martes, 1 de abril de 2014

Tino, por Carmen Gómez Barceló


Un día decidió que no iría nunca más  a una peluquería, se dejaría barba y el pelo largo. Había allí demasiadas miradas depositadas en él que le incomodaban y le obligaba a cuestionarse aspectos de su vida que estaba resuelto a dejarlos atrás.

A Tino, ya, le sobraba casi todo, incluso su propio cuerpo. Su figura no le había traído nada más que problemas ya que su pesado envoltorio le obligaba a realizar verdaderos esfuerzos para moverse siquiera  un poco “estoy cansado de vivir en este cuerpo” decía con frecuencia.

Su vida no siempre fue así. Nació en una familia de clase media cuarenta y ocho años atrás, donde fue recibido con alegría y su infancia estuvo rodeada de armonía y cariño. Le gustaba pintar. Era un niño feliz que no conocía otra cosa que su gente, su  barrio y sus amigos, pero creció y se vio obligado a formar parte del mundo de la gente mayor. Lo que observó, no le gustó: demasiadas formalidades y obligaciones para encajar en un universo que él no había pedido.

Trabajar para otros le parecía una estafa a su persona y la familia que había fundado- un poco obligado por la temprana preñez de su joven compañera- una carga demasiado pesada. La desidia se apoderó de él y sus ganas de vivir caían por momentos.

Tino cada vez, tenía menos ganas de hablar, por eso le molestaban las preguntas. Aborrecía los continuos  reproches a los que era sometido, se le agrió el carácter y se volvió insoportable, entonces, su familia harta de sus manías, se fue y le abandonó.

 Esto no le hizo más infeliz de lo que ya era, más bien todo lo contrario. Fue como si en la oscura charca de su cabeza, el agua se hubiese vuelto transparente. De pronto se podía ver el fondo, y en el fondo todo estaba depositado, todo era visible y diferenciable. Ahora sí sabía qué debía quedarse y qué sobraba allí.

En primer lugar canceló la cita con la peluquería. Unos días más tarde, Tino malvendió el piso dónde vivía y se compró un terreno en el campo con una pequeña cabaña de madera. Allí quemó los muebles de su antigua vivienda, salvo una cama, una mesa y una silla, que guardó para la cabaña. También rescató un par de jaulas con dos colleras de canarios y tres perros que habían sido motivo de continuas peleas con su mujer cuando vivían todos juntos. De ropa, dos mudas, la justa para cambiarse cuando no tuviera más remedio. Sólo introdujo un par de elementos nuevos en su nueva vida: un lienzo y un caballete.

Tino colocaba sus aperos de pintura en cualquier lugar- sin importarle los comentarios de los transeúntes- y se permitía jugar con los colores a su antojo. Ahora sí, ahora era él quien manejaba su mundo y si se le antojaba que sus nubes fueran rojas, pues rojas habrían de ser.


Desde su cabaña, en el silencio de la noche se podía oír levemente la vida de la gente en sus hogares. La luz que emitían las farolas del cercano pueblo, también le iluminaba. Todo esto le hacía sentir algo de nostalgia, pero  sabía que ni sus nubes ni él cabían en esa historia.

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