Me llamo Dominic Terrió, aunque tengo algo más de cincuenta años, sin pecar de inmodestia, puedo decir que conservo cierto atractivo, al menos así me lo han hecho saber no pocas mujeres. Veinticuatro años de mi vida los he pasado en la bolsa de París comprando y vendiendo acciones por encargo de estúpidos millonarios a los que enriquecí sin escrúpulos, y amasando una pequeña fortuna personal Hace unos años, cinco concretamente, dos amagos de infarto me hicieron plantearme el futuro de manera distinta a la que hasta entonces había llevado. Siguiendo las recomendaciones del cardiólogo, y por que mi posición económica me lo permitía, dejé el trabajo, corté todos los lazos afectivos que me unían al pasado y me dispuse a disfrutar de un merecido retiro en una ciudad cerca de mar, para dedicar mi tiempo a lo que siempre me había ilusionado: la escultura.
Uno de mis defectos es que no he sido nunca
demasiado sociable, aunque pueda parecer sorprendente por el trabajo al que me
dedicaba, para mi ha sido siempre muy importante guardar mi espacio y poder
disfrutar de la soledad cuando lo necesito. De hecho me cautivó de esta ciudad
donde vivo sus calles desiertas, su largo paseo marítimo y sobre todo, la
escasez de visitantes. Ahora ya no es así,
por eso pienso que de no variar radicalmente esta situación, es muy
probable que dentro de poco haga las maletas y me vaya en busca de un lugar
perdido donde pueda curar las heridas por las que hoy sufro. Si algo me detuvo
hasta ahora fue Elene, pero desde hace unas horas el ancla que unía nuestros
destinos ha roto amarras.
Quisiera pasar página de este mal momento,
pero no puedo, el recuerdo de cómo la conocí vuelve una vez y otra en un bucle
interminable. Cierro los ojos y veo, como si ocurriera hoy, cada detalle de
aquella tarde del último verano. Una de esas escasas tardes agradables que
parecen adelantarse al otoño. Las nubes se habían acercado desde el norte
alejando el bochorno de la última semana.
Fue precisamente el aspecto del cielo, que parecía preludiar un
típico chaparrón de agosto, el que me
animó a salir con el secreto deseo de recuperar el olor a tierra mojada que tanto
me agrada. Además pensé que era una buena ocasión para retomar la recomendación
del cardiólogo de caminar al menos una hora diaria para mejorar la salud del
corazón.
Calcé unos mocasines cómodos, un pantalón
blanco y polo marinero que me daban un cierto aspecto juvenil. Tras un vistazo
en el espejo, que sólo sirvió para descubrir como las canas empezaban a
blanquear en demasía las sienes, salí de casa y a paso tranquilo me encaminé
hacia el mercado provenzal. Al llegar, deseché la idea de entrar por el nutrido
gentío que colmaba los puestos. Aunque no tengo demasiadas manías, esta es una,
por eso siempre que es posible evito las multitudes.
Tras cambiar
de rumbo, me detuve a comprar el periódico en la librería donde suelo hacerlo,
y con él bajo el brazo encaré el paseo marítimo. Después de una hora caminando
a buen ritmo, algo fatigado por el esfuerzo, creí que era un buen momento para
tomar un refresco ya que, aunque no hacía calor, el recorrido me había dado
sed. Tomé asiento en unas de las sillas de mimbre con amplio respaldo que aquel
día habían situado en una esquina del paseo, a cubierto del aire que se había
levantado. Tras pedir al camarero un zumo de naranja y observar que era el
único cliente, me dispuse a enfrascarme en la lectura de los titulares del
periódico.
Iba a hacerlo cuando llamó mi atención
una pareja que se acercaba. En realidad quien llamó mi atención fue la mujer:
una chica de larga melena negra a quien le calculé menos de veinticinco años,
subida en unos tacones de vértigo y vistiendo un corto traje rojo que ceñía con
un cinturón a juego. Tenía un aspecto en extremo llamativa, incluso
provocadora, pero en conjunto resultaba muy agradable. Centré la mirada en su
rostro e inmediatamente mi vista se perdió en los ojos: dos perlas verdes que
parecían iluminar su alrededor. Ya más cerca, la volví a mirar, pero esta vez
de soslayo, para descubrir sobre su frente un rictus de molestia que me hizo
pensar que estaba enojada. Al llegar a la mesa contigua a la que yo ocupaba,
retiró la silla y se sentó con algo de brusquedad, pero un instante después
cruzó las piernas con tal delicadeza y maestría que sentí que el mundo se
detenía. Rápidamente el camarero acudió
solícito acudió preguntado que deseaban..
El hombre que le acompañaba ocupó su
asiento casi a hurtadillas. Hasta ese momento no había reparado en él, tal
había sido el impacto que me había producido la chica. Aquel hombre debía
rondar los cuarenta, bien vestido, con traje claro y corbata azul, destacando
especialmente su altura inusual; debía superarme en mas de quince centímetros a
pesar de que no soy bajo. Ella pidió amablemente una granizada y él, con un
tono que me pareció de resignación, una tónica sin limón.
Mientras
el camarero les servía, la atmósfera cargada de electricidad que se captaba
entre ambos, me dio la sensación de que
iba a desatar una tormenta. Acerté,
bruscamente la chica espetó agriamente: “Eres un estúpido idiota”...
seguido de: “ Esta no te la perdono. Como no lo arregles no quiero saber mas de
ti”. Aunque lo esperaba, no dejó de sorprenderme. De alguna forma me sentí mal
al haberme convertido en espectador de algo que no me había propuesto, sin
embargo no me levanté y me marché, sino que disimule tapándome el rostro con el
periódico como si intentara hacerme invisible.
