miércoles, 30 de abril de 2014

Una puerta, por Carmen Gómez Barceló


Olía a muerte. Había entrado en otro mundo. Solamente atravesar una puerta bastó para dejar atrás la luz.

La luz…qué ilusa. Desde el momento en que irrumpí en aquel lugar, por primera vez fui consciente de lo fácil que es traspasar la frontera hacia la oscuridad más absoluta.  Allí perdían todo el sentido muchos valores que antes me habían parecido importantísimos, pero el que más, quizás fuera el de la estética. ¿Qué importancia tenía la estética allí donde la miseria humana campaba  a sus anchas?

Yo era en aquel sitio la nota discordante, el único motivo de color entre el gris claroscuro reinante. No, miento, había algunas pinceladas rojas más, además del rojo de mis tacones, estaban las bolsas de sangre que pendían junto a los botes de suero colgando de sus soportes. También mi voz  resultaba disonante en el entorno. Cuando dije “buenos días” enérgicamente como era mi costumbre, enseguida percibí el desacierto del tono de mis palabras. Ya, en silencio, busqué con la mirada la figura de Luis pero no conseguía divisarle y decidí adentrarme en el recinto para intentar encontrarlo. El sonido presuntuoso de mis tacones, rápidamente fueros silenciados  por una especie de patucos de plástico que la enfermera, sutilmente me propuso ponerme junto con una arrugada bata verde.

Callada, sin color, sin ruidos estridentes, estaba ya totalmente mimetizada con el entorno, y lo peor, Luis no aparecía por ningún sitio. ¡Yo, estaba allí por él! Cuando le llamé a su casa como cada día para ir juntos al trabajo, me comunicaron que había tenido un accidente esa madrugada y le habían llevado a urgencias. No creí que urgencias fuera eso. Pero si mi presencia allí era algo atópica, la de Luis habría alcanzado el nivel de estrambótica. No podía imaginármelo, normalmente vestido de Giorgio Armani, con bata verde arrugada.

Después de andar arrastrando mis patucos de plástico por toda la tétrica sala, y no encontrar a mi amigo, comprendí que sencillamente no estaba. O Luis nunca estuvo allí o huyó despavorido al ver el panorama pidiendo ir al hospital privado. Eso era lo más coherente.

Me quité el atuendo prestado y recuperé mis tacones, pero no así la sonrisa. Salí de allí sin decir adiós, en silencio, sin hacer ruido y volví a la luz.

En la luz olía a vida, el amarillo oro de la cerveza  junto a las conversaciones banales de la gente en la barra de cualquier bar era todo un triunfo de la vida y yo no me había dado cuenta de eso. El sonido de los coches al pasar, incluso el humo que despedían sus tubos de escape, era historia en movimiento y moverse suponía participar de todo eso y era maravilloso.


“Hay más mundos ahí fuera”-pensé-. Y me fui a casa.  

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