Por fuera era una casa de campo
como tantas otras en Andalucía, orientada al
sur, encalada, con solo dos ventanas
pintadas de verde carruaje y la
parra delante de la puerta que hacía las veces de porche en verano. La diferencia
estaba en el interior, allí vivían mis abuelos.
Desde la puerta gruesa de madera
y herrajes oxidados se accedía a una pequeña estancia cuadrada, un mueble
aparador de marquetería con un gran espejo ocupaba la pared, era lo más lujoso de toda la
casa donde evidentemente se guardaba el tesoro, el ajuar; seis copitas para los
licores y las botellas de licor, las fuentes blancas con un filo dorado que no
de oro, el juego de café de porcelana con la flor en el fondo, las mantelerías
bordadas impolutas y una cubertería
plateada para seis comensales. Supongo que todo ello era herencia de tiempos
mejores. Las cosas lujosas solo veían la luz cuando se limpiaban o para agasajar a los invitados. En dicha sala
había un perchero de patas de algún bicho, regalo de algún amigo cazador, que a mí no me gustaba
nada, menos mal que mi abuela lo tenía colgado detrás de puerta, curiosamente
no abría sobre la pared, allí se colgaban las prendas de labor del campo y los
sombreros de paja. El perchero “normal” estaba en la pared de la derecha con los sombreros de fieltro de mi abuelo, el
bastón y la toquilla de la bisabuela. A la izquierda había otra puerta que daba
al único dormitorio que tenía tres camas grandes y un arcón donde se guardaban
las pocas ropas que se tenían y se
necesitaba, con una gran cortina se
dividía la estancia en dos dormitorios. Lo
mejor de la casa estaba enfrente de la
de entrada, aunque digo puertas
realmente solo existía una, la de la calle, el resto eran los vanos que tenían unas pesadas cortinas que siempre
estaban recogidas a un lado con un cordón. Atravesar aquella puerta era entrar
en el mundo mágico de mi abuela, su gran cocina.
Era la estancia más grande de
toda la pequeña casa, en aquella cocina se comía, se bebía, se hablaba, se
discutía, se reía, se curaban la heridas, se jugaba, se preparaba la comida,
los niños se bañaban en el barreño de zinc, allí se vivía. En el centro había una gran mesa de patas robustas
de madera oscura y sobremesa de mármol liso, frío y suave que pocas veces estaba
vacía, siempre estaba ocupada con alimentos que preparaba mi abuela. El olor de
aquella cocina era, el olor al calor del
campo. La chimenea era muy grande, o eso me parecía a mí, porque allí podrían
meterse unos pocos hombres de pie. Estaba
encalada como toda la casa, la única nota de color era la repisa oscura, que no
era otra cosa que, un travesaño de una antigua vía de tren que sujetaba la gran campana de la chimenea por
donde se escapaban los malos humos, los pesares y las tristezas. Cuando nos
enfadábamos mi hermana y yo, mi abuela nos sentaba en las sillas bajas frente a
la chimenea y decía que miráramos el
fuego para que con el humo se fueran los malos pensamientos. Aquello siempre
resultaba mágico, porque se iban de verdad, más mayor comprendí que
prácticamente nos quedábamos hipnotizadas por el fuego y se nos olvidaba porqué
nos habíamos enfadado. En la gran chimenea siempre había un gran caldero negro
con agua caliente y otro más pequeño donde mi abuela hacía sus sopas con
sorpresa, es decir, caldo de verduras
del huerto cuya sorpresa era aprovechar lo
que había sobrado al mediodía, así
teníamos sopa de albóndigas, sopa de arroz, sopa de verduras, sopa de pollo, sopa calentita, ese caldito inundaba el olor
de las tardes. Mi madre intenta hacerlas igual en casa, pero no hay forma de que
sepan a sopa de la abuela, supongo que le falta el calor de una candela y la
paciencia para estar preparando un caldo durante dos horas. Pero si tengo que
recordar un momento especial de aquellos días de infancia, son las mañanas de
invierno. La sensación de la mañana era el calor del fuego, el olor a café, el
sabor de la leche con miel y el pan recién tostado y ver la sonrisa de mi abuela. Cuando estabas
despertando en la cama y el frío te quitaba las ganas de salir de ella, todos
los olores te susurraban la vida en la cocina, entonces mi hermana llamaba a mi
abuela y le decía:
-
Abuela, ¿podemos levantarnos?
-
Sí cariño, ¡no olvidéis las
zapatillas!
Alcanzabas la manta de lana al
pie de la cama, te enrollabas en ella y salías corriendo hasta llegar a las
sillas bajas de enea para sentarte frente
a la chimenea. La abuela te daba la rebanada de pan pinchada en una rama delgada
y tú lo sujetabas junto al fuego quemándote
la cara; mientras se iba tostando el pan, la abuela calentaba la leche recién ordeñada con un chorrito de
miel, cuando cogías el tazón caliente entre tus manos pequeñas, cerrabas
los ojos, aspirabas el aroma y ya no
querías moverte de allí. Fin.
Creo que me ha quedado una buena
redacción, en el instituto, el profesor de lengua nos ha pedido que hagamos una
redacción donde se reflejen todos los sentidos, pero yo no puedo reflejar lo
que no he oído nunca, así que le pregunto a mi hermana mayor qué se escuchaba
en la cocina de los abuelos, ella me ha dicho que cuando no había adultos sólo se
oía silencio y risas. Me doy cuenta de que para escuchar el silencio y la risa
no necesito oír, así que decido terminar mi redacción con otra frase:
< Yo solo escuchaba el
silencio debido a mi sordera, pero no necesitaba oír nada más, el resto de
sensaciones me hacía escuchar el amor a mis
abuelos. >
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