miércoles, 26 de diciembre de 2012

Ellene, por José Miguel García.



Me llamo Dominic Terrió, aunque tengo algo más de cincuenta años, sin pecar de inmodestia, puedo decir que conservo cierto atractivo, al menos así me lo han hecho saber no pocas mujeres. Veinticuatro años de mi vida los he pasado en la bolsa de París comprando y vendiendo acciones por encargo de estúpidos millonarios a los que enriquecí sin escrúpulos, y amasando una pequeña fortuna personal Hace unos años, cinco concretamente, dos amagos de infarto me hicieron plantearme el futuro de manera distinta a la que hasta entonces había llevado. Siguiendo las recomendaciones del cardiólogo, y por que mi posición económica me lo permitía, dejé el trabajo, corté todos los lazos afectivos que me unían al pasado y me dispuse a disfrutar de un merecido retiro en una ciudad cerca de mar, para dedicar mi tiempo a lo que siempre me había ilusionado: la escultura.
Uno de mis defectos es que no he sido nunca demasiado sociable, aunque pueda parecer sorprendente por el trabajo al que me dedicaba, para mi ha sido siempre muy importante guardar mi espacio y poder disfrutar de la soledad cuando lo necesito. De hecho me cautivó de esta ciudad donde vivo sus calles desiertas, su largo paseo marítimo y sobre todo, la escasez de visitantes. Ahora ya no es así,  por eso pienso que de no variar radicalmente esta situación, es muy probable que dentro de poco haga las maletas y me vaya en busca de un lugar perdido donde pueda curar las heridas por las que hoy sufro. Si algo me detuvo hasta ahora fue Elene, pero desde hace unas horas el ancla que unía nuestros destinos ha roto  amarras.     
  Quisiera pasar página de este mal momento, pero no puedo, el recuerdo de cómo la conocí vuelve una vez y otra en un bucle interminable. Cierro los ojos y veo, como si ocurriera hoy, cada detalle de aquella tarde del último verano. Una de esas escasas tardes agradables que parecen adelantarse al otoño. Las nubes se habían acercado desde el norte alejando el bochorno de la última semana.  Fue precisamente el aspecto del cielo, que parecía preludiar un típico  chaparrón de agosto, el que me animó a salir con el secreto deseo de recuperar el olor a tierra mojada que tanto me agrada. Además pensé que era una buena ocasión para retomar la recomendación del cardiólogo de caminar al menos una hora diaria para mejorar la salud del corazón.
   Calcé unos mocasines cómodos, un pantalón blanco y polo marinero que me daban un cierto aspecto juvenil. Tras un vistazo en el espejo, que sólo sirvió para descubrir como las canas empezaban a blanquear en demasía las sienes, salí de casa y a paso tranquilo me encaminé hacia el mercado provenzal. Al llegar, deseché la idea de entrar por el nutrido gentío que colmaba los puestos. Aunque no tengo demasiadas manías, esta es una, por eso siempre que es posible evito las multitudes.
Tras cambiar de rumbo, me detuve a comprar el periódico en la librería donde suelo hacerlo, y con él bajo el brazo encaré el paseo marítimo. Después de una hora caminando a buen ritmo, algo fatigado por el esfuerzo, creí que era un buen momento para tomar un refresco ya que, aunque no hacía calor, el recorrido me había dado sed. Tomé asiento en unas de las sillas de mimbre con amplio respaldo que aquel día habían situado en una esquina del paseo, a cubierto del aire que se había levantado. Tras pedir al camarero un zumo de naranja y observar que era el único cliente, me dispuse a enfrascarme en la lectura de los titulares del periódico.
         Iba a hacerlo cuando llamó mi atención una pareja que se acercaba. En realidad quien llamó mi atención fue la mujer: una chica de larga melena negra a quien le calculé menos de veinticinco años, subida en unos tacones de vértigo y vistiendo un corto traje rojo que ceñía con un cinturón a juego. Tenía un aspecto en extremo llamativa, incluso provocadora, pero en conjunto resultaba muy agradable. Centré la mirada en su rostro e inmediatamente mi vista se perdió en los ojos: dos perlas verdes que parecían iluminar su alrededor. Ya más cerca, la volví a mirar, pero esta vez de soslayo, para descubrir sobre su frente un rictus de molestia que me hizo pensar que estaba enojada. Al llegar a la mesa contigua a la que yo ocupaba, retiró la silla y se sentó con algo de brusquedad, pero un instante después cruzó las piernas con tal delicadeza y maestría que sentí que el mundo se detenía. Rápidamente el  camarero acudió solícito acudió preguntado que deseaban..
        El hombre que le acompañaba ocupó su asiento casi a hurtadillas. Hasta ese momento no había reparado en él, tal había sido el impacto que me había producido la chica. Aquel hombre debía rondar los cuarenta, bien vestido, con traje claro y corbata azul, destacando especialmente su altura inusual; debía superarme en mas de quince centímetros a pesar de que no soy bajo. Ella pidió amablemente una granizada y él, con un tono que me pareció de resignación, una tónica sin limón.           
    Mientras el camarero les servía, la atmósfera cargada de electricidad que se captaba entre ambos, me dio la sensación  de que iba a desatar una tormenta. Acerté,  bruscamente la chica espetó agriamente: “Eres un estúpido idiota”... seguido de: “ Esta no te la perdono. Como no lo arregles no quiero saber mas de ti”. Aunque lo esperaba, no dejó de sorprenderme. De alguna forma me sentí mal al haberme convertido en espectador de algo que no me había propuesto, sin embargo no me levanté y me marché, sino que disimule tapándome el rostro con el periódico como si intentara hacerme invisible.
               Al verla llegar pensé que era una de esas chicas tan guapas como tontas y no niego que, por un instante, envidié al tipo que le acompañaba, lo último que podía imaginar es que fuera capaz de intimidar a aquel hombretón que permanecía en silencio observando la bebida.
     Pasé la hoja del periódico como que si hubiera finalizado la lectura de la página, una forma de engañar las reglas con las que me educaron y, también y en especial, para evitar que mis contertulios se sintieran espiados, porque de ser así podrían haber puesto fin a lo que en esos momentos centraba todo mi interés.
    A decir verdad, mi presencia, a menos de un metro de la pareja, no parecía importarles demasiado, particularmente a ella, porque no aminoró ni en el tono ni en la intensidad de sus insultos.          
    - Todo un carácter-, musité por lo bajo.
               Cuando creí que había descargado su malhumor y que la situación empezaba a reconducirse, bastó que el tipo abriera la boca con intención de decir algo parecido a una disculpa, para que ella se levantara con tal ímpetu que a punto estuvieron los vasos de irse al suelo. Dejándolo con la frase a medio pronunciar, se marchó, no sin antes dedicarme una sonrisa que me desarmó completamente.
     Reconozco que tan impresionado quedé que a punto estuve de perder la compostura, algo que jamás me había ocurrido; siempre he sido capaz de reprimir mis instinto, sin embargo aquello me superó. Quedé borracho de deseo al verla marchar agitando el bolso junto a su cuerpo perfecto, hipnotizado por la sonrisa y por el balanceo de la larga melena negra, que parecía haberse acompasado con los latidos de mi corazón. La visión de una vestal griega o de una amazona sobre un unicornio no me hubiera producido tanta zozobra  como el que sentí en aquellos instantes. De haber tenido veinte años menos hubiera corrido tras ella, pero no lo hice.
        Lamentándolo, cerré los ojos y quise eliminar, no sin esfuerzo, la ansiedad que me envolvía. Respiré profundamente y algo más relajado intenté, aun sabiendo que era  tarea imposible, centrarme en el periódico. Al volver una hoja del diario me topé de frente con la mirada del acompañante que, sin dudarlo, se dirigió a mi diciendo:
   Tan preciosa como una tormenta en la montaña,  ¿verdad?
   Sí, - contesté titubeando y sin pensar.
   Así es ella, le aseguro que un cuchillo de doble filo escudriñando la garganta de un hombre sería menos peligroso - respondió con amargura mientras yo notaba subir el calor a mis mejillas al sentirme descubierto.
    Va, no se preocupe. Esa mujer llama la atención incluso cuando duerme, estoy más que acostumbrado. Por si le interesa, no soy su novio.- contestó guiñando un ojo en señal de complicidad.
   Lo lamento, no era mi intención inmiscuirme en sus asuntos, pero no he podido evitar...- dije excusándome.
   No tiene importancia, se adelantó cortando mi disculpa. Ya se que no ha podido evitar oírnos, de hecho ella no ha hablado, ha gritado como siempre que no consigue lo que quiere,- continuó mientras apuraba su vaso.
    Jacques Derriort, representante de artistas,- dijo al cabo de unos segundos alargándome  la mano.
   Dominic Terrior, - contesté ofreciéndole la mía sin darle mas detalles.
   Jacques se levantó de la mesa, dejó unos francos  y tocándose la frente a modo de saludo se despidió:
     - Encantado señor. Por cierto, la chica se llama Elene Armond, una posible estrella si se deja aconsejar; por si le interesa esta semana actúa en el teatro central.
     Silbando una canción, Jacques encaminó sus pasos hacia donde la chica se había marchado. Aún turbado por los acontecimientos, me recosté sobre el asiento y así estuve durante un largo rato pensando en Elene.
     La tarde empezaba a decaer con la rapidez del final de agosto, un golpe de brisa húmeda me erizó la piel y me dispuse a marchar, tenía algunas cosas pendientes que no podían esperar. Llamé al camarero y pagué la cuenta. Al ir a doblar el periódico vi con asombro la foto de Elene en la contraportada. Por un segundo quedé petrificado con el corazón galopando al borde del infarto.
      Aunque no soy un hombre imprudente, reconozco que dejando atrás toda lógica, busqué el teléfono del teatro y desde la misma cafetería reservé un palco para aquella noche. De camino a casa tracé un plan simple para conocerla: buscaría a Jacques y le rogaría que me presentara tras la función Si la suerte acompañaba tal vez Elene aceptaría una invitación para cenar aquella noche. Para ayudar a la suerte, entré en una floristería y le encargué el ramo de rosas más hermoso que jamás he regalado a ninguna mujer.
       La nota de Elene, que aún sostengo entre las manos, es la causa de la melancolía que me invade. La he leído cien veces esperando encontrar un detalle para la esperanza, pero no lo hay. Como si fuera una nota oficial me da las gracias por los meses que pasamos juntos y confirma que ha partido para Estados Unidos sin intención de volver.
           Estoy mirando el mar tras la cristalera del estudio rodeado de un busto de ella a medio terminar, un tronco arde en la chimenea mientras noviembre cumple sus últimas horas. Todo parece estar envuelto en un halo de tristeza, pero se que esa pesadumbre no es más que la prolongación de mi propio abatimiento al haberla perdido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario