viernes, 28 de diciembre de 2012

Imagen, por Matilde López de Garayo.


La madre de mi amigo Marco me ha llamado llorando desde el hospital. Ha sufrido un fallo hepático y ha entrado en coma. Sus familiares hace un mes perdieron la esperanza de que llegase un hígado a tiempo, Desde entonces está postrado en la cama, el tono amarillo de su piel ha dado paso a una palidez determinante, sólo alterada por algún hematoma que deja ver el pijama.

Ya estuvo a punto de morirse hace un año. Lo encontré en su casa derrumbado en el suelo, casi ahogado en sus propios vómitos. Hacía una semana que no tenía noticias suyas  y  en cuanto pude cogí las llaves de su apartamento -que hace tiempo me entregó- y me acerqué a verle. Cuando abrí la puerta me lo encontré boca arriba, le puse en posición lateral de seguridad, para no obstaculizar la respiración y que en caso de que hubiera  fluidos drenasen con facilidad.  
 Cuando salió del hospital le advirtieron que si no se desintoxicaba, le quedaba poco tiempo de vida. Le pusieron en lista de espera, pero siempre imaginé que no iban a desperdiciar un órgano para una persona que se está destruyendo voluntariamente.

Estuvo un mes en el centro de rehabilitación. Y cuando salió me juró que era un hombre nuevo, que no volvería a recaer. Le acompañé en alguna ocasión a las reuniones de alcohólicos anónimos, y me hacía creer cuando iba a su casa y me lo encontraba delante del ordenador que estaba trabajando, en un nuevo diseño de una Web, sin embargo hace tiempo que dejé de engañarme, y de hacerme ilusiones de su recuperación. En los últimos meses se había dado por vencido.

Empezó a beber cuando su mujer Mara, murió hace diez años de cáncer. Nunca conocí una persona que estuviera tan enamorada como él. Desde que la conoció supe que le había perdido y aunque seguimos con nuestra amistad, por mi bien me fui alejando de ellos.

Una noche llamaron a mi puerta, era Marcos. Mara había muerto hacía dos días,  llevaba desde entones sin dormir, estaba llorando, y seguía llorando cuando dos horas después, conseguí que descansara a mi lado y reposara su cabeza en mi hombro, lloraba con tanta pena, con tanta desesperación...

Desde entonces se fue dejando poco a poco, aunque dijera que controlaba, yo conocía su embriaguez progresiva y su paulatino abandono. Cuando le visitaba a veces se demoraba en abrirme, yo oía el tintineo de las botellas, abría la puerta, llevaba el pelo mojado, peinado hacia atrás y el olor a enjuague bucal no me engañaba.

Fui descubriendo poco a poco como se le iban acentuándose las ojeras, su delgadez, sus ojos tristes y ausentes.

El proceso de degeneración fue lento pero inexorable, provocando una hepatitis alcohólica y más tarde cirrosis hepática que le produciría la muerte.

He decidido salir un rato a la calle, me asfixio en su habitación. No puedo verle en la cama tan demacrado, desvanecido, con todas las máquinas que le mantienen con vida. No llego a entender como se ha dejado vencer, como no ha sido capaz de controlar sus emociones, de encontrar nuevos alicientes en su vida. No le comprendo, y soy yo la que hoy me encuentro cansada, derrotada, fracasada, tanto esfuerzo en apoyarle y no ha servido de nada. Marcos se está muriendo.   

- ¿Ya te vas Viki? - Me pregunta la madre sin soltarme las manos. Sus ojos denotan  cansancio y tristeza. La tristeza de una madre que lleva mucho tiempo sufriendo y esperando lo inevitable.

- Sí, pero vendré esta noche, y así podrás descansar, llámame al móvil si hay algún cambio - Le doy un beso, y le abandono con su dolor. Sé que me está mirando, y no sé si podría soportar esa imagen, si vuelvo la cara.

No regreso a mi casa, sino que me dirijo a su apartamento, me derrumbo en el sofá y analizo si su vida hubiera sido diferente si Mara no hubiera existido y hubiera seguido conmigo. Miro a mi alrededor y veo el caos de un hombre atormentado, y me digo a mi misma que él nunca me quiso con esa intensidad, pero no sé si yo hubiera permitido que alguien me amase de esa manera extrema.

Me levanto con resignación y me acerco a la ventana. Limpio con la manga la luna casi opaca, lleva tiempo sin limpiarse, como el resto de la casa.

Veo a través del cristal sucio, un plástico, que un día quizás, fue parte de una bolsa. Ahora está apresado en las esqueléticas ramas de un árbol seco, apresado o agarrado.

El viento no lo mueve con suavidad, sino que lo azota con una agresividad en exceso. Sus jirones chocan una y otra vez contra una invisible pared, igual que Marcos y el muro que se ha interpuesto entre él y su vida.

El trozo de plástico se suelta, se ve arrastrado por la fuerza del viento, retrocede y se retuerce, se eleva y sus pedazos quedan prendidos en un árbol, resistiéndose, como mi amigo se aferraba en sus momentos, cada vez más aislados de lucidez, a sus amigos, a  la familia, al débil hilo de pensar que la vida le iba a rescatar de su pozo.

Es una triste imagen, ese trozo de plástico peleándose contra el viento, me imagino  que chilla, un grito ahogado en el silencio, el alarido de la soledad de un agonizante, el último intento para atrapar la vida. Se retuerce contra una áspera rama y después de mil vueltas, convulsiones y movimientos cae por fin inerte a los pies de un hombre que con asco o desprecio lo aleja de sí con la pierna.

Ya no es nada, es merced del viento, forma parte de un remolino, junto a papeles, hojas y polvo. Sólo si Dios quiere, descansara por fin en un olvidado rincón de una apacible calle, vencido.

La música del móvil me despierta de mi abstracción. Me separo de la ventana, hundida  y me dirijo hacia el teléfono. Se me antoja su sonido triste, como si llorase.    

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