Al
verla llegar pensé que era una de esas chicas tan guapas como tontas y no niego
que, por un instante, envidié al tipo que le acompañaba, lo último que podía
imaginar es que fuera capaz de intimidar a aquel hombretón que permanecía en
silencio observando la bebida.
Pasé la hoja del periódico como que si hubiera
finalizado la lectura de la página, una forma de engañar las reglas con las que
me educaron y, también y en especial, para evitar que mis contertulios se sintieran
espiados, porque de ser así podrían haber puesto fin a lo que en esos momentos
centraba todo mi interés.
A
decir verdad, mi presencia, a menos de un metro de la pareja, no parecía
importarles demasiado, particularmente a ella, porque no aminoró ni en el tono
ni en la intensidad de sus insultos.
- Todo
un carácter-, musité por lo bajo.
Cuando
creí que había descargado su malhumor y que la situación empezaba a
reconducirse, bastó que el tipo abriera la boca con intención de decir algo parecido
a una disculpa, para que ella se levantara con tal ímpetu que a punto
estuvieron los vasos de irse al suelo. Dejándolo con la frase a medio
pronunciar, se marchó, no sin antes dedicarme una sonrisa que me desarmó
completamente.
Reconozco que tan impresionado quedé que a
punto estuve de perder la compostura, algo que jamás me había ocurrido; siempre
he sido capaz de reprimir mis instinto, sin embargo aquello me superó. Quedé
borracho de deseo al verla marchar agitando el bolso junto a su cuerpo perfecto,
hipnotizado por la sonrisa y por el balanceo de la larga melena negra, que
parecía haberse acompasado con los latidos de mi corazón. La visión de una
vestal griega o de una amazona sobre un unicornio no me hubiera producido tanta
zozobra como el que sentí en aquellos
instantes. De haber tenido veinte años menos hubiera corrido tras ella, pero no
lo hice.
Lamentándolo, cerré los ojos y quise
eliminar, no sin esfuerzo, la ansiedad que me envolvía. Respiré profundamente y
algo más relajado intenté, aun sabiendo que era
tarea imposible, centrarme en el periódico. Al volver una hoja del
diario me topé de frente con la mirada del acompañante que, sin dudarlo, se
dirigió a mi diciendo:
–
Tan preciosa como una tormenta en la
montaña, ¿verdad?
–
Sí, - contesté titubeando y sin pensar.
–
Así es ella, le aseguro que un cuchillo de doble
filo escudriñando la garganta de un hombre sería menos peligroso - respondió
con amargura mientras yo notaba subir el calor a mis mejillas al sentirme
descubierto.
–
Va, no se
preocupe. Esa mujer llama la atención incluso cuando duerme, estoy más que
acostumbrado. Por si le interesa, no soy su novio.- contestó guiñando un ojo en
señal de complicidad.
–
Lo lamento, no era mi intención inmiscuirme en
sus asuntos, pero no he podido evitar...- dije excusándome.
–
No tiene importancia, se adelantó cortando mi
disculpa. Ya se que no ha podido evitar oírnos, de hecho ella no ha hablado, ha
gritado como siempre que no consigue lo que quiere,- continuó mientras apuraba
su vaso.
–
Jacques Derriort,
representante de artistas,- dijo al cabo de unos segundos alargándome la mano.
–
Dominic Terrior, - contesté ofreciéndole la mía
sin darle mas detalles.
Jacques se levantó de la mesa, dejó unos francos y tocándose la frente a modo de saludo se
despidió:
- Encantado señor. Por cierto, la chica se
llama Elene Armond, una posible estrella si se deja aconsejar; por si le
interesa esta semana actúa en el teatro central.
Silbando una canción, Jacques encaminó sus
pasos hacia donde la chica se había marchado. Aún turbado por los
acontecimientos, me recosté sobre el asiento y así estuve durante un largo rato
pensando en Elene.
La tarde empezaba a decaer con la rapidez
del final de agosto, un golpe de brisa húmeda me erizó la piel y me dispuse a
marchar, tenía algunas cosas pendientes que no podían esperar. Llamé al
camarero y pagué la cuenta. Al ir a doblar el periódico vi con asombro la foto
de Elene en la contraportada. Por un segundo quedé petrificado con el corazón
galopando al borde del infarto.
Aunque no soy un hombre imprudente,
reconozco que dejando atrás toda lógica, busqué el teléfono del teatro y desde
la misma cafetería reservé un palco para aquella noche. De camino a casa tracé
un plan simple para conocerla: buscaría a Jacques y le rogaría que me
presentara tras la función Si la suerte acompañaba tal vez Elene aceptaría una
invitación para cenar aquella noche. Para ayudar a la suerte, entré en una
floristería y le encargué el ramo de rosas más hermoso que jamás he regalado a
ninguna mujer.
La nota de Elene, que aún sostengo entre
las manos, es la causa de la melancolía que me invade. La he leído cien veces
esperando encontrar un detalle para la esperanza, pero no lo hay. Como si fuera
una nota oficial me da las gracias por los meses que pasamos juntos y confirma
que ha partido para Estados Unidos sin intención de volver.
Estoy mirando el mar tras la
cristalera del estudio rodeado de un busto de ella a medio terminar, un tronco
arde en la chimenea mientras noviembre cumple sus últimas horas. Todo parece
estar envuelto en un halo de tristeza, pero se que esa pesadumbre no es más que
la prolongación de mi propio abatimiento al haberla perdido.
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