martes, 3 de diciembre de 2013

Éxodo, por Carmen Gómez Barceló


Dónovan pisaba fuerte. Calzaba recias botas que clavaban sus tacos metálicos sobre el  pavimento, en cada zancada. Cuando aparecía en escena, era difícil encontrar sujeto vivo que osara levantar la cabeza para mirarle.  Esta situación lejos de incomodarle, le fortalecía aún más de tal forma que podía ordenar cualquier cosa por aberrante que esta fuera.

Todo empezó un tiempo antes. Era el año 2222 y la Tierra se encontraba totalmente inhabitable. La sobrepoblación acabó con el agua dulce disponible en el planeta, las bolsas de hidrocarburos junto con las de gas se agotaron y  las autoridades tuvieron que optar  por obtener combustible biológico valiéndose del cultivo de cereales y otras plantas, lo que acabó esquilmando las tierras destinadas para la alimentación de la población. El mar, repleto de algas tóxicas, se tornó rojo, exterminando así multitud de especies marinas de las que los hombres se habían alimentado desde el principio de los tiempos. Incluso el aire era irrespirable. Los niños se vieron obligados a vivir en comunidades burbuja donde crecían y aprendían mientras los mayores se enfundaban cascos biohazard  para acudir a sus respectivos centros de trabajo.  

La devastación amenazaba gravemente. Los “Señores de la Tierra” –un círculo cerrado compuesto por poderosos mandatarios e investigadores-  estudiaban la manera de evacuar a los seres humanos a un lugar seguro dónde seguir viviendo. El sitio existía, el gran telescopio Képler lo había encontrado. Antes de autodestruirse  había estudiado hasta la más mínima partícula de la composición del lejano planeta  y por eso resolvieron que este era el lugar, Giese 663. Sólo quedaba corroborar la teoría con la demostración empírica del proyecto. Para esto se encontraba Dónovan “el pelirrojo” en la inhóspita superficie del astro ocupado.

Este, un armador de unos cuarenta años,  se ofreció voluntario para estudiar la viabilidad nutricional de la fauna marina de este nuevo planeta, ya que antes, cuando vivía en Orleans con su familia, se dedicaba a la pesca en las bravas aguas del Mar del Norte. En una  ocasión, cuando volvió a casa después de seis meses en la mar, encontró a su familia enterrada en cal viva. Las autoridades justificaron el hecho aludiendo peligro de contagio viral. En ese momento, el pescador quiso morir clavándose un arpón en su ojo derecho destrozándose la pupila convertida ahora en amasijo de sangre y restos gelatinosos. Según el informe forense el virus asesino que le dejó sin sus amores lo transmitían los indigentes, ellos eran portadores, y aunque no lo padecían, lo dispersaban por doquier. Todo cambió desde entonces.  Alguien le dijo en una ocasión que los pelirrojos procedían de la estirpe del diablo, pues el color de su pelo respondía al alto grado de azufre en sus cuerpos. Dónovan  empezaba a creerlo.

El inhóspito planeta, albergaba una especie de ciudades creadas por los propios colonos. Allí  habían germinado multitud de semillas terrestres, desarrollando plantas productoras del oxígeno que permitía la respiración, así como el alimento. La gran cantidad de agua que llenaban sus enormes mares, era filtrada en grandes centrales hidrográficas para extraer sales y tóxicos y hacerla así bebible.

 Había constancia de que en esas aguas se escondían seres que bien podrían utilizarse como nutrientes marinos. Sólo quedaba comprobar su salubridad  y para ello, la expedición contaba con jaulones repletos de elementos encargados de comprobar  la toxicidad en los humanos de estos nutrientes. Dónovan era el  agente destinado para extraer dichas criaturas del líquido marino y alimentar con ellas las cobayas humanas. El resultado de estas pruebas era fundamental para el futuro de la vida allí y la indolencia de Dónovan, imprescindible en esta labor. La única condición que el pelirrojo puso al aceptar el trabajo era que los individuos utilizados para el experimento, no tuvieran quiénes lamentasen su ausencia, esto le hubiese impedido sacar de la jaula cada uno de los zarrapastrosos  a los que les obligaba a ingerir aquellos seres negruzcos recubiertos de púas como arpones que poblaban las aguas del extraño lugar. Los indigentes, traídos expresamente desde los suburbios más marginales de la Tierra, se retorcían de dolor revolcándose en sus propios vómitos mientras dirigían su mirada hacia el único ojo útil de Dónovan, implorando compasión.  Pensar en su mujer y su hija le servía de barrera.

Cuando acababa la tarea ya agotado, volvía a su refugio. Nada del paisaje que encontraba en su camino le recordaba lo que fue su vida anterior: los habitáculos de diferentes tamaños parecían iglús de cúpulas transparentes que privaban de intimidad a sus moradores pero que dejaban entrar la luz verde proporcionada por los árboles estelares. Estos, atrapaban el calor de la estrella convirtiéndola en la energía vital para la continuidad del proyecto. Todo a su alrededor era de un verde brillante y esto le molestaba bastante, por eso cuando entraba en su habitáculo ingería somníferos mezclados con su whisky  favorito, se cubría con un lienzo negro opaco y dormía. Dormía para no pensar, para no sentir, para olvidar que un día fue marinero, que un día tuvo dinero y casa, y sobre todo que hace mucho tiempo… tenía a quién querer.

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