miércoles, 5 de diciembre de 2012

Ocaso, por Carmen Gómez Barceló.


Cuando Luis entró en el Candela esa noche, traía consigo la certeza de lo que iba a ser su vida de ahora en adelante. No más horarios, ni clientes, ni trajes de marca. Había tocado fondo. No podía más.

Hace algún tiempo, sus amigos le consideraban inteligente, ingenioso y ocurrente. Un tipo genial. Su ropa elegante le otorgaba cierto aire de distinción. Era el centro de cualquier reunión de la que formase parte. Las palabras salían de su boca en cascada. Podía engarzar tantas conversaciones como le viniera en gana, pues disponía de la verborrea típica del comercial de vocación.

Era capaz de vender cualquier cosa que caía en sus manos. Las empresas automovilísticas se lo disputaban. Ofrecía sus servicios al mejor postor y sellaba los contratos conseguidos en la barra del bar de la empresa con una copa o dos o más.

Paulatinamente lo que antes era una excusa para cerrar tratos , se había convertido en una necesidad imperiosa. A medida que aumentaba su cuenta corriente, su cuerpo se resentía y su salud mermaba.

A duras penas podía levantarse por las mañanas. Luchando contra la desidia y después de pasar tembloroso por la ducha, una vez afeitado y trajeado, volvía a recobrar de nuevo el tipo. Y empezaba el rito, lo que ya era habitual, llegar al trabajo, pasar por el bar cada media hora aunque no hubiese nada que firmar y volver a su casa haciendo un enorme esfuerzo por permanecer erguido.

Esa tarde se confirmó el ultimátum que su jefe le había comunicado reiteradas veces.”Se acabó. No vuelvas.”

Luis no regresó esa noche a su casa. No podía volver como un desahuciado cuando había salido como un señor. Cogió el coche y se dirigió al Candela, el garito de los infelices, como a él le gustaba decir.

El Candela era un destino especial en Montequinto. Se le conocía como sala de fiestas, aunque su contenido difería bastante de esta definición. Estaba instalado en un polígono industrial anexo al barrio pero no especialmente separado de este. Encima de la puerta se podía leer su nombre inscrito con luces de neón.

Todo aquél que entrara allí se veía de pronto envuelto por la oscuridad. Las tenues luces enmascaraban el aspecto a veces calamitoso de los clientes.

El local, un espacio cuadrangular, estaba compuesto por tres zonas perfectamente diferenciadas. En cada zona, a su vez, confluían personas que tenían circunstancias comunes.

En la pared de la derecha, hacia el centro, se encontraba un pequeño escenario donde a veces desplegaba su arte algún grupo de flamenquito, nombre que desprestigia el flamenco, según los entendidos, y que está concurrido por parejas o grupos de amigos que deciden acabar allí tranquilamente su salida nocturna.

Al fondo, el espacio lo solía ocupar una reunión de hispanos, generalmente cubanos que platicaban animadamente olvidando así los sinsabores de la distancia. Sus cuerpos se movían al son latino de la música enlatada, con tal destreza y dominio del ritmo que no dejaban lugar a duda sobre su origen.

A la derecha de la entrada al recinto se encontraba una barra de bambú al estilo del Tropicana que daba paso a unas estanterías repletas de coloridas y desordenadas botellas de bebidas. Las de ron y aguardientes varios primaban sobre las demás. Sobre el mostrador, en un recipiente esperaban las pajitas de sombrillas multicolores para adornar el líquido elemento que transportaba a los bebedores a otra realidad más acogedora que la que les había tocado vivir. La zona del bar, la preferida de Luis, era un espacio donde iban a parar los excluidos, los solitarios, los bohemios, los desencantados, los perdidos. El humo de los cigarrillos impedía ver con claridad y esto se agradecía, pues desvanecía algo las ojeras, las huellas de la tristeza, la soledad y la pena.

En ese punto y hora se acababa para él la etapa de ciudadano políticamente correcto y comenzaba la de marginado social. –Qué fácil resulta atravesar la raya roja- Pensó.

Esa noche no fue la última para Luis en el Candela. A partir de entonces se le puede ver deambular por Montequinto ataviado con una vieja gabardina negra y un sombrero al estilo Sinatra. Ni aunque su figura se haya encorvado ligeramente, ni la precariedad de su atuendo ni su tembloroso y vacilante caminar, consigue borrar la estampa de lo que un día fue.

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