lunes, 3 de diciembre de 2012

Aquel mirador, por Cristina Pérez Rodríguez.



El ambiente era cálido como de costumbre. Me disponía, una noche más de principios de otoño, a pasear y a perderme por las calles serpenteantes  y estrechas de la vieja ciudad.

Las farolas iluminaban sutilmente el camino de mis pasos. Se hacían notar cada uno de ellos, con el contacto de mis zapatos de tacón con cada uno de los adoquines grisáceos que daban forma a la calzada, que una vez atrás en el tiempo, fue romana y árabe.

Aquella ciudad marcada por la influencia de otras culturas, era bella por cada uno de sus rincones. Los naranjos colocados de forma lineal a ambos lados de la acera, aromatizaban el lugar donde me encontraba. El color verde intenso de sus hojas y el color anaranjado de sus frutos, adornaban la fotografía que en ese instante tomé con mi propia cámara, teniendo de fondo la presencia de la luna llena en el cielo. Un cielo poco estrellado para no quitarle protagonismo a la dueña de la noche.

Continuando mi recorrido no perdiendo detalle, quise tomar un descanso y me dirigí a un especial mirador que anteriormente había escuchado hablar de él. Estaba en pleno centro. Según me habían contado tenía unas vistas exquisitas. Sin dudarlo abrí mi mapa y localicé aquel misterioso mirador. Me encontraba en una calle con casas a un lado y a otro, de gran altura que tan solo me permitía levantar la vista y ver el cielo. Y ahí estaba, el nº 9.

Para mi sorpresa leí un pequeño cartel a la entrada, que indicaba el nombre de un pequeño hotel. Un poco incierta por no saber si aquel era el sitio que yo estaba buscando, entré y pregunté a la señorita que se encontraba en recepción:

-        Disculpe me han dado esta dirección con la excusa de que hay un increíble mirador desde donde se puede ver la ciudad, pero no sé si es este el lugar exacto.

Tras plantearle mi situación, ella se dirigió a mí enseguida diciéndome:

-        Coja el ascensor del final del pasillo y diríjase a la 4º planta. Allí lo encontrará.

Sin más y volviendo a dudar de las indicaciones que me dieron, subí en ascensor a la cuarta planta de aquel pequeño acogedor hotel. Se abrieron las puertas del ascensor. No escuché nada. Aun con el cuerpo dentro, incliné ligeramente el tronco hacía delante para ver si así conseguía ver algo o a alguien. Nada.

Insegura por la situación salí del ascensor con pasos dudosos y seguí la dirección del pasillo. No había nada más que una puerta blanca, más adelante, con cristales opacos, tras la cual no podía ver absolutamente  nada. No existía ningún cartel que prohibiera el paso, ninguna cerradura que alertara de que pudiera estar cerrada, nadie en aquella planta que pudiera ayudarme o descubrirme…

Extendí mi brazo para coger el picaporte y lo giré suavemente. La puerta se abrió sin ninguna dificultad y pasé el dintel. Una especie de patio  aguardaba detrás de aquella simple puerta. Un pequeño pasillo volvía una vez más a servir de guía, pero esta vez sin apenas visibilidad.

Sin saber dónde me había metido, avancé  mi pie derecho cuando una cadena de luces blancas se fueron encendieron de forma progresiva a lo largo de aquel camino y dejaron ver el suelo de piedra rojiza sobre el que me encontraba. Continué mi marcha ahora más tranquila y mirando cada instante a mi alrededor. Tan solo se dejaban ver tejados a dos aguas llenos de tejas viejas por el paso de los años, azoteas inmensamente grandes llenas con macetas o algunas cruces de iglesias.

De fondo podía oír ligeramente, un hilo musical. Era una especia de música relajante, pero ningún ruido que pudiera alertarme de presencia humana. Obligada a girar, abrí los ojos sorprendida por la instantánea. Era este el mirador que yo andaba buscando y que torpe, había pensado no encontrar.

No lo dude ni un instante, encendí mi cámara miré por el visor y no dudé en apretar mil veces el disparador.
No podía perder aquella belleza colosal que guardaba, tanto en la noche como en el día, la Catedral y la Giralda vistas desde arriba tan solo iluminadas por ese color característico que le dan los numerosos focos que la iluminan desde los recovecos más profundos.

En aquel patio, tan solo estábamos nosotras y aquel hilo musical.

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