La oscuridad
escapaba bajo los árboles y, tras ocultarse en el bosque, se transformó en
sombras. Las últimas nieves de la primavera que aún sobrevivían en las montañas
tiritaron al contacto del sol nuevo. Amanecía.
Fran Kanagan comenzaba dar signos de vida.
Cada día a las siete y media su reloj interior resonaba a las primeras luces
del alba en la habitación alejada de todo que ahora la aurora pintaba como una
mancha gris en medio de la pradera. Una mesa cuadrada se alzaba como centro del
pequeño universo donde se había recluido desde hacía dos años. Tres sillas casi
sin asientos, en los que se podía suponer que un día reinó la enea, y un
armario desvencijado acurrucado en el último rincón del suelo terroso eran todo
el mobiliario de lugar que servía de escondite
y refugio.
Del armario y
por los huecos que dejaban sus puertas, que se habían negado a cerrar a fuerza
de golpes, se adivinaban las señas de lo pudiera ser un pantalón vaquero. Una
bombilla enmohecida por el tiempo
colgaba sin vida del techo que, testigo del holocausto de un millón de
cigarrillos quemados, había cambiado su color original por un amarillo sucio. Por el suelo, como en
huida presurosa, la ropa en desorden reflejaba el desdén de quien la arrojó.
En el otra
esquina de la habitación, la cama y en ella Fran. Cuatro patas de un material
indefinido sostenían un somier cubierto de una manta como única defensa ante
los muelles que deseosos de escapar amenazaban sin rubor su seguridad. A la
derecha una caja de cartón con dos grandes letras roja, A y T, dejaba al
descubierto una pistola aprisionando a
un taco de folios escritos y arrugados que hablaban de su vida.
La única
ventana ocupaba el centro de la pared a los pies de la cama y actuaba a la vez
de respiradero y fuente de luz exterior.
Su escasa capacidad de aislamiento había costado a Fran mas de una tiritera en
las frías noches de invierno.
Nada rompía la degradada atmósfera del lugar;
el vaso con posos de colillas, la botella de ginebra casi vacía o las páginas
de un viejo periódico haciendo las veces
de improvisado mantel para salvaguardar la mesa de inmundicias procedentes de
los restos de comida que se esparcían
aquí y allá, no hacían más que confirmar en lo que se había convertido
la vida de Fran.
De nuevo el
hombre se movió en la cama. Chumba desde el exterior percibió el movimiento y
saludó con dos ladridos a su compañero al que nunca reconoció como su dueño.
Hacía mas de un año que voluntariamente ambos decidieron adoptarse para mitigar
la soledad en la que vivían.
Aunque en
invierno prefería dormir a sus pies compartiendo el calor, el de los cuerpos y
el del fuego de los troncos que Fran colocaba sobre un caldero para mitigar el
rigor de las heladas, en verano era distinto, Chumba, por propia iniciativa,
tomaba cada noche el camino del arroyo para entre las frescas hierbas hacer un
círculo con el cuerpo y, tras humedecer su largo pelo, dormir. Sin embargo su
descanso era un duermevela en el que las
orejas se le izaban a lo largo de la noche cada vez que un sonido,
distinto al que producía el paso del agua del arroyo, delataba la presencia de
un animal que se acercaba a calmar la sed.
Era una magnífica cazadora y en mas de una
ocasión había alegrado el despertar de su amigo colocándose frente a la puerta
con el trofeo entre los dientes y un brillo de
satisfacción en sus los ojos que
preludiaban un sinfín de caricias.
Al cabo de unos
minutos Fran decidió volver al mundo de los vivos. Abrió primero un ojo, como
para asegurarse de donde estaba y se notó aturdido, no por la sensación de
extrañeza del lugar que tenía incrustado en la sangre, sino por la resaca
pesada y deprimente -casi obscena-, que le provocaba una botella de ginebra
bebida a largos tragos la noche anterior, sin tan siquiera la compañía de un
vaso que diera tiempo al reposo entre trago y trago.
Cerró de nuevo
el ojo, quedó en silencio oyendo los latidos de su corazón y la respiración que
por días se volvía mas ruidosa. Un segundo después los abrió bruscamente de par
en par a la luz que comenzaba a entrar veladamente por las rendijas del
ventanuco. A pesar de que aún el sol nacía sintió un dolor profundo en sus
pupilas. Instintivamente los cerró a la vez que sus manos se dirigieron a
cubrirlos.
