Cuando Luis entró en el Candela
esa noche, traía consigo la certeza de lo que iba a ser su vida de ahora en
adelante. No más horarios, ni clientes, ni trajes de marca. Había tocado fondo.
No podía más.
Hace algún tiempo, sus amigos le consideraban inteligente,
ingenioso y ocurrente. Un tipo genial. Su ropa elegante le otorgaba cierto aire
de distinción. Era el centro de cualquier reunión de la que formase parte. Las
palabras salían de su boca en cascada. Podía engarzar tantas conversaciones
como le viniera en gana, pues disponía de la verborrea típica del comercial de
vocación.
Era capaz de vender cualquier cosa que caía en sus manos. Las
empresas automovilísticas se lo disputaban. Ofrecía sus servicios al mejor
postor y sellaba los contratos conseguidos en la barra del bar de la empresa
con una copa o dos o más.
Paulatinamente lo que antes era una excusa para cerrar tratos , se
había convertido en una necesidad imperiosa. A medida que aumentaba su cuenta corriente,
su cuerpo se resentía y su salud mermaba.
A duras penas podía levantarse por las mañanas. Luchando contra la
desidia y después de pasar tembloroso por la ducha, una vez afeitado y
trajeado, volvía a recobrar de nuevo el tipo. Y empezaba el rito, lo que ya era
habitual, llegar al trabajo, pasar por el bar cada media hora aunque no hubiese
nada que firmar y volver a su casa haciendo un enorme esfuerzo por permanecer
erguido.
Esa tarde se confirmó el ultimátum que su jefe le había comunicado
reiteradas veces.”Se acabó. No vuelvas.”
Luis no regresó esa noche a su casa. No podía volver como un
desahuciado cuando había salido como un señor. Cogió el coche y se dirigió al
Candela, el garito de los infelices, como a él le gustaba decir.
El Candela era un destino especial en Montequinto. Se le conocía
como sala de fiestas, aunque su contenido difería bastante de esta definición.
Estaba instalado en un polígono industrial anexo al barrio pero no
especialmente separado de este. Encima de la puerta se podía leer su nombre
inscrito con luces de neón.
Todo aquél que entrara allí se veía de pronto envuelto por la
oscuridad. Las tenues luces enmascaraban el aspecto a veces calamitoso de los
clientes.
El local, un espacio cuadrangular, estaba compuesto por tres zonas
perfectamente diferenciadas. En cada zona, a su vez, confluían personas que
tenían circunstancias comunes.
En la pared de la derecha, hacia el centro, se encontraba un
pequeño escenario donde a veces desplegaba su arte algún grupo de flamenquito,
nombre que desprestigia el flamenco, según los entendidos, y que está
concurrido por parejas o grupos de amigos que deciden acabar allí
tranquilamente su salida nocturna.
Al fondo, el espacio lo solía ocupar una reunión de hispanos,
generalmente cubanos que platicaban animadamente olvidando así los sinsabores
de la distancia. Sus cuerpos se movían al son latino de la música enlatada, con
tal destreza y dominio del ritmo que no dejaban lugar a duda sobre su origen.
A la derecha de la entrada al recinto se encontraba una barra de
bambú al estilo del Tropicana que daba paso a unas estanterías repletas de
coloridas y desordenadas botellas de bebidas. Las de ron y aguardientes varios
primaban sobre las demás. Sobre el mostrador, en un recipiente esperaban las
pajitas de sombrillas multicolores para adornar el líquido elemento que
transportaba a los bebedores a otra realidad más acogedora que la que les había
tocado vivir. La zona del bar, la preferida de Luis, era un espacio donde iban
a parar los excluidos, los solitarios, los bohemios, los desencantados, los
perdidos. El humo de los cigarrillos impedía ver con claridad y esto se
agradecía, pues desvanecía algo las ojeras, las huellas de la tristeza, la
soledad y la pena.
En ese punto y hora se acababa para él la etapa de ciudadano
políticamente correcto y comenzaba la de marginado social. –Qué fácil resulta
atravesar la raya roja- Pensó.
Esa noche no fue la última para Luis en el Candela. A partir de
entonces se le puede ver deambular por Montequinto ataviado con una vieja
gabardina negra y un sombrero al estilo Sinatra. Ni aunque su figura se haya
encorvado ligeramente, ni la precariedad de su atuendo ni su tembloroso y
vacilante caminar, consigue borrar la estampa de lo que un día fue.
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