Un día decidió que no
iría nunca más a una peluquería, se
dejaría barba y el pelo largo. Había allí demasiadas miradas depositadas en él
que le incomodaban y le obligaba a cuestionarse aspectos de su vida que estaba
resuelto a dejarlos atrás.
A Tino, ya, le sobraba
casi todo, incluso su propio cuerpo. Su figura no le había traído nada más que
problemas ya que su pesado envoltorio le obligaba a realizar verdaderos
esfuerzos para moverse siquiera un poco
“estoy cansado de vivir en este cuerpo” decía con frecuencia.
Su vida no siempre fue
así. Nació en una familia de clase media cuarenta y ocho años atrás, donde fue
recibido con alegría y su infancia estuvo rodeada de armonía y cariño. Le
gustaba pintar. Era un niño feliz que no conocía otra cosa que su gente,
su barrio y sus amigos, pero creció y se
vio obligado a formar parte del mundo de la gente mayor. Lo que observó, no le
gustó: demasiadas formalidades y obligaciones para encajar en un universo que
él no había pedido.
Trabajar para otros le
parecía una estafa a su persona y la familia que había fundado- un poco
obligado por la temprana preñez de su joven compañera- una carga demasiado
pesada. La desidia se apoderó de él y sus ganas de vivir caían por momentos.
Tino cada vez, tenía
menos ganas de hablar, por eso le molestaban las preguntas. Aborrecía los
continuos reproches a los que era
sometido, se le agrió el carácter y se volvió insoportable, entonces, su
familia harta de sus manías, se fue y le abandonó.
Esto no le hizo más infeliz de lo que ya era,
más bien todo lo contrario. Fue como si en la oscura charca de su cabeza, el
agua se hubiese vuelto transparente. De pronto se podía ver el fondo, y en el
fondo todo estaba depositado, todo era visible y diferenciable. Ahora sí sabía
qué debía quedarse y qué sobraba allí.
En primer lugar canceló
la cita con la peluquería. Unos días más tarde, Tino malvendió el piso dónde
vivía y se compró un terreno en el campo con una pequeña cabaña de madera. Allí
quemó los muebles de su antigua vivienda, salvo una cama, una mesa y una silla,
que guardó para la cabaña. También rescató un par de jaulas con dos colleras de
canarios y tres perros que habían sido motivo de continuas peleas con su mujer
cuando vivían todos juntos. De ropa, dos mudas, la justa para cambiarse cuando
no tuviera más remedio. Sólo introdujo un par de elementos nuevos en su nueva
vida: un lienzo y un caballete.
Tino colocaba sus
aperos de pintura en cualquier lugar- sin importarle los comentarios de los
transeúntes- y se permitía jugar con los colores a su antojo. Ahora sí, ahora
era él quien manejaba su mundo y si se le antojaba que sus nubes fueran rojas,
pues rojas habrían de ser.
Desde su cabaña, en el
silencio de la noche se podía oír levemente la vida de la gente en sus hogares.
La luz que emitían las farolas del cercano pueblo, también le iluminaba. Todo
esto le hacía sentir algo de nostalgia, pero
sabía que ni sus nubes ni él cabían en esa historia.
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