Dónovan pisaba fuerte.
Calzaba recias botas que clavaban sus tacos metálicos sobre el pavimento, en cada zancada. Cuando aparecía
en escena, era difícil encontrar sujeto vivo que osara levantar la cabeza para
mirarle. Esta situación lejos de incomodarle,
le fortalecía aún más de tal forma que podía ordenar cualquier cosa por
aberrante que esta fuera.
Todo empezó un tiempo
antes. Era el año 2222 y la Tierra se encontraba totalmente inhabitable. La
sobrepoblación acabó con el agua dulce disponible en el planeta, las bolsas de
hidrocarburos junto con las de gas se agotaron y las autoridades tuvieron que optar por obtener combustible biológico valiéndose
del cultivo de cereales y otras plantas, lo que acabó esquilmando las tierras
destinadas para la alimentación de la población. El mar, repleto de algas
tóxicas, se tornó rojo, exterminando así multitud de especies marinas de las
que los hombres se habían alimentado desde el principio de los tiempos. Incluso
el aire era irrespirable. Los niños se vieron obligados a vivir en comunidades
burbuja donde crecían y aprendían mientras los mayores se enfundaban cascos
biohazard para acudir a sus respectivos centros
de trabajo.
La devastación
amenazaba gravemente. Los “Señores de la Tierra” –un círculo cerrado compuesto
por poderosos mandatarios e investigadores-
estudiaban la manera de evacuar a los seres humanos a un lugar seguro
dónde seguir viviendo. El sitio existía, el gran telescopio Képler lo había
encontrado. Antes de autodestruirse
había estudiado hasta la más mínima partícula de la composición del
lejano planeta y por eso resolvieron que
este era el lugar, Giese 663. Sólo quedaba corroborar la teoría con la
demostración empírica del proyecto. Para esto se encontraba Dónovan “el pelirrojo”
en la inhóspita superficie del astro ocupado.
Este, un armador de
unos cuarenta años, se ofreció
voluntario para estudiar la viabilidad nutricional de la fauna marina de este
nuevo planeta, ya que antes, cuando vivía en Orleans con su familia, se
dedicaba a la pesca en las bravas aguas del Mar del Norte. En una ocasión, cuando volvió a casa después de seis
meses en la mar, encontró a su familia enterrada en cal viva. Las autoridades
justificaron el hecho aludiendo peligro de contagio viral. En ese momento, el
pescador quiso morir clavándose un arpón en su ojo derecho destrozándose la
pupila convertida ahora en amasijo de sangre y restos gelatinosos. Según el
informe forense el virus asesino que le dejó sin sus amores lo transmitían los
indigentes, ellos eran portadores, y aunque no lo padecían, lo dispersaban por
doquier. Todo cambió desde entonces. Alguien le dijo en una ocasión que los
pelirrojos procedían de la estirpe del diablo, pues el color de su pelo
respondía al alto grado de azufre en sus cuerpos. Dónovan empezaba a creerlo.
El inhóspito planeta,
albergaba una especie de ciudades creadas por los propios colonos. Allí habían germinado multitud de semillas
terrestres, desarrollando plantas productoras del oxígeno que permitía la respiración,
así como el alimento. La gran cantidad de agua que llenaban sus enormes mares,
era filtrada en grandes centrales hidrográficas para extraer sales y tóxicos y
hacerla así bebible.
Había constancia de que en esas aguas se
escondían seres que bien podrían utilizarse como nutrientes marinos. Sólo quedaba
comprobar su salubridad y para ello, la
expedición contaba con jaulones repletos de elementos encargados de
comprobar la toxicidad en los humanos de
estos nutrientes. Dónovan era el agente
destinado para extraer dichas criaturas del líquido marino y alimentar con
ellas las cobayas humanas. El resultado de estas pruebas era fundamental para
el futuro de la vida allí y la indolencia de Dónovan, imprescindible en esta
labor. La única condición que el pelirrojo puso al aceptar el trabajo era que
los individuos utilizados para el experimento, no tuvieran quiénes lamentasen
su ausencia, esto le hubiese impedido sacar de la jaula cada uno de los
zarrapastrosos a los que les obligaba a
ingerir aquellos seres negruzcos recubiertos de púas como arpones que poblaban
las aguas del extraño lugar. Los indigentes, traídos expresamente desde los
suburbios más marginales de la Tierra, se retorcían de dolor revolcándose en sus
propios vómitos mientras dirigían su mirada hacia el único ojo útil de Dónovan,
implorando compasión. Pensar en su mujer
y su hija le servía de barrera.
Cuando acababa la tarea
ya agotado, volvía a su refugio. Nada del paisaje que encontraba en su camino
le recordaba lo que fue su vida anterior: los habitáculos de diferentes tamaños
parecían iglús de cúpulas transparentes que privaban de intimidad a sus
moradores pero que dejaban entrar la luz verde proporcionada por los árboles
estelares. Estos, atrapaban el calor de la estrella convirtiéndola en la
energía vital para la continuidad del proyecto. Todo a su alrededor era de un
verde brillante y esto le molestaba bastante, por eso cuando entraba en su
habitáculo ingería somníferos mezclados con su whisky favorito, se cubría con un lienzo negro opaco
y dormía. Dormía para no pensar, para no sentir, para olvidar que un día fue
marinero, que un día tuvo dinero y casa, y sobre todo que hace mucho tiempo…
tenía a quién querer.
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