Minutos mas tarde, ya advertido, los fue
abriendo lentamente; separó las pestañas, encorvó las cejas llenando su frente de arrugas y puso las manos
defendiéndose de las líneas de luz en las que se dibujaban motas de polvo y
microbios entrelazados en un baile frenético.
Eran las ocho
de la mañana del 15 de abril de 1967. Fran extendió
el brazo hacia el suelo y palpó todos y cada uno de los espacios hasta donde
alcanzaba. Cuando desesperaba, rozó con el dedo pulgar el paquete de tabaco y
las cerillas. Los asió con ansias y con gesto mecánico tomó el primer
cigarrillo del día y prendió su punta.
Maldita sea,
dijo con asco.
Lo había
encendido por el extremo de la boquilla y el sabor fue aún peor que el regusto de la borrachera. Arrojó el cigarro
tan lejos como pudo. No hubo chispas ni riesgo de fuego, la boquilla no había
llegado a prender hasta ese punto ni había nada que quemar. Del estómago le
subió una arcada incontrolada que le llenó de saliva la garganta. Escupió al
aire y tragó el resto.
Lentamente se
incorporó. Su cuerpo desnudo aparecía, a pesar de sus cincuenta y tres años,
joven y bien proporcionado. Mesó los rubios y engreñados cabellos, cruzó los
brazos entrelazando las manos por detrás
de la nuca y se estiró. Crujieron sus huesos y por un instante pareció que
todos iban a saltar en pedazos, sin embargo uno a uno fueron volviendo a su sitio.
Fuera, el día
avanzaba sin preocupación. Chumba intranquila. arañaba la puerta que se
resistía a dejarle pasar.
De
nuevo tomó otro cigarrillo poniendo especial cuidado en no volver a
equivocarse: sin mirarlo palpó con la lengua la punta hasta estar seguro.
Prendió la cerilla y con ella el cigarro. Aspiró profundamente, retuvo el humo
en sus pulmones todo lo que pudo y luego lo expulsó en una bocanada que
recorrió la habitación hasta la pared mas lejana. Parte del humo se unió al
baile de los rayos de sol. Fumó sin prisas mientras la ceniza corría a lo largo
del cigarro hasta que, vencida por la gravedad, cayó al suelo y se perdió entre
la suciedad sumándose a ella y desapareciendo.
Fran se alzó sobre sus piernas, con
paso indeciso quiso acercarse hacia el
armario para rescatar el pantalón, pero tuvo que sujetarse a la mesa;
aún su equilibrio estaba por llegar. Cuando se lo colocó no sin
dificultad, se dirigió a la puerta y decidido la empujó hacia el exterior; de
nuevo la luz le hirió las pupilas, pero no sintió ahora el mismo daño, sus ojos
empezaban a acostumbrarse a la claridad. Notó las patas
de Chumba sobre su muslo e instintivamente le acarició la cabeza.
-
Hola chica, estabas impaciente, ¿verdad?.
Tranquila pequeña, ya estoy aquí.- Dijo con tono soñoliento a la vez que hacía
un gesto para acariciarla sin llegar a consumarlo.
La
perra reconoció la voz cavernosa de una mala noche, agradecida lamió las manos
a Fran, ladró dos veces al aire y se apartó.
En
la cercana selva la vida también había levantado el vuelo, miles de criaturas
comenzaban el juego de la existencia, el juego de sobrevivir un día, una hora o
un minuto.
Fran caminó
hacia la minúscula caseta hecha de troncos y cerrada por plásticos que servía de cocina y despensa. Platos, vasos y
cubiertos se apilaban dentro de un barreño, el mismo que le servía para calentar la habitación en
invierno; un grifo goteaba sobre el fregadero que en tiempos debió ser blanco.
Tomó la cafetera con el fondo ennegrecido por mil calentones, la enjuagó y le
puso café. Después la colocó sobre el minúsculo fuego de una hornilla de gas y
encendió otro cigarrillo.
Mientras el
aire se preñaba de olores nuevos bebió el primer sorbo del café amargo al que había terminado
por acostumbrarse. Chumba se alzó moviendo la cola, sabía que en ese momento su
amigo acababa de despertar.
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