miércoles, 12 de diciembre de 2012

Tiempo amordazado, por José Miguel García.


La música fluía suave por los altavoces del dormitorio, Rosanna con los ojos cerrados se dejaba acariciar por los acordes del piano que daban vida a la vieja canción El río de la luna. Recostada en la cama de matrimonio reinaba en la inmensidad del lecho mientras sobre su regazo reposaba una novela de moda cuyas hojas centrales parecían bailar al acorde de la melodía. El tiempo transcurría tan lento como el violín que hacía de contrapunto.

Aquel sábado había decidido no salir, estaba demasiado cansada y un cúmulo de circunstancias habían ayudado. Ahora no se arrepentía, aunque no lo había llevado bien cuando supo que el trabajo le impediría pasar el fin de semana en la playa. Antes de aceptarlo hizo varias llamadas para tomar una copa esa noche, pero en todas obtuvo las mismas respuestas: Lo siento, pero no puedo, tengo un compromiso previo. Tenías que haberme avisado antes.

Se había acostado temprano para lo que acostumbraba, sobre todo siendo sábado donde  siempre era un fracaso meterse entre las sábanas antes de las cuatro de la mañana y sola. Sin motivo aparente, o tal vez por el gusto de disfrutarlo, se había puesto su camisón mas sexy, había gozado de un largo baño perfumado con hojas de nardo y tomado una cena ligera que no le impediría dormir plácidamente. El tiempo había pasado sin darse cuenta enfrascada en la lectura y ahora un leve sopor le iba invadiendo. Se arropó sin poder evitar que el recuerdo de Rinaldo se le acercara.
Bajó algo la música con el mando a distancia, lo justo para que se oyera sin que llegara a molestar y marcó una hora en el programador de la cadena musical; antes de abandonarse tomó el reloj de la mesilla de noche desactivando la alarma: mañana no tenía ninguna prisa. Eran los dos y cuarto del sábado 15 de octubre de 1977 . Apagó la luz y la oscuridad inundó la habitación. Al cabo de unos instantes los muebles comenzaron a tomar forma bajo la débil luminosidad  que penetraba del exterior. Cerró los ojos y se dejó llevar dispuesta a pasar por fin una noche totalmente relajada.

Cerca de las tres de la mañana le sobresaltó el estridente sonido del móvil que había olvidado colocar en silencio.

- ¿Quien llamaría a esas horas?, se preguntó. Miró el número entrante comprobando que aparecía como oculto en la pantalla del teléfono. Estuvo tentada de colgar pero le picó la curiosidad.
Pulsó la conexión y al instante sonó al otro lado la voz tensa de un hombre que se disculpaba. - Perdone, ¿es usted Rosanna Peronni?, preguntó.
-Sí. contesto secamente aún medio perdida en el sueño.
- Le llamo desde la Dirección General de Seguridad. Vuelvo a pedirle disculpas por la hora, pero ha habido un accidente y nos han pedido que le avisemos. Respondió el otro lado del teléfono.
Rosanna se incorporó agitada, no conocía a nadie de la Dirección General de Seguridad que pudiera llamarla y menos a esas horas...y por un accidente. Con la voz aún con restos de noche y llena de dudas preguntó:  - ¿ Que ha ocurrido?.
Hubo un silencio durante el cual mil posibilidades le fueron llegando causándole una alarma que se iba incrementando por segundos.
- Lo siento, por teléfono no puedo dar esa información, sólo puedo decirle que el Profesor Picori le pide que venga a Brindisi con la mayor urgencia.

Tras un instante recordó el viejo profesor de la Universidad de Trento que le había dirigido la tesis hacía tres años y a quien el  Gobierno le había ofrecido un alto cargo que había aceptado a pesar de que le había supuesto alejarse de la cátedra.

Si era él quien le pedía de madrugada que acudiera a Brindisi urgentemente, algo gordo tenía que haber pasado, pensó.

- ¿Natalio Picori?,  preguntó.
- Sí, contestó cortante la voz desde el otro lado del teléfono.
- Pero...¿que ocurre?, volvió a preguntar.

De nuevo una disculpa por no poder dar más información seguida de: - Si está dispuesta a venir dentro de diez minutos tendrá un coche en la puerta que le llevará al aeropuerto, donde le  estará esperando un avión del ejército con rumbo a su destino. Si no es así, olvide esta llamada.

Dudó un segundo para seguidamente afirmar: - De acuerdo, dentro de diez minutos...
- Ahí estaremos, sonó al otro lado del teléfono seguido del pitido que señalaba que había colgado.

Quedó un instante pensando. Su mente fluyó con rapidez cavilando que quizás se le pintaba una ocasión única para salir del ostracismo al que le había llevado no haber obtenido la plaza de investigadora en la que tanto empeño puso. Decidió que aunque no fuera así no estaba dispuesta a ignorar  que era aquello tan urgente que no había podido esperar hasta el lunes.

  Se levantó de un salto dejando caer a sus pies el precioso camisón azul eléctrico que cubría su delgado y atractivo cuerpo. Corrió al vestidor y con prisas cogió un pantalón vaquero y una camisa; dudó ante el jersey de cuello vuelto porque, aunque estaban a principio del otoño, en Roma las noches eran frías y no tenía ni idea de la temperatura que haría en Brindisi: lo último que deseaba era  pillar un resfriado. Con buena lógica se decidió por él.

