Olía a muerte. Había
entrado en otro mundo. Solamente atravesar una puerta bastó para dejar atrás la
luz.
La luz…qué ilusa. Desde
el momento en que irrumpí en aquel lugar, por primera vez fui consciente de lo
fácil que es traspasar la frontera hacia la oscuridad más absoluta. Allí perdían todo el sentido muchos valores
que antes me habían parecido importantísimos, pero el que más, quizás fuera el
de la estética. ¿Qué importancia tenía la estética allí donde la miseria
humana campaba a sus anchas?
Yo era en aquel sitio
la nota discordante, el único motivo de color entre el gris claroscuro
reinante. No, miento, había algunas pinceladas rojas más, además del rojo de
mis tacones, estaban las bolsas de sangre que pendían junto a los botes de
suero colgando de sus soportes. También mi voz
resultaba disonante en el entorno. Cuando dije “buenos días”
enérgicamente como era mi costumbre, enseguida percibí el desacierto del tono de
mis palabras. Ya, en silencio, busqué con la mirada la figura de Luis pero no
conseguía divisarle y decidí adentrarme en el recinto para intentar
encontrarlo. El sonido presuntuoso de mis tacones, rápidamente fueros
silenciados por una especie de patucos
de plástico que la enfermera, sutilmente me propuso ponerme junto con una
arrugada bata verde.
Callada, sin color, sin
ruidos estridentes, estaba ya totalmente mimetizada con el entorno, y lo peor,
Luis no aparecía por ningún sitio. ¡Yo, estaba allí por él! Cuando le llamé a
su casa como cada día para ir juntos al trabajo, me comunicaron que había
tenido un accidente esa madrugada y le habían llevado a urgencias. No creí que
urgencias fuera eso. Pero si mi presencia allí era algo atópica, la de Luis habría
alcanzado el nivel de estrambótica. No podía imaginármelo, normalmente vestido
de Giorgio Armani, con bata verde arrugada.
Después de andar
arrastrando mis patucos de plástico por toda la tétrica sala, y no encontrar a
mi amigo, comprendí que sencillamente no estaba. O Luis nunca estuvo allí o
huyó despavorido al ver el panorama pidiendo ir al hospital privado. Eso era lo
más coherente.
Me quité el atuendo
prestado y recuperé mis tacones, pero no así la sonrisa. Salí de allí sin decir
adiós, en silencio, sin hacer ruido y volví a la luz.
En la luz olía a vida,
el amarillo oro de la cerveza junto a
las conversaciones banales de la gente en la barra de cualquier bar era todo un
triunfo de la vida y yo no me había dado cuenta de eso. El sonido de los coches
al pasar, incluso el humo que despedían sus tubos de escape, era historia en
movimiento y moverse suponía participar de todo eso y era maravilloso.
“Hay más mundos ahí
fuera”-pensé-. Y me fui a casa.