Aparcó el coche en la
plaza del pueblo. Descendió de él con tranquilidad. Se abrochó el chaleco y se
colgó la mochila. Subió por la calle “de la Iglesia”, siguió a través de la
calle “de la fuente,” en la cual se detuvo para refrescar la boca y llenar el
recipiente de agua, enfilando posteriormente la salida del pueblo.
Se ajustó la mochila,
protegió su cabeza con un sombrero y acompañándose con un bastón de madera al
uso para la marcha, empezó a ascender por la empedrada calzada real. Abandonó
ésta para cruzar el rio a través de un rústico puente de piedras y troncos de
madera. A la izquierda y rio arriba se abría una marcada senda entre un bosque
de galería, álamos, fresnos, sauces y alisos. El paseo era apacible, aunque en
la medida que iba cogiendo altura, el paisaje se tornaba más abrupto. El rio se
encañonaba y la vegetación de ribera daba paso a otra de altura, compuesta por
una especie de encina pequeña y roble melojos, así como una cierta variedad de
matorral.
Jaime hacia este
recorrido una vez al año, siempre el mismo día, como aquel fatídico de hace hoy
veinte años. Aquel día estaba despejado, la temperatura suave, que lo hacía
ideal para disfrutar de la caminata. Jaime y Maite se impregnaban de la
fragancia que proporcionaba la naturaleza en plena ebullición y del murmullo
del agua al correr y chapotear entre las rocas. Maite cargaba con Mauro adosado
a su espalda con una mochila portabebés de montaña, y Jaime soportaba la
mochila de las provisiones del día, tanto para ellos como para el pequeño Mauro.
Después de más de dos horas de marcha, el rio se encañonaba aún más, la
pendiente de las paredes y la densa vegetación hacían imposible continuar, a no
ser que se ascendieran serpenteando para coger más altura. El paisaje se
espaciaba sobre todo el barranco del rio, su vista era inmensa. Nada hacía
presagiar lo que el destino guardaba y que truncaría sus vidas para siempre.
Arriba, pese a no
habían ganado mucha altura, todo era diferente. Los rayos del sol llegaban sin
filtro alguno, lo que hacía que la tierra y las resinas de encinas y robles
desprendieran un envolvedor efluvio, que junto a la suave brisa que le
alborotaba los cabellos, les hacía sentir plenamente la naturaleza. En ese
momento un ave, parecía un águila perdicera, quizás soliviantada por su
presencia, levanto vuelo inesperadamente surgiendo de un matorral junto a ellos
y ocasionándoles un gran sobresalto. La díscola fortuna hizo que Maite, en ese
momento, pisara una piedra suelta, diera un traspié y se precipitara hacia la
cortada del rio. Jaime no pudo más que ver como Maite y Mauro desaparecían de
su vista. Los gritos de auxilio de Maite se confundían con los de desesperación
de Jaime. Después el silencio, solo el vahído del aire, en el que parecía
perderse el eco de la vida. Lo rompió el gemido de dolor e impotencia de Jaime,
a punto de precipitarse tras ellos. Todo se había originado tan rápido, en
escasas decimas de segundos su vida había dado un vuelco total.
Pero reaccionó
rápidamente y dando un rodeo consiguió en unos minutos alcanzar el lugar donde
se encontraba el cuerpo de Maite. Había rodado entre los matorrales quedando
casi al margen del rio, se encontraba inerte y sangraba por la cabeza,
posiblemente por un fuerte golpe. Pero el cuerpo del pequeño Mauro no se
encontraba junto a ella.
Pasado los días dieron
el último adiós a Maite, pero del pequeño Mauro no habían encontrado rastro
alguno. Escudriñaron palmo a palmo el terreno. Especularon con que al salir
despedido en la caída cayera al rio, crecido en esos días, y fuera arrastrado
por la corriente por lo que buscaron rio abajo, entre las escabrosas rocas o en
sus meandros. Pero todo fue inútil.
Hoy veinte años después
Jaime, mientras camina, va rememorando cuanto aconteció ese día y días
sucesivos con la misteriosa desaparición del pequeño Mauro. Aunque se esforzaba
en recordar la sonrisa de Maite, pícara y contaminante, su mirada alegre en
esos peculiares ojos rajados, que le proporcionaba un cierto aspecto exótico. Y
la inocente carita de Mauro, con los mismos ojos de su madre, sonriendo y
manoteando, enredándose los dedos en la cadenita en la que pendía el chupete y
un colgante con el símbolo de la paz. Abstraído no atisbó la gruesa rama del
roble que invadía el camino y con la que impactó fuertemente con la cabeza,
haciéndole perder el equilibrio y quedando aturdido sobre el mismo.
Sintió que alguien le
hablaba tratando de reanimarle, en ese momento recordó el golpe, lo que
supuestamente le hizo perder el conocimiento. Junto a él un joven, que al
parecer conducía unas reses, trataba
hacerle volver en sí. Algo llamó la atención de Jaime, abrió y cerró varias
veces los ojos, como para cerciorarse de lo que veía. Esos ojos rajados ¡no
podían ser! Pero al inclinarse el joven para ofrecerle agua, observó esa
cadenita alrededor de su cuello y en ella aquel colgante con el símbolo de la
paz, igual al que llevaba el pequeño Mauro aquel fatídico día.
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