La música fluía
suave por los altavoces del dormitorio, Rosanna con los ojos cerrados se dejaba
acariciar por los acordes del piano que daban vida a la vieja canción El río de
la luna. Recostada en la cama de matrimonio reinaba en la inmensidad del lecho
mientras sobre su regazo reposaba una novela de moda cuyas hojas centrales
parecían bailar al acorde de la melodía. El tiempo transcurría tan lento como
el violín que hacía de contrapunto.
Aquel sábado
había decidido no salir, estaba demasiado cansada y un cúmulo de circunstancias habían ayudado. Ahora no se arrepentía, aunque no lo había llevado bien cuando
supo que el trabajo le impediría pasar el fin de semana en la playa. Antes de
aceptarlo hizo varias llamadas para tomar una copa esa noche, pero en todas
obtuvo las mismas respuestas: Lo siento, pero no puedo, tengo un compromiso
previo. Tenías que haberme avisado antes.
Se había
acostado temprano para lo que acostumbraba, sobre todo siendo sábado donde siempre era un fracaso meterse entre las
sábanas antes de las cuatro de la mañana y sola. Sin motivo aparente, o tal vez
por el gusto de disfrutarlo, se había puesto su camisón mas sexy, había gozado
de un largo baño perfumado con hojas de nardo y tomado una cena ligera que no
le impediría dormir plácidamente. El tiempo había pasado sin darse cuenta
enfrascada en la lectura y ahora un leve sopor le iba invadiendo. Se arropó sin
poder evitar que el recuerdo de Rinaldo se le acercara.
Bajó algo la
música con el mando a distancia, lo justo para que se oyera sin que llegara a
molestar y marcó una hora en el programador de la cadena musical; antes de abandonarse
tomó el reloj de la mesilla de noche desactivando la alarma: mañana no tenía
ninguna prisa. Eran los dos y cuarto del sábado 15 de octubre de 1977 . Apagó
la luz y la oscuridad inundó la habitación. Al cabo de unos instantes los
muebles comenzaron a tomar forma bajo la débil luminosidad que penetraba del exterior. Cerró los ojos y
se dejó llevar dispuesta a pasar por fin una noche totalmente relajada.
Cerca de las
tres de la mañana le sobresaltó el estridente sonido del móvil que había
olvidado colocar en silencio.
- ¿Quien
llamaría a esas horas?, se preguntó. Miró el número entrante comprobando que
aparecía como oculto en la pantalla del teléfono. Estuvo tentada de colgar pero
le picó la curiosidad.
Pulsó la
conexión y al instante sonó al otro lado la voz tensa de un hombre que se
disculpaba. - Perdone, ¿es usted Rosanna Peronni?, preguntó.
-Sí. contesto
secamente aún medio perdida en el sueño.
- Le llamo
desde la Dirección General de Seguridad. Vuelvo a pedirle disculpas por la
hora, pero ha habido un accidente y nos han pedido que le avisemos. Respondió
el otro lado del teléfono.
Rosanna se
incorporó agitada, no conocía a nadie de la Dirección General de Seguridad que
pudiera llamarla y menos a esas horas...y por un accidente. Con la voz aún con
restos de noche y llena de dudas preguntó:
- ¿ Que ha ocurrido?.
Hubo un
silencio durante el cual mil posibilidades le fueron llegando causándole una
alarma que se iba incrementando por segundos.
- Lo siento,
por teléfono no puedo dar esa información, sólo puedo decirle que el Profesor
Picori le pide que venga a Brindisi con la mayor urgencia.
Tras un
instante recordó el viejo profesor de la Universidad de Trento que le había
dirigido la tesis hacía tres años y a quien el
Gobierno le había ofrecido un alto cargo que había aceptado a pesar de
que le había supuesto alejarse de la cátedra.
Si era él quien
le pedía de madrugada que acudiera a Brindisi urgentemente, algo gordo tenía
que haber pasado, pensó.
- ¿Natalio
Picori?, preguntó.
- Sí, contestó
cortante la voz desde el otro lado del teléfono.
- Pero...¿que
ocurre?, volvió a preguntar.
De nuevo una
disculpa por no poder dar más información seguida de: - Si está dispuesta a
venir dentro de diez minutos tendrá un coche en la puerta que le llevará al aeropuerto,
donde le estará esperando un avión del
ejército con rumbo a su destino. Si no es así, olvide esta llamada.
Dudó un segundo
para seguidamente afirmar: - De acuerdo, dentro de diez minutos...
- Ahí
estaremos, sonó al otro lado del teléfono seguido del pitido que señalaba que
había colgado.
Quedó un
instante pensando. Su mente fluyó con rapidez cavilando que quizás se le
pintaba una ocasión única para salir del ostracismo al que le había llevado no
haber obtenido la plaza de investigadora en la que tanto empeño puso. Decidió
que aunque no fuera así no estaba dispuesta a ignorar que era aquello tan urgente que no había
podido esperar hasta el lunes.
Se levantó de un salto dejando caer a sus
pies el precioso camisón azul eléctrico que cubría su delgado y atractivo
cuerpo. Corrió al vestidor y con prisas cogió un pantalón vaquero y una camisa;
dudó ante el jersey de cuello vuelto porque, aunque estaban a principio del
otoño, en Roma las noches eran frías y no tenía ni idea de la temperatura que
haría en Brindisi: lo último que deseaba era
pillar un resfriado. Con buena lógica se decidió por él.
