lunes, 10 de diciembre de 2012

Donde se queman los recuerdos, por Matilde López de Garayo.


-¡Se respira tanta tranquilidad!,¿Cómo no aprovechas la casa para venir algún fin de semana?, ¡Es preciosa, y con esta estupenda chimenea!,¡Es un lujo!, No sabes lo que tienes – Me comenta Felipe mientras trata apasionadamente de encender por primera vez una candela.

Ha seguido al pie de la letra mis instrucciones. Primeros los papeles arrugados, después los palos amontonados sin que se apilen unos encima de otros para que el fuego respire y no se ahogue. Entre ellos algún trozo de pastilla de esas que sirven para encender. Le cedo el placer de acercar la primera cerilla a los troncos. El fuego despierta poco a poco, al principio hay que vigilarlo para comprobar que ha prendido bien.

Mi amigo mueve algún palo para que le llegue más fácilmente las primeras llamas tímidas. A nuestro alrededor un silencio absoluto, sólo roto por ese ruido tan peculiar de las tenazas al dar contra las losetas de terrazo con vetas verdes, o el de la caída de los palos uno encima de otro. Llega a mi nariz el olor a madera de olivo quemándose, y es en ese momento cuando me traslado al pasado.

A esas tardes apacibles de invierno cuando mis primos y yo nos sentábamos en la cocina cerca de la chimenea. Antonia nuestra niñera en medio de todos los críos nos leía cuentos. Cuentos inmortalizados en un libro de tapas duras, de hojas amarillentas, y dibujos a plumilla de duendes, castillos y hermosas princesas, con sombreros altos, una estola al viento y con trajes largos de apariencia aterciopelada.
El continuo crujir de la madera, y el frío que se adivina  tras los balcones cerrados, me hacen recordar a mi madre y tías, intentando sujetarnos para ver si nos habíamos calzado con las botas de campo, puesto el pantalón del pijama debajo de los de pana, dos pares de calcetines, los guantes, la bufanda, el gorro. Cuando terminaba la estricta revisión, algunos de mis primos se tocaban la nuca debido las collejas que le habían descargado sus madres, al no estarse quietos.

Una vez listos, mi padre nos ponía en fila india de menor a mayor, para salir a la calle. Nos cogíamos de la mano de dos en dos, yo siempre  agarrada a mi primo Miguel. Así comenzábamos la aventura de ir a la solitaria estación, que se encontraba a cuatro kilómetros, en una hondonada, rodeada de un inmenso mar de olivos. Las calles empedradas, con hierba a su alrededor debido a la humedad de la campiña, saludaban a tan insigne procesión de niños.

Intentábamos esquivar las boñigas que dejaban las mulas y los burros a su paso, y medio cerrábamos la nariz a modo de filtro para impedir el olor  a excrementos,  y seguir oliendo, sin embargo, el aroma del pan horneado que salía de las casas encaladas.

En nuestros bolsillos algunas monedas para ponerlas en las vías del tren, bajo la supervisión de mi padre y primos mayores,  y esperar a que las pesadas ruedas del tren las aplastara. Recordando esas imágenes veo los vagones alejarse, y correr hacia las vías en busca de nuestro tesoro más plano. Rebuscábamos entre las piedras cercanas a los raíles y chillábamos de alegría cada vez que encontrábamos una moneda, acariciábamos la superficie aún caliente por la fricción y asombrados veíamos que los grabados habían desaparecido. Nos movíamos de un lado a otro como los pajarillos cuando se les echan migas de pan.    

Las chispas azuladas, rojas, amarillas y verdes,  que ahora reinan en el interior de la chimenea traen a mi memoria aquellos papelillos redondos y diminutos, que llovían sobre nuestras cabezas en Noche Buena, la serpentina enrollándose en nuestros pies y mi madre regañándonos porque con nuestros juegos nos acercábamos demasiado a la chimenea.

Recuerdo la  gran bandeja de dulces envueltos en vistosos colores, y las apuestas de todos nosotros, a cuál más travieso, a ver quien osaba robar un mantecado antes de comer. ¡Claro! Que nuestras madres se encargaban de poner tan apetitoso objetivo fuera de nuestro alcance. 

El sonido esporádico que producen las ramas al chocar en la persiana del balcón me hacen revivir unas voces lejanas infantiles que con cierto temor cuchicheaban cerca del majestuoso piano. Unas pequeñas manos acariciando la madera barnizada y brillante. El ruido quejoso de la tapa al levantarla con sigilo y unos deditos presionando con temor las teclas. Arrancar un par de notas desafiadas y el eco del sonido ahogándose entre risitas, susurros y carreras hacia sitios escondidos. Antes de que llegase  Antonia con fingido enfado, el salón se había quedado desierto.

Miro la mesa donde descansan dos copas y una botella de vino. La  misma mesa  donde reposaban platos, vasos, cubiertos y demás utensilios que se necesitaban en las comidas de las fiestas. Todos los primos nos juntábamos a comer, en una gran mesa que según me contaron pertenecía al abuelo de mi madre. Los mayores comían a parte, como si quisieran protegernos de sus problemas, de sus preocupaciones y tensiones encubiertas.

Estoy sentada, con mi espalda inclinada hacia delante, los brazos apoyados en las piernas y mi cabeza descansando en mis manos. Mi amigo guarda silencio, ensimismado como yo, pero en sus historias. No hablamos, nos limitamos a estar. Miro al fondo y veo que todo ha cambiado, que la chimenea sólo ha sido el hilo conductor entre mi presente y mi niñez.    

Cuando contaba veintitantos años en uno de mis viajes, encontré el piano apolillado  en un rincón del desván. Y descubrí con consternación como la madera que se estaba quemando pertenecía a aquella mesa donde dábamos la bienvenida al Año Nuevo. Aquella que fue testigo de tantos momentos agradables y felices se consumía lentamente en la chimenea. Incluso ésta no se libraba del paso del tiempo, el hogar estaba ennegrecido y la garganta seguro, que estaría saturada de hollín. En la cenefa de cerámica que adornaba la campana descubrí algunos mosaicos rajados o desaparecidos.

Parecía que de aquellos años de mi niñez sólo me quedaba la chimenea y sus llamas bailonas, se guardaban para sí los relatos contados y las historias vividas.

La casa de mis abuelos se tiró y se construyeron pisos, en uno de ellos me encuentro ahora. Mis padres no pudieron renunciar a la lumbre y aquí estoy en una tarde apacible sentaba cerca ella, veo danzar las chispas y al igual mis recuerdos saltan, de un lado a otro de mi cabeza, dándole calor y a la vez quemando mis emociones.

Felipe rellena las copas, me tiende una y en silencio brindamos.

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