambos embarcaron en el “Pacific” y zarparon sin rumbo conocido.

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