Comenzó a vestirse y tras mirarse un instante al espejo del vestidor, entró en el cuarto de baño dispuesta a peinarse  y recoger el pequeño neceser donde guardaba parte del secreto de su belleza. En la calle sonaron los frenos de un coche mientras en la cercana iglesia de Santa Mónica las manillas del reloj del campanario se movieron disparando el mecanismo. Tres sonidos roncas rompieron el silencio de la noche.

 Rescató del armario una mochila que había preparado para pasar el fin de semana en la casa de recreo de su compañera Sandra, frustrado a última hora por una estúpida guardia. Colocó en ella el neceser y tras sujetarla en su espalda, asió su maletín de trabajo y se dispuso a salir. Apagó la luz y cerró la puerta. Instintivamente comprobó que la llave dormía en su bolsillo, no sería la primera vez que se había quedado en la calle por esa tontería, suspiró.

Bajó las escaleras de dos en dos con la agilidad que le daban  piernas de treinta año bien entrenadas. Al llegar al portal vio al otro lado de la calle un coche con las luces encendidas y con  dos hombres dentro. No lo dudó y se acercó con paso firme. Al verla, uno de los hombres se bajó del coche inmediatamente y le preguntó : - ¿La doctora Rosanna Peronni?

- ¿Quien si no?, contestó.

El hombre, que supuso un policía secreta lucía una  coleta y varios piercings en las cejas, abrió una de las puertas laterales y tomando la mochila la invitó a entrar. Un minuto después el automóvil con las luces azules centelleando volaba por las calles desiertas de Roma con dirección a Fuimicino.

         Al entrar en el avión le sorprendió al encontrar varios colegas conocidos y algunos que por su aspecto supuso extranjeros. Aquello era una convención de especialistas, pensó hilvanando ideas.

            Tras el saludo de rigor, alguien que parecía al mando le indicó el lugar que debía ocupar en la larga fila de asientos individuales. En ese  mismo instante rugieron los motores del avión mientras iniciaba la carrera por la pista. Cuando el avión se estabilizó, Rosanna observó por la ventanilla que el sol empezaba a apuntar en el horizonte. Picada por la curiosidad, se volvió e interrogó con la mirada a varios de los pasajeros que aún no habían cerrado los ojos, uno a uno se encogieron de hombros y negaron con la cabeza.

           Cuando por fin todo concluyó, un regusto amargo quedó flotando en el aire del hospital de campaña que el ejército había levantado en un tiempo récord y que hizo desaparecer aún con más urgencia. Los profesionales que habían participado en el incidente fueron recluidos en salas individuales de dependencias médicas del ejercito durante dos semanas entre grandes medidas de seguridad para pasar la cuarentena. Cuando fue manifiesto que nadie estaba infectado, se les condujo a un salón de actos donde les esperaban el ministro de Salud Pública, el Profesor Picori y un nutrido grupos de generales.

            El ministro se dirigió a ellos agradeciendo su colaboración e indicándoles que el Gobierno sabría recompensarles por su esfuerzo, para a renglón seguido exigirles el silencio más absoluto sobre lo ocurrido en esas dos semanas. De forma sibilina les avisó de que cualquier paso en falso pondría en riesgo el futuro profesional de quien diera la más mínima información de lo que calificó como “incidente”, añadiendo que era  alto secreto de estado.

Como prueba de que el mensaje llegó nítido, ninguna noticia saltó a los periódicos nacionales o internacionales, no hubo preguntas de la oposición al Gobierno; no corrieron rumores ni hubo nadie que se interesara por las treinta personas que murieron en los cuatro días que duró la emergencia. Tan sólo una pequeña reseña una semana después en un periódico local, que los lectores se tomaron como una lamentable desgracia, contaba que una balsa cargada de emigrantes se había hundido a las puertas del Mar Adriático sin que, a pesar de los esfuerzos del Servicio de Salvamento Marítimo, se hubiera podido encontrar el más leve rastro.

El secreto del virus que llegó de África - una cepa desconocida y fatal de Ébola -, quedó oculto en el obligado silencio de los médicos y militares  y en el ácido que corroyó las células de los muertos hasta hacerlos desaparecer.

Salvo dos muestra para pruebas, una guardada bajo refrigeración en una caja de seguridad del complejo Emilio Golgi de enfermedades letales y otra enviada para su estudio a EEUU y el dolor por el silencio obligado que quedó como una marca negra en el alma de Rosanna, esos días no habían existido.

Cinco años después se desató un gran escándalo en Italia cuando se publicó el libro “ Tiempo amordazado”, donde la Doctora Rosanna Peroni, ahora investigadora destacada de Médicos sin Fronteras en Znara ( Sudan), plasmaba paso a paso lo ocurrido con los treinta emigrantes africanos que llegaron a la Torre de Sant´Andrea, en Gigliano del Capo, infectados de Ébola el 13 de octubre de 1977.

A pesar de la presión de la opinión pública y de las severas recriminaciones de la OMS, tras comprobar la veracidad de los hechos, ni un sólo miembro del Gobierno italiano dimitió.

En el hospital de campaña de Znara, un chico llegó corriendo al despacho de la Doctora Peroni con un telegrama en la mano. Rosanna  al leerlo no pudo contener una sonrisa cómplice: Rinaldo le avisaba de su próxima llegada.

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