lunes, 10 de diciembre de 2012

Redacción: mis cinco sentidos, por María del Mar Quesada.


Por fuera era una casa de campo como tantas otras en Andalucía, orientada al  sur, encalada, con solo dos ventanas  pintadas de verde carruaje y  la parra delante de la puerta que hacía las veces de porche en verano. La diferencia estaba en el interior, allí vivían mis abuelos. 

Desde la puerta gruesa de madera y herrajes oxidados se accedía a una pequeña estancia cuadrada, un mueble aparador de marquetería con un gran espejo  ocupaba la pared, era lo más lujoso de toda la casa donde evidentemente se guardaba el tesoro, el ajuar; seis copitas para los licores y las botellas de licor, las fuentes blancas con un filo dorado que no de oro, el juego de café de porcelana con la flor en el fondo, las mantelerías bordadas impolutas  y una cubertería plateada para seis comensales. Supongo que todo ello era herencia de tiempos mejores. Las cosas lujosas solo veían la luz cuando se limpiaban o  para agasajar a los invitados. En dicha sala había un perchero de patas de algún bicho, regalo  de algún amigo cazador, que a mí no me gustaba nada, menos mal que mi abuela lo tenía colgado detrás de puerta, curiosamente no abría sobre la pared, allí se colgaban las prendas de labor del campo y los sombreros de paja. El perchero “normal”  estaba en la pared de la derecha con  los sombreros de fieltro de mi abuelo, el bastón y la toquilla de la bisabuela. A la izquierda había otra puerta que daba al único dormitorio que tenía tres camas grandes y un arcón donde se guardaban las pocas ropas que se tenían  y se necesitaba,  con una gran cortina se dividía la estancia en dos dormitorios.  Lo mejor de la casa estaba  enfrente de la de entrada,  aunque digo puertas realmente solo existía una, la de la calle, el resto eran los vanos  que tenían unas pesadas cortinas que siempre estaban recogidas a un lado con un cordón. Atravesar aquella puerta era entrar en el mundo mágico de mi abuela, su gran cocina.

Era la estancia más grande de toda la pequeña casa, en aquella cocina se comía, se bebía, se hablaba, se discutía, se reía, se curaban la heridas, se jugaba, se preparaba la comida, los niños se bañaban en el barreño de zinc, allí se vivía.  En el centro había una gran mesa de patas robustas de madera  oscura y sobremesa de mármol  liso, frío y suave que pocas veces estaba vacía, siempre estaba ocupada con alimentos que preparaba mi abuela. El olor de aquella cocina era, el olor al  calor del campo. La chimenea era muy grande, o eso me parecía a mí, porque allí podrían meterse unos pocos hombres de pie.  Estaba encalada como toda la casa, la única nota de color era la repisa oscura, que no era otra cosa que, un travesaño de una antigua vía de tren que  sujetaba la gran campana de la chimenea por donde se escapaban los malos humos, los pesares y las tristezas. Cuando nos enfadábamos mi hermana y yo, mi abuela nos sentaba en las sillas bajas frente a la chimenea y  decía que miráramos el fuego para que con el humo se fueran los malos pensamientos. Aquello siempre resultaba mágico, porque se iban de verdad, más mayor comprendí que prácticamente nos quedábamos hipnotizadas por el fuego y se nos olvidaba porqué nos habíamos enfadado. En la gran chimenea siempre había un gran caldero negro con agua caliente y otro más pequeño donde mi abuela hacía sus sopas con sorpresa, es decir, caldo  de verduras del huerto cuya  sorpresa era aprovechar lo que había sobrado  al mediodía, así teníamos sopa de albóndigas, sopa de arroz, sopa de verduras, sopa de pollo,  sopa calentita, ese caldito inundaba el olor de las tardes. Mi madre intenta hacerlas igual en casa, pero no hay forma de que sepan a sopa de la abuela, supongo que le falta el calor de una candela y la paciencia para estar preparando un caldo durante dos horas. Pero si tengo que recordar un momento especial de aquellos días de infancia, son las mañanas de invierno. La sensación de la mañana era el calor del fuego, el olor a café, el sabor de la leche con miel y el pan recién tostado y  ver la sonrisa de mi abuela. Cuando estabas despertando en la cama y el frío te quitaba las ganas de salir de ella, todos los olores te susurraban la vida en la cocina, entonces mi hermana llamaba a mi abuela  y le decía:

-        Abuela, ¿podemos levantarnos?
-        Sí cariño, ¡no olvidéis las zapatillas!

Alcanzabas la manta de lana al pie de la cama, te enrollabas en ella y salías corriendo hasta llegar a las sillas bajas de enea  para sentarte frente a la chimenea. La abuela te daba la rebanada de pan pinchada en una rama delgada y tú lo sujetabas junto al fuego quemándote  la cara; mientras se iba tostando el pan,  la abuela calentaba  la leche recién ordeñada con  un chorrito de  miel, cuando cogías el tazón caliente entre tus manos pequeñas, cerrabas los ojos, aspirabas el aroma y  ya no querías moverte de allí. Fin.

Creo que me ha quedado una buena redacción, en el instituto, el profesor de lengua nos ha pedido que hagamos una redacción donde se reflejen todos los sentidos, pero yo no puedo reflejar lo que no he oído nunca, así que le pregunto a mi hermana mayor qué se escuchaba en la cocina de los abuelos, ella me ha dicho que cuando no había adultos sólo se oía silencio y risas. Me doy cuenta de que para escuchar el silencio y la risa no necesito oír, así que decido terminar mi redacción con otra frase: 

< Yo solo escuchaba el silencio debido a mi sordera, pero no necesitaba oír nada más, el resto de sensaciones me hacía escuchar el amor a  mis abuelos. >

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