En
el verano de 1993, él tenía 38 años y
ella 29. El día que se conocieron en casa de un amigo común, la atracción entre
ellos fue fulminante, todos los presentes pudieron percatarse de los destellos
de esa explosión. Ese día se fundieron los deseos ocultos de ambos. Luis
necesitaba a una mujer que le aportara estabilidad y sentido a su vida, paz a
su mente desdibujada, en definitiva necesitaba amar y ser amado. Ana necesitaba
alguien que le hiciera olvidar el fracaso de su matrimonio, que le aportara
pasión, alegría e ilusión. La dificultad
residía en que Luis quería alcanzar el estado de in perpetuum y Ana vivía
en un estado de carpe diem, no había mañana, solo el día de hoy.
Luis
solo sabía de ella que era la reciente ex mujer de un conocido, era una mujer joven, menudita, delgada, pero
con formas, sus pequeños ojos negros tenían mucha vida y
sobre todo, vio una mujer que irradiaba alegría, serenidad y comprensión. Ana
solo conocía de él que era un tipo raro,
un poco excéntrico, una persona compleja según sus amigos. Sin embargo,
Ana tenía delante un hombre alto, delgado, de pelo negro y barba recortada, a
ella las barbas no le gustaban, pero
reconocía que a él le sentaba bien, vio a un hombre con ojos cansados y boca bien perfilada, no era
guapo, pero era atractivo en conjunto. Lo importante en ese momento no fue el
físico, sino la atracción que surgió desde el primer momento que se rozaron con
el beso de presentación.
La
atracción entre dos personas no hay forma de explicarla, no hay una razón concreta, ni lógica
matemática ni científica, ni ecuaciones emocionales que la puedan definir.Cuando
surge solo tienes que rendirte y dejarte llevar o luchar hasta la muerte contra
ella. No hay forma de concretar porqué, de pronto, nos sentimos absorbidos por
otra persona a la que acabamos de conocer, pero con la cual estamos dispuestos
a compartir nuestro cuerpo, nuestra intimidad, nuestra sensualidad, nuestra
sexualidad, nuestro yo terrenal en estado puro.
Ambos
se buscaron y consiguieron encontrarse dos días después. A los 15 minutos de
verse, con una excusa banal subieron a casa de Luis. Intentaban controlar el
impulso que sentían hacia el otro en un
empeño estéril de conocerse mejor, pero ese autocontrol solo les duró un día
más. A partir de ese día dieron rienda
suelta a la pasión que sentían, aunque los dos desconocían realmente lo que buscaba
el otro, pues las palabras eran borradas por las caricias, la piel erizada, los
besos infinitos, las miradas silenciosas y por el placer intermitente y
constante.
Pasaron
los días y Luis comenzó a desgranarse a sí mismo delante de ella. Ana descubrió
a un hombre inteligente, sensible, divertido, sensual, con un mundo interior
muy complejo, en lucha constante consigo mismo, un hombre maduro que arrastra
complejos infantiles no superados, pero que cuando estaba con ella era capaz de
olvidarlos. Ella sabía escuchar y él necesitaba que lo escuchasen sin prejuicios.
Él
está feliz, no solo porque la tiene a ella, sino porque hasta ahora, no ha
surgido ninguna nimiedad que desemboque en un episodio violento de
consecuencias nefastas, sobre todo para él. Esa sensibilidad extrema le hace ver
fantasmas donde nadie los ve: en una mirada airada, en una palabra inapropiada,
en un gesto insignificante. Desde que Ana forma parte de su vida, nada de eso
ha ocurrido, es capaz de dormir sin tomar pastillas, es capaz de gustarse por
las mañanas, es capaz de aprender a quererse, siente que por fin se acabaron
las terapias, las charlas con el psicólogo, las bajas por depresión, los
desplantes de los amigos hartos de sus paranoias. Ana le ha curado, en poco
tiempo, de todo ello.
Entrado
ya el otoño, en el mes noviembre Luis tenía turno de noche en el hospital, el viernes por la noche Ana queda con una amiga
y sin pensarlo mucho decide irse a la playa con ella a pasar el fin de semana,
intenta avisar a Luis, pero como no tiene el teléfono de su trabajo no le da
más importancia, piensa recompensarlo y recuperar los momentos de placer cuando
él esté de descanso. Ella se va el sábado por la mañana de madrugada, mientras Luis a esa misma hora
está deseando salir del trabajo para estar con ella.
Durante
todo el fin de semana Luis llama a Ana, como no
coge el teléfono, se acerca a
casa de ella y ve que todas
ventanas están cerradas. Nervioso y algo
alterado llama al amigo que los presentó y éste le dice que no sabe donde está Ana, pero intenta tranquilizarlo comentándole que ella está en esa fase de la separación en
el que se actúa por impulsos, seguro que se habrá ido de viaje aprovechando que
él trabajaba. Esta aclaración no serena a Luis, sino que da libertad para que fluyan en su cabeza todo
tipo de hipótesis: si estará con su familia, si habrá tenido un accidente o si
estará con su marido. Lo que le hiere no es que se haya ido, sino que no le
haya avisado, que no haya preocupado de sus sentimientos, no obstante Luis se
centra en no cometer el error de perder el control delante de ella.
El
lunes cuando él sale del hospital, sin
quitarse siquiera la bata blanca se presenta en casa de Ana a las 8 de la mañana. Cuando ella, aún
somnolienta, abre la puerta, se
encuentra con un hombre cuyo cuerpo reconoce, pero no su cara desfigurada por la ira, no obstante ella está
de buen humor.
-
Buenos
días, ¡qué sorpresa!
-
¿Dónde
has estado todo el fin de semana? - Luis grita aunque esa no era su intención.
-
Perdona,
primero se saluda y después no me grites. - Le dice
risueña.
La
tranquilidad socarrona de ella le exaspera todavía más y en lo que dura un suspiro, Luis piensa que se está riendo de
él.
-
¿Dónde
has estado todo el fin de semana? ¡Contéstame de una vez!
Llevo dos días esperando una llamada, una
explicación. - El control sobre sus palabras se iba perdiendo por segundos.
-
Me fui con una amiga a la playa,
intenté avisarte. De todas formas, ya soy mayorcita y no tengo que dar explicaciones
a nadie.
-
¿Qué
no tienes que dar explicaciones a nadie? Entonces, ¿quién te has creído qué soy yo, tu payaso? ¡Eres una niñata estúpida!
Luis había perdido el pulso sobre sí mismo y no sabía cómo parar la
espiral en la que se encontraba, la trasformación se completó cuando Ana le
cerró la puerta en la cara. Apretó el puño y dio un golpe en la puerta mientras gritaba:
-
¡¡Ojalá te mueras, estúpida!!
Ana lo escuchó. No se podía explicar cómo una persona podía transformarse
en otro ser totalmente diferente, él en su trabajo tenía en sus manos a
personas enfermas, cómo podía controlarse. Ella sabía que él estaba bien
considerado en su planta, cómo lo conseguía. Sin embargo a ella no le dolieron
las palabras en sí, sino la ira de su rostro desdibujado por la rabia, los ojos
cansados enrojecidos, las venas de la frente a punto de salirse de su caudal,
la boca bien dibujada mordida por la furia.
Luis en el mismo segundo de pronunciar su frase lapidaria, se
arrepintió. Otra vez su fiera había salido a luz, pero esta vez el riesgo había
sido mayor, había insultado y gritado a la mujer que le había ayudado a
desprenderse, poco a poco, de la parte animal que le comía su parte humana. Se
había perdido delante de la mujer que amaba. Apoyada la cabeza en la puerta de Ana, dijo con un tono tenso y
con lágrimas en los ojos:
-
Lo
siento, mi amor. Por favor perdóname.
Silencio.
-
Por
favor, Ana abre, déjame que te pida
perdón mirándote a los ojos.
Ana sintió que tendría que luchar contra la seducción que sentía,
perdonar a Luis supondría la muerte para su alegría, su neurosis no se iba a
curar solo con amor y comprensión. Ana no podía dejar de sentir pena, ella
sabía que él estaba sufriendo, su víctima era él mismo, no ella. Si abría la
puerta, terminaría perdonándole, harían
el amor como si fuera la última vez y todo comenzaría como si nada, pero
ella perdería la libertad para ser ella
misma y ya no sabría cómo actuar para no herirlo otra vez.
-
Ana
mi amor, te quiero.
Luis se fue, estaba cansado había estado trabajando de noche todo el
fin de semana, necesitaba descansar y pensar con lucidez. Esa mañana ella no abriría la puerta, pero
quizás al día siguiente todo se solucionaría. Ellos se amaban.
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