Comenzó a
vestirse y tras mirarse un instante al espejo del vestidor, entró en el cuarto
de baño dispuesta a peinarse y recoger
el pequeño neceser donde guardaba parte del secreto de su belleza. En la calle
sonaron los frenos de un coche mientras en la cercana iglesia de Santa Mónica
las manillas del reloj del campanario se movieron disparando el mecanismo. Tres
sonidos roncas rompieron el silencio de la noche.
Rescató del armario una mochila que había
preparado para pasar el fin de semana en la casa de recreo de su compañera
Sandra, frustrado a última hora por una estúpida guardia. Colocó en ella el
neceser y tras sujetarla en su espalda, asió su maletín de trabajo y se dispuso
a salir. Apagó la luz y cerró la puerta. Instintivamente comprobó que la llave
dormía en su bolsillo, no sería la primera vez que se había quedado en la calle
por esa tontería, suspiró.
Bajó las
escaleras de dos en dos con la agilidad que le daban piernas de treinta año bien entrenadas. Al
llegar al portal vio al otro lado de la calle un coche con las luces encendidas
y con dos hombres dentro. No lo dudó y se
acercó con paso firme. Al verla, uno de los hombres se bajó del coche inmediatamente
y le preguntó : - ¿La doctora Rosanna Peronni?
- ¿Quien si
no?, contestó.
El hombre, que
supuso un policía secreta lucía una
coleta y varios piercings en las cejas, abrió una de las puertas
laterales y tomando la mochila la invitó a entrar. Un minuto después el
automóvil con las luces azules centelleando volaba por las calles desiertas de
Roma con dirección a Fuimicino.
Al entrar en el avión le sorprendió al
encontrar varios colegas conocidos y algunos que por su aspecto supuso extranjeros.
Aquello era una convención de especialistas, pensó hilvanando ideas.
Tras
el saludo de rigor, alguien que parecía al mando le indicó el lugar que debía
ocupar en la larga fila de asientos individuales. En ese mismo instante rugieron los motores del avión
mientras iniciaba la carrera por la pista. Cuando el avión se estabilizó,
Rosanna observó por la ventanilla que el sol empezaba a apuntar en el
horizonte. Picada por la curiosidad, se volvió e interrogó con la mirada a
varios de los pasajeros que aún no habían cerrado los ojos, uno a uno se
encogieron de hombros y negaron con la cabeza.
Cuando por fin todo concluyó, un
regusto amargo quedó flotando en el aire del hospital de campaña que el
ejército había levantado en un tiempo récord y que hizo desaparecer aún con más
urgencia. Los profesionales que habían participado en el incidente fueron
recluidos en salas individuales de dependencias médicas del ejercito durante
dos semanas entre grandes medidas de seguridad para pasar la cuarentena. Cuando
fue manifiesto que nadie estaba infectado, se les condujo a un salón de actos
donde les esperaban el ministro de Salud Pública, el Profesor Picori y un
nutrido grupos de generales.
El ministro se dirigió a ellos
agradeciendo su colaboración e indicándoles que el Gobierno sabría
recompensarles por su esfuerzo, para a renglón seguido exigirles el silencio
más absoluto sobre lo ocurrido en esas dos semanas. De forma sibilina les avisó
de que cualquier paso en falso pondría en riesgo el futuro profesional de quien
diera la más mínima información de lo que calificó como “incidente”, añadiendo
que era alto secreto de estado.
Como prueba de
que el mensaje llegó nítido, ninguna noticia saltó a los periódicos nacionales
o internacionales, no hubo preguntas de la oposición al Gobierno; no corrieron
rumores ni hubo nadie que se interesara por las treinta personas que murieron
en los cuatro días que duró la emergencia. Tan sólo una pequeña reseña una
semana después en un periódico local, que los lectores se tomaron como una
lamentable desgracia, contaba que una balsa cargada de emigrantes se había
hundido a las puertas del Mar Adriático sin que, a pesar de los esfuerzos del
Servicio de Salvamento Marítimo, se hubiera podido encontrar el más leve rastro.
El secreto del
virus que llegó de África - una cepa desconocida y fatal de Ébola -, quedó
oculto en el obligado silencio de los médicos y militares y en el ácido que corroyó las células de los
muertos hasta hacerlos desaparecer.
Salvo dos
muestra para pruebas, una guardada bajo refrigeración en una caja de seguridad
del complejo Emilio Golgi de enfermedades letales y otra enviada para su
estudio a EEUU y el dolor por el silencio obligado que quedó como una marca
negra en el alma de Rosanna, esos días no habían existido.
Cinco años
después se desató un gran escándalo en Italia cuando se publicó el libro “
Tiempo amordazado”, donde la Doctora Rosanna Peroni, ahora investigadora
destacada de Médicos sin Fronteras en Znara ( Sudan), plasmaba paso a paso lo ocurrido
con los treinta emigrantes africanos que llegaron a la Torre de Sant´Andrea, en
Gigliano del Capo, infectados de Ébola el 13 de octubre de 1977.
A pesar de la
presión de la opinión pública y de las severas recriminaciones de la OMS, tras
comprobar la veracidad de los hechos, ni un sólo miembro del Gobierno italiano
dimitió.
En el hospital
de campaña de Znara, un chico llegó corriendo al despacho de la Doctora Peroni
con un telegrama en la mano. Rosanna al
leerlo no pudo contener una sonrisa cómplice: Rinaldo le avisaba de su próxima
llegada.
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