-¡Se respira tanta tranquilidad!,¿Cómo no
aprovechas la casa para venir algún fin de semana?, ¡Es preciosa, y con esta
estupenda chimenea!,¡Es un lujo!, No sabes lo que tienes – Me comenta Felipe
mientras trata apasionadamente de encender por primera vez una candela.
Ha seguido al pie de la letra mis
instrucciones. Primeros los papeles arrugados, después los palos amontonados
sin que se apilen unos encima de otros para que el fuego respire y no se
ahogue. Entre ellos algún trozo de pastilla de esas que sirven para encender.
Le cedo el placer de acercar la primera cerilla a los troncos. El fuego
despierta poco a poco, al principio hay que vigilarlo para comprobar que ha
prendido bien.
Mi amigo mueve algún palo para que le llegue
más fácilmente las primeras llamas tímidas. A nuestro alrededor un silencio
absoluto, sólo roto por ese ruido tan peculiar de las tenazas al dar contra las
losetas de terrazo con vetas verdes, o el de la caída de los palos uno encima
de otro. Llega a mi nariz el olor a madera de olivo quemándose, y es en ese
momento cuando me traslado al pasado.
A esas tardes apacibles de invierno cuando
mis primos y yo nos sentábamos en la cocina cerca de la chimenea. Antonia
nuestra niñera en medio de todos los críos nos leía cuentos. Cuentos
inmortalizados en un libro de tapas duras, de hojas amarillentas, y dibujos a
plumilla de duendes, castillos y hermosas princesas, con sombreros altos, una
estola al viento y con trajes largos de apariencia aterciopelada.
El continuo crujir de la madera, y el frío
que se adivina tras los balcones
cerrados, me hacen recordar a mi madre y tías, intentando sujetarnos para ver
si nos habíamos calzado con las botas de campo, puesto el pantalón del pijama
debajo de los de pana, dos pares de calcetines, los guantes, la bufanda, el
gorro. Cuando terminaba la estricta revisión, algunos de mis primos se tocaban
la nuca debido las collejas que le habían descargado sus madres, al no estarse
quietos.
Una vez listos, mi padre nos ponía en fila
india de menor a mayor, para salir a la calle. Nos cogíamos de la mano de dos
en dos, yo siempre agarrada a mi primo
Miguel. Así comenzábamos la aventura de ir a la solitaria estación, que se
encontraba a cuatro kilómetros, en una hondonada, rodeada de un inmenso mar de
olivos. Las calles empedradas, con hierba a su alrededor debido a la humedad de
la campiña, saludaban a tan insigne procesión de niños.
Intentábamos esquivar las boñigas que dejaban
las mulas y los burros a su paso, y medio cerrábamos la nariz a modo de filtro
para impedir el olor a excrementos, y seguir oliendo, sin embargo, el aroma del
pan horneado que salía de las casas encaladas.
En nuestros bolsillos algunas monedas para
ponerlas en las vías del tren, bajo la supervisión de mi padre y primos
mayores, y esperar a que las pesadas
ruedas del tren las aplastara. Recordando esas imágenes veo los vagones
alejarse, y correr hacia las vías en busca de nuestro tesoro más plano.
Rebuscábamos entre las piedras cercanas a los raíles y chillábamos de alegría
cada vez que encontrábamos una moneda, acariciábamos la superficie aún caliente
por la fricción y asombrados veíamos que los grabados habían desaparecido. Nos
movíamos de un lado a otro como los pajarillos cuando se les echan migas de pan.
Las
chispas azuladas, rojas, amarillas y verdes,
que ahora reinan en el interior de la chimenea traen a mi memoria
aquellos papelillos redondos y diminutos, que llovían sobre nuestras cabezas en
Noche Buena, la serpentina enrollándose en nuestros pies y mi madre
regañándonos porque con nuestros juegos nos acercábamos demasiado a la
chimenea.
Recuerdo
la gran bandeja de dulces envueltos en
vistosos colores, y las apuestas de todos nosotros, a cuál más travieso, a ver
quien osaba robar un mantecado antes de comer. ¡Claro! Que nuestras madres se
encargaban de poner tan apetitoso objetivo fuera de nuestro alcance.
El
sonido esporádico que producen las ramas al chocar en la persiana del balcón me
hacen revivir unas voces lejanas infantiles que con cierto temor cuchicheaban
cerca del majestuoso piano. Unas pequeñas manos acariciando la madera barnizada
y brillante. El ruido quejoso de la tapa al levantarla con sigilo y unos
deditos presionando con temor las teclas. Arrancar un par de notas desafiadas y
el eco del sonido ahogándose entre risitas, susurros y carreras hacia sitios
escondidos. Antes de que llegase Antonia
con fingido enfado, el salón se había quedado desierto.
Miro
la mesa donde descansan dos copas y una botella de vino. La misma mesa donde reposaban platos, vasos, cubiertos y
demás utensilios que se necesitaban en las comidas de las fiestas. Todos los
primos nos juntábamos a comer, en una gran mesa que según me contaron
pertenecía al abuelo de mi madre. Los mayores comían a parte, como si quisieran
protegernos de sus problemas, de sus preocupaciones y tensiones encubiertas.
Estoy
sentada, con mi espalda inclinada hacia delante, los brazos apoyados en las
piernas y mi cabeza descansando en mis manos. Mi amigo guarda silencio,
ensimismado como yo, pero en sus historias. No hablamos, nos limitamos a estar.
Miro al fondo y veo que todo ha cambiado, que la chimenea sólo ha sido el hilo
conductor entre mi presente y mi niñez.
Cuando
contaba veintitantos años en uno de mis viajes, encontré el piano
apolillado en un rincón del desván. Y
descubrí con consternación como la madera que se estaba quemando pertenecía a
aquella mesa donde dábamos la bienvenida al Año Nuevo. Aquella que fue testigo
de tantos momentos agradables y felices se consumía lentamente en la chimenea.
Incluso ésta no se libraba del paso del tiempo, el hogar estaba ennegrecido y
la garganta seguro, que estaría saturada de hollín. En la cenefa de cerámica
que adornaba la campana descubrí algunos mosaicos rajados o desaparecidos.
Parecía
que de aquellos años de mi niñez sólo me quedaba la chimenea y sus llamas
bailonas, se guardaban para sí los relatos contados y las historias vividas.
La
casa de mis abuelos se tiró y se construyeron pisos, en uno de ellos me
encuentro ahora. Mis padres no pudieron renunciar a la lumbre y aquí estoy en
una tarde apacible sentaba cerca ella, veo danzar las chispas y al igual mis
recuerdos saltan, de un lado a otro de mi cabeza, dándole calor y a la vez
quemando mis emociones.
Felipe
rellena las copas, me tiende una y en silencio brindamos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario