viernes, 28 de diciembre de 2012

Lo que el dormitorio esconde, por Matilde López de Garayo.


Inma presumía que iba a ser una noche memorable, debido a la celebración de la despedida de soltera de Concha, pero se ha complicado levemente, por el incidente que ha ocasionado César, el futuro marido, cuando ha tenido la inteligente  ocurrencia de presentarse en el club “Boy´s Star”, y pillar a su próxima mujercita, no sólo morreándose con Anthony en el escenario, sino también en una postura un poco indecorosa.

Ahora ella, la madrina, se plantea si dejar correr la suerte, o intervenir, para que este acontecimiento, que no le da la más mínima importancia -pero conociendo a los novios...- no vaya a echar a perder la boda que se celebrará... Se mira el reloj, exactamente... Bueno aproximadamente, porque no es capaz de precisar nada, debido a las copas que lleva en el cuerpo, unas 35 horas, más o menos.

 Que conste que  si lo hace es por su querida Concha. Le ha aconsejado en repetidas ocasiones que  convivir antes del matrimonio, sería lo más inteligente, pero la novia es demasiado clásica.

La borrachera se le quitó de golpe, cuando se ha presentado el novio, a las tres de la mañana, lloriqueando, con un ataque de celos,   su orgullo de macho herido, y un ojo morado, producido por un puñetazo del que sólo estaba realizando su trabajo, eso sí, de una manera muy profesional.

No ha podido elegir a otra persona, ¡No!, ha tenido que ser, precisamente ella, y ha intentado que le dé la razón con respecto al espectáculo que ha organizado la cándida Concha. Inma sólo le ha facilitado una bolsa con hielo. Ahora él está descansando en el salón, más tranquilo, ella aprovecha y entra en el cuarto de baño, se desnuda, se pone un albornoz y empieza a lavarse la cara, nunca ha  soportado el maquillaje.

Se detiene a observarse en el espejo, y no le desagrada lo que ve, durante mucho tiempo no se conformaba con su físico,  pero ahora su aspecto de rasgos suaves, morenos y nada exuberantes, parece que le acompaña a esa personalidad franca y práctica que le caracteriza. Se puede afirmar que se encuentra en un momento donde tiene agarrada  la vida por los cuernos. Y se considera a sus cuarenta años una mujer con suerte.

En ese momento llaman al telefonillo.

-¿Quién puede ser a esta hora?, ¿Tu amante o el Boy? –Comenta César en plan sarcástico.

-Cuidado chico estás en mi casa, y no te permito tonterías.

-Perdona, es que no sabes como me encuentro...-Y esconde la cara, con bolsa de hielo incluida entre las manos.

-Me puedo hacer una vaga idea -¿No sé que le habrá visto Concha a este memo? Piensa, aunque reconoce que se quieren, a veces les observa, y siente una envidia sana por ellos  -¿Si? ¿Quién es? – Sólo escucha un llanto entrecortado- ¿Concha eres tú?

-Si ¡Ábreme por favor!

-Es muy tarde, y estoy borracha, mañana hablamos –Contesta lo primero que se le ha venido a la cabeza intentando que no se arme una pelea parecida a la del club, pero esta vez, ella, como una de las protagonistas. ¿Qué diría Concha si se encuentra a su novio en la casa?

-Por favor Inma...

-Bueno sube, pero sólo un rato- Le contesta  mientras que por señas le indica a César que pase al dormitorio.  Este se encierra en el cuarto, no si antes coger la botella de champán que Inma había tomado “prestada” del club para su uso y disfrute. Ya me las pagarás después, majo, piensa , mientras abre la puerta.

-¡Estás hecha un desastre!- Exclama, cuando, no ve a Concha, siempre perfectamente maquillada, sino a una muchacha de veinte tres años, totalmente desaliñada, con los ojos irritados, el rimel  corrido, y el lápiz de labios esparcido por la hinchada boca de tanto llorar- Pasa, ¡Siéntate! mientras hago un poco de café – Le dice esto mientras la abraza y le acaricia esa melena lacia, sedosa y rubia, que descansa en sus hombros, luego le deja y se dirige hacia la cocina que se encuentra incorporada al pequeño salón   ¿Dónde vas? –Chilla de golpe cuando ve como la chica se dirige al dormitorio.

-A retocarme un poco, me has dicho que estoy fatal...  –Contesta a punto de abrir el dormitorio, y volver a ponerse a llorar.

-¡No!,¡No!, Que está... – No sabe que excusa decirle -Que está todo el suelo levantado y las cosas por medio. ¿No te había dicho que estoy de obras?, ¿No hueles?- Se acuerda de su abuela que le daba muy buenos consejos como: “cuando tengas que decir una mentira, mientras más inverosímil  más creíble será.

-Pues, no, - Y se suena la nariz

-Toma -y le entrega un paquete de toallitas, señalándole el espejo de la entrada. Concha sumisa le obedece, como casi siempre.

Ya sentadas en el sofá, la joven empieza a justificarse, e Inma no le interrumpe, pensando que César le está oyendo, y así podrá, sino perdonarla ahora mismo, por lo menos considerar que no ha sido para tanto.

-Vamos niña no llores más, ¡Esas ojeras! No se te van a quitar ni pasado mañana, además, no le des tanta importancia, la despedida de soltera está para que una se “despendole” por última vez antes del matrimonio...

-Pero si yo no me descoqué.., ¡Bueno! ahora ni me acuerdo.

-¡Verás! Un poco sí, te estaba sobando el pecho cuando llegó César y...! Pero no llores mujer que no pasa nada –Y alza la voz para que el otro la escuche.

-OH! Inma, le he perdido, seguro que no me perdona nunca.

-Venga no seas boba, seguro que él tendrá algún secretillo, por ejemplo ¿Dónde se encuentra ahora?

-No lo sé no me coge el móvil- Y se dispone a llamarlo. Inma le quita el teléfono, no vaya a sonar en el dormitorio- ¿Qué haces, deja que se tranquilice un poco? Si quieres mañana hablo con él.

-¿Si por favor! Y la abraza con toda desesperación.-¿Inma?

¿-Qué?

-Todavía no te la has quitado

- ¿Qué?

-La diadema - Y entonces Inma se lleva la mano a la cabeza - No me acordaba que la llevaba puesta, se ríe y  acaricia con picardía el pequeño pene rosa  que adorna la corona.

-Por Dios, Inma no seas borde- Pero ese pequeño hecho ha echo florecer por primera vez la sonrisa a Concha. Ambas mujeres se miran con complicidad, y se contagian la risa. Concha empieza a olvidar que le trajo al apartamento, e Inma comienza a maquinar una estrategia para obligar al novio a que por lo menos escuche a la joven.

Después de una hora Concha se va a su casa.  Inma se dispone a actuar, se entreabre el albornoz y cuando abre la puerta del dormitorio, para su sorpresa se encuentra a César dormido encima de la cama, abrazando la botella vacía.

-¡Serás!, Más fácil me lo pones. Le zarandea varias veces, pero el otro ni se inmuta, entonces comienza a desnudarlo, no sin esfuerzo, y cuando lo tiene como Díos lo trajo al mundo, se tumba a su lado y le hace unas cuantas fotos aparentemente comprometidas. Se ducha rápidamente y se dirige a casa de su madre a pasar lo poco que queda de noche, no sin antes dejarle una nota al muchacho, ya en el taxis manda las fotos al móvil de César. 

Son las once de la mañana, cuando el chico llama por fin a la novia, pero primero quiere hablar con la pérfida Inma. 

- Hola cari, ¿Está Inma contigo?, -Si, pero..,- Le interrumpe César -Cariño, después hablamos.

-¿Si? - contesta Inma.

-¿Nadie te ha dicho que eres un poco retorcida?

-Alguna vez que otra. Sólo te pido que habléis, sino las fotos...Internet, tú sabes, en la oficina...

-No le harías eso a Concha , ¿No?– Responde con determinación

-No me pongas a prueba

- Eres una perturbada,

-Ya sabes “El fin justifica los medios?. ¿Vas a hablar con Concha?

-¿Es que siempre te sales con la tuya?.

-En ese momento Inma ve a Concha que le sonríe ingenuamente desde el fondo del salón poniendo esa carita de niña buena que tanto conoce, y que siempre le ha conmovido, contesta al novio -No siempre, pero si no haces las paces me habrás demostrado que no te mereces a mi hermana pequeña, ya sabes la predilección que siento por ella y haría todo lo que fuese por verla feliz. 

Un puente entre dos mundos, por Matilde López de Garayo.


(A la memoria de Paco, que el 7 de Diciembre hubiera cumplido 53 años)


Y entonces me abraza, me abraza como nunca lo había hecho en vida, y me susurra al oído:

-No estés triste, me encuentro donde existe la calma absoluta y soy feliz.

Se desvaneció con suavidad, y me desperté serena, aunque llorando. Mi hermano me había dicho adiós, de esa manera que sólo los sueños son capaces de trasmitir, dejándote sensaciones oníricas tan complejas de explicar; Una tranquilidad que desde hace meses necesitaba, una sanación que aumentaba cada vez que las lágrimas se deslizaban por mi cara, esas lágrimas que anestesian los sentidos, la tristeza, la pena. Lágrimas que afloraban por primera vez desde que murió.

Dicen que cuando te despiertas en la noche y respiras olores inusuales en tu casa es porque alguien  que ya no está en este mundo ha venido a visitarte. Si son olores desagradables ¡Malo!, Si son agradables, son espíritus que están en paz.. Mi hermano era muy aficionado a los perfumes caros, y tenía una gran colección.

Cuando me desperté percibí claramente una de  sus fragancias favoritas. Me quedé largo tiempo tumbada, sin moverme, intentado retener el calor de su abrazo, respirando profundamente como intentando alargar lo más posible el olor que flotaba en mi habitación.

¡Cómo si yo pudiera agarrar lo que ya no existía en este mundo!

Esa noche por fin cerré una puerta, como si la incertidumbre de su muerte hubiera dejado de machacar mi corazón, y el fenómeno onírico tan real que acababa de experimentar empezaba ha extender un bálsamo a mi dolor. No es que fuera a pasar página, pero yo sabía que a partir de esa noche, la muerte de mi hermano la viviría de diferente manera.   

Recuerdo a mi hermana hace ya unos tres meses despertándome y diciéndome con nerviosismo que Paco había tenido un accidente de coche, en ese momento me di cuenta que mis pesadillas oscuras y difusas de la semana anterior me habían estado avisando de la tragedia.

No quiero relatar el viaje hasta Málaga. El cartel indicando tanatorio, en la planta del sótano del Hospital de Carlos Haya  .

O las primeras vivencias con la familia, tan dolorosas, desconcertantes y por desgracia tan comunes a todos nosotros, más aún cuando la muerte llega tan súbitamente, sin estar preparada para encajar un golpe tan fulminante.

Podría hablar de la soledad de la noche, del vacío frió que te dejan los recuerdos, de las   conversaciones pendientes que pudiste tener y se dejaron para otra ocasión, de la angustia por la ausencia de una despedida, pero no es mi intención, por lo menos hoy, no.

Quiero expresar de alguna manera la esperanza, la inyección de sosiego que me trasmitió aquel sueño, sobre todo porque nunca hemos llegado a saber por qué, ni cómo murió mi hermano.

Los días pasaban lentos, grises, densos, pesados. Mi familia se dispersaba, cada uno viviendo su dolor a su manera, buscando respuestas donde quizás no las hubiera, y yo con mi impotencia de no poder  derramar una sola lágrima.

El día del sueño me encontraba agotada, mi jefe haciéndome mobbing, mi hijo pequeño reclamándome, problemas con mi exmarido, y siempre la sombra de mi hermano a mi lado, su recuerdo, las circunstancias misteriosas de su muerte, acompañándome como una losa, sin peso, pero ahogándome. La llamada de mi hermana informándome que la policía había cerrado el expediente. Tardé en dormirme y soñé.

Soñé que me encontraba en el cuarto de Paco, buscando algún indicio que me pudiera descubrir que le había pasado la noche del accidente, iba de un extremo a otro, removía los cajones, separaba las perchas, miraba en todos los bolsillos.

Noté una presencia extraña detrás de mí, me volví y allí estaba él, como flotando, semitransparente, y no tuve miedo. A pesar de su transformación lo reconocí.

¡Cómo explicar la manera que tenía de mirarme! Siempre me habían gustado sus ojos azules, de mirada clara, y aunque su gesto era de melancolía esta noche irradiaba una luz especial, y una sonrisa que lo decía todo. 

¡Si!, Podía decir que estaba trasfigurado, pero para bien.

Nos contemplamos durante unos momentos, en calma, detenido el tiempo, el sueño fue el vínculo entre dos mundos, dos estados, dos niveles, dos seres quizás perdidos que necesitaban encontrase para el último adiós.

Se acercó a mí y me abrazó, y aunque era un sueño, noté toda su fuerza, su energía, y algo más que aún transcurridos once años, no sé como expresarlo.

Imagen, por Matilde López de Garayo.


La madre de mi amigo Marco me ha llamado llorando desde el hospital. Ha sufrido un fallo hepático y ha entrado en coma. Sus familiares hace un mes perdieron la esperanza de que llegase un hígado a tiempo, Desde entonces está postrado en la cama, el tono amarillo de su piel ha dado paso a una palidez determinante, sólo alterada por algún hematoma que deja ver el pijama.

Ya estuvo a punto de morirse hace un año. Lo encontré en su casa derrumbado en el suelo, casi ahogado en sus propios vómitos. Hacía una semana que no tenía noticias suyas  y  en cuanto pude cogí las llaves de su apartamento -que hace tiempo me entregó- y me acerqué a verle. Cuando abrí la puerta me lo encontré boca arriba, le puse en posición lateral de seguridad, para no obstaculizar la respiración y que en caso de que hubiera  fluidos drenasen con facilidad.  
 Cuando salió del hospital le advirtieron que si no se desintoxicaba, le quedaba poco tiempo de vida. Le pusieron en lista de espera, pero siempre imaginé que no iban a desperdiciar un órgano para una persona que se está destruyendo voluntariamente.

Estuvo un mes en el centro de rehabilitación. Y cuando salió me juró que era un hombre nuevo, que no volvería a recaer. Le acompañé en alguna ocasión a las reuniones de alcohólicos anónimos, y me hacía creer cuando iba a su casa y me lo encontraba delante del ordenador que estaba trabajando, en un nuevo diseño de una Web, sin embargo hace tiempo que dejé de engañarme, y de hacerme ilusiones de su recuperación. En los últimos meses se había dado por vencido.

Empezó a beber cuando su mujer Mara, murió hace diez años de cáncer. Nunca conocí una persona que estuviera tan enamorada como él. Desde que la conoció supe que le había perdido y aunque seguimos con nuestra amistad, por mi bien me fui alejando de ellos.

Una noche llamaron a mi puerta, era Marcos. Mara había muerto hacía dos días,  llevaba desde entones sin dormir, estaba llorando, y seguía llorando cuando dos horas después, conseguí que descansara a mi lado y reposara su cabeza en mi hombro, lloraba con tanta pena, con tanta desesperación...

Desde entonces se fue dejando poco a poco, aunque dijera que controlaba, yo conocía su embriaguez progresiva y su paulatino abandono. Cuando le visitaba a veces se demoraba en abrirme, yo oía el tintineo de las botellas, abría la puerta, llevaba el pelo mojado, peinado hacia atrás y el olor a enjuague bucal no me engañaba.

Fui descubriendo poco a poco como se le iban acentuándose las ojeras, su delgadez, sus ojos tristes y ausentes.

El proceso de degeneración fue lento pero inexorable, provocando una hepatitis alcohólica y más tarde cirrosis hepática que le produciría la muerte.

He decidido salir un rato a la calle, me asfixio en su habitación. No puedo verle en la cama tan demacrado, desvanecido, con todas las máquinas que le mantienen con vida. No llego a entender como se ha dejado vencer, como no ha sido capaz de controlar sus emociones, de encontrar nuevos alicientes en su vida. No le comprendo, y soy yo la que hoy me encuentro cansada, derrotada, fracasada, tanto esfuerzo en apoyarle y no ha servido de nada. Marcos se está muriendo.   

- ¿Ya te vas Viki? - Me pregunta la madre sin soltarme las manos. Sus ojos denotan  cansancio y tristeza. La tristeza de una madre que lleva mucho tiempo sufriendo y esperando lo inevitable.

- Sí, pero vendré esta noche, y así podrás descansar, llámame al móvil si hay algún cambio - Le doy un beso, y le abandono con su dolor. Sé que me está mirando, y no sé si podría soportar esa imagen, si vuelvo la cara.

No regreso a mi casa, sino que me dirijo a su apartamento, me derrumbo en el sofá y analizo si su vida hubiera sido diferente si Mara no hubiera existido y hubiera seguido conmigo. Miro a mi alrededor y veo el caos de un hombre atormentado, y me digo a mi misma que él nunca me quiso con esa intensidad, pero no sé si yo hubiera permitido que alguien me amase de esa manera extrema.

Me levanto con resignación y me acerco a la ventana. Limpio con la manga la luna casi opaca, lleva tiempo sin limpiarse, como el resto de la casa.

Veo a través del cristal sucio, un plástico, que un día quizás, fue parte de una bolsa. Ahora está apresado en las esqueléticas ramas de un árbol seco, apresado o agarrado.

El viento no lo mueve con suavidad, sino que lo azota con una agresividad en exceso. Sus jirones chocan una y otra vez contra una invisible pared, igual que Marcos y el muro que se ha interpuesto entre él y su vida.

El trozo de plástico se suelta, se ve arrastrado por la fuerza del viento, retrocede y se retuerce, se eleva y sus pedazos quedan prendidos en un árbol, resistiéndose, como mi amigo se aferraba en sus momentos, cada vez más aislados de lucidez, a sus amigos, a  la familia, al débil hilo de pensar que la vida le iba a rescatar de su pozo.

Es una triste imagen, ese trozo de plástico peleándose contra el viento, me imagino  que chilla, un grito ahogado en el silencio, el alarido de la soledad de un agonizante, el último intento para atrapar la vida. Se retuerce contra una áspera rama y después de mil vueltas, convulsiones y movimientos cae por fin inerte a los pies de un hombre que con asco o desprecio lo aleja de sí con la pierna.

Ya no es nada, es merced del viento, forma parte de un remolino, junto a papeles, hojas y polvo. Sólo si Dios quiere, descansara por fin en un olvidado rincón de una apacible calle, vencido.

La música del móvil me despierta de mi abstracción. Me separo de la ventana, hundida  y me dirijo hacia el teléfono. Se me antoja su sonido triste, como si llorase.    

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Ellene, por José Miguel García.



Me llamo Dominic Terrió, aunque tengo algo más de cincuenta años, sin pecar de inmodestia, puedo decir que conservo cierto atractivo, al menos así me lo han hecho saber no pocas mujeres. Veinticuatro años de mi vida los he pasado en la bolsa de París comprando y vendiendo acciones por encargo de estúpidos millonarios a los que enriquecí sin escrúpulos, y amasando una pequeña fortuna personal Hace unos años, cinco concretamente, dos amagos de infarto me hicieron plantearme el futuro de manera distinta a la que hasta entonces había llevado. Siguiendo las recomendaciones del cardiólogo, y por que mi posición económica me lo permitía, dejé el trabajo, corté todos los lazos afectivos que me unían al pasado y me dispuse a disfrutar de un merecido retiro en una ciudad cerca de mar, para dedicar mi tiempo a lo que siempre me había ilusionado: la escultura.
Uno de mis defectos es que no he sido nunca demasiado sociable, aunque pueda parecer sorprendente por el trabajo al que me dedicaba, para mi ha sido siempre muy importante guardar mi espacio y poder disfrutar de la soledad cuando lo necesito. De hecho me cautivó de esta ciudad donde vivo sus calles desiertas, su largo paseo marítimo y sobre todo, la escasez de visitantes. Ahora ya no es así,  por eso pienso que de no variar radicalmente esta situación, es muy probable que dentro de poco haga las maletas y me vaya en busca de un lugar perdido donde pueda curar las heridas por las que hoy sufro. Si algo me detuvo hasta ahora fue Elene, pero desde hace unas horas el ancla que unía nuestros destinos ha roto  amarras.     
  Quisiera pasar página de este mal momento, pero no puedo, el recuerdo de cómo la conocí vuelve una vez y otra en un bucle interminable. Cierro los ojos y veo, como si ocurriera hoy, cada detalle de aquella tarde del último verano. Una de esas escasas tardes agradables que parecen adelantarse al otoño. Las nubes se habían acercado desde el norte alejando el bochorno de la última semana.  Fue precisamente el aspecto del cielo, que parecía preludiar un típico  chaparrón de agosto, el que me animó a salir con el secreto deseo de recuperar el olor a tierra mojada que tanto me agrada. Además pensé que era una buena ocasión para retomar la recomendación del cardiólogo de caminar al menos una hora diaria para mejorar la salud del corazón.
   Calcé unos mocasines cómodos, un pantalón blanco y polo marinero que me daban un cierto aspecto juvenil. Tras un vistazo en el espejo, que sólo sirvió para descubrir como las canas empezaban a blanquear en demasía las sienes, salí de casa y a paso tranquilo me encaminé hacia el mercado provenzal. Al llegar, deseché la idea de entrar por el nutrido gentío que colmaba los puestos. Aunque no tengo demasiadas manías, esta es una, por eso siempre que es posible evito las multitudes.
Tras cambiar de rumbo, me detuve a comprar el periódico en la librería donde suelo hacerlo, y con él bajo el brazo encaré el paseo marítimo. Después de una hora caminando a buen ritmo, algo fatigado por el esfuerzo, creí que era un buen momento para tomar un refresco ya que, aunque no hacía calor, el recorrido me había dado sed. Tomé asiento en unas de las sillas de mimbre con amplio respaldo que aquel día habían situado en una esquina del paseo, a cubierto del aire que se había levantado. Tras pedir al camarero un zumo de naranja y observar que era el único cliente, me dispuse a enfrascarme en la lectura de los titulares del periódico.
         Iba a hacerlo cuando llamó mi atención una pareja que se acercaba. En realidad quien llamó mi atención fue la mujer: una chica de larga melena negra a quien le calculé menos de veinticinco años, subida en unos tacones de vértigo y vistiendo un corto traje rojo que ceñía con un cinturón a juego. Tenía un aspecto en extremo llamativa, incluso provocadora, pero en conjunto resultaba muy agradable. Centré la mirada en su rostro e inmediatamente mi vista se perdió en los ojos: dos perlas verdes que parecían iluminar su alrededor. Ya más cerca, la volví a mirar, pero esta vez de soslayo, para descubrir sobre su frente un rictus de molestia que me hizo pensar que estaba enojada. Al llegar a la mesa contigua a la que yo ocupaba, retiró la silla y se sentó con algo de brusquedad, pero un instante después cruzó las piernas con tal delicadeza y maestría que sentí que el mundo se detenía. Rápidamente el  camarero acudió solícito acudió preguntado que deseaban..
        El hombre que le acompañaba ocupó su asiento casi a hurtadillas. Hasta ese momento no había reparado en él, tal había sido el impacto que me había producido la chica. Aquel hombre debía rondar los cuarenta, bien vestido, con traje claro y corbata azul, destacando especialmente su altura inusual; debía superarme en mas de quince centímetros a pesar de que no soy bajo. Ella pidió amablemente una granizada y él, con un tono que me pareció de resignación, una tónica sin limón.           
    Mientras el camarero les servía, la atmósfera cargada de electricidad que se captaba entre ambos, me dio la sensación  de que iba a desatar una tormenta. Acerté,  bruscamente la chica espetó agriamente: “Eres un estúpido idiota”... seguido de: “ Esta no te la perdono. Como no lo arregles no quiero saber mas de ti”. Aunque lo esperaba, no dejó de sorprenderme. De alguna forma me sentí mal al haberme convertido en espectador de algo que no me había propuesto, sin embargo no me levanté y me marché, sino que disimule tapándome el rostro con el periódico como si intentara hacerme invisible.
               Al verla llegar pensé que era una de esas chicas tan guapas como tontas y no niego que, por un instante, envidié al tipo que le acompañaba, lo último que podía imaginar es que fuera capaz de intimidar a aquel hombretón que permanecía en silencio observando la bebida.
     Pasé la hoja del periódico como que si hubiera finalizado la lectura de la página, una forma de engañar las reglas con las que me educaron y, también y en especial, para evitar que mis contertulios se sintieran espiados, porque de ser así podrían haber puesto fin a lo que en esos momentos centraba todo mi interés.
    A decir verdad, mi presencia, a menos de un metro de la pareja, no parecía importarles demasiado, particularmente a ella, porque no aminoró ni en el tono ni en la intensidad de sus insultos.          
    - Todo un carácter-, musité por lo bajo.
               Cuando creí que había descargado su malhumor y que la situación empezaba a reconducirse, bastó que el tipo abriera la boca con intención de decir algo parecido a una disculpa, para que ella se levantara con tal ímpetu que a punto estuvieron los vasos de irse al suelo. Dejándolo con la frase a medio pronunciar, se marchó, no sin antes dedicarme una sonrisa que me desarmó completamente.
     Reconozco que tan impresionado quedé que a punto estuve de perder la compostura, algo que jamás me había ocurrido; siempre he sido capaz de reprimir mis instinto, sin embargo aquello me superó. Quedé borracho de deseo al verla marchar agitando el bolso junto a su cuerpo perfecto, hipnotizado por la sonrisa y por el balanceo de la larga melena negra, que parecía haberse acompasado con los latidos de mi corazón. La visión de una vestal griega o de una amazona sobre un unicornio no me hubiera producido tanta zozobra  como el que sentí en aquellos instantes. De haber tenido veinte años menos hubiera corrido tras ella, pero no lo hice.
        Lamentándolo, cerré los ojos y quise eliminar, no sin esfuerzo, la ansiedad que me envolvía. Respiré profundamente y algo más relajado intenté, aun sabiendo que era  tarea imposible, centrarme en el periódico. Al volver una hoja del diario me topé de frente con la mirada del acompañante que, sin dudarlo, se dirigió a mi diciendo:
   Tan preciosa como una tormenta en la montaña,  ¿verdad?
   Sí, - contesté titubeando y sin pensar.
   Así es ella, le aseguro que un cuchillo de doble filo escudriñando la garganta de un hombre sería menos peligroso - respondió con amargura mientras yo notaba subir el calor a mis mejillas al sentirme descubierto.
    Va, no se preocupe. Esa mujer llama la atención incluso cuando duerme, estoy más que acostumbrado. Por si le interesa, no soy su novio.- contestó guiñando un ojo en señal de complicidad.
   Lo lamento, no era mi intención inmiscuirme en sus asuntos, pero no he podido evitar...- dije excusándome.
   No tiene importancia, se adelantó cortando mi disculpa. Ya se que no ha podido evitar oírnos, de hecho ella no ha hablado, ha gritado como siempre que no consigue lo que quiere,- continuó mientras apuraba su vaso.
    Jacques Derriort, representante de artistas,- dijo al cabo de unos segundos alargándome  la mano.
   Dominic Terrior, - contesté ofreciéndole la mía sin darle mas detalles.
   Jacques se levantó de la mesa, dejó unos francos  y tocándose la frente a modo de saludo se despidió:
     - Encantado señor. Por cierto, la chica se llama Elene Armond, una posible estrella si se deja aconsejar; por si le interesa esta semana actúa en el teatro central.
     Silbando una canción, Jacques encaminó sus pasos hacia donde la chica se había marchado. Aún turbado por los acontecimientos, me recosté sobre el asiento y así estuve durante un largo rato pensando en Elene.
     La tarde empezaba a decaer con la rapidez del final de agosto, un golpe de brisa húmeda me erizó la piel y me dispuse a marchar, tenía algunas cosas pendientes que no podían esperar. Llamé al camarero y pagué la cuenta. Al ir a doblar el periódico vi con asombro la foto de Elene en la contraportada. Por un segundo quedé petrificado con el corazón galopando al borde del infarto.
      Aunque no soy un hombre imprudente, reconozco que dejando atrás toda lógica, busqué el teléfono del teatro y desde la misma cafetería reservé un palco para aquella noche. De camino a casa tracé un plan simple para conocerla: buscaría a Jacques y le rogaría que me presentara tras la función Si la suerte acompañaba tal vez Elene aceptaría una invitación para cenar aquella noche. Para ayudar a la suerte, entré en una floristería y le encargué el ramo de rosas más hermoso que jamás he regalado a ninguna mujer.
       La nota de Elene, que aún sostengo entre las manos, es la causa de la melancolía que me invade. La he leído cien veces esperando encontrar un detalle para la esperanza, pero no lo hay. Como si fuera una nota oficial me da las gracias por los meses que pasamos juntos y confirma que ha partido para Estados Unidos sin intención de volver.
           Estoy mirando el mar tras la cristalera del estudio rodeado de un busto de ella a medio terminar, un tronco arde en la chimenea mientras noviembre cumple sus últimas horas. Todo parece estar envuelto en un halo de tristeza, pero se que esa pesadumbre no es más que la prolongación de mi propio abatimiento al haberla perdido.

viernes, 21 de diciembre de 2012

Criaturas del mal, por Carmen Gómez Barceló.



Se había prejubilado y ahora tendría todo el tiempo del mundo. Todo el tiempo del mundo significaba un horrible monstruo que acabaría con él. Despertarse todos los días en el mismo punto y hora sin nada que hacer no haría más que empeorar su situación y su enmarañada mente terminaría por devorarlo. Estaba seguro.
-Tengo que hacer algo, se dijo mientras miraba con desdén el almanaque que colgaba de una alcayata, dispuesta para este fin desde tiempo atrás.
-Me iré a Barcelona, me gusta el mar y los barcos- dijo Paco esa mañana.
-¿A Barcelona? Le preguntó Ana, su mujer- Tú estás perdiendo la cabeza, deja de decir tonterías.

Ana tenía una paciencia infinita, Paco era poco hablador pero los que le conocían bien sabían que su cabeza nunca descansaba. A veces se obligaba a distraerse haciendo interminables crucigramas para mantener la mente ocupada y así no volverse loco pues sus pensamientos le jugaban malas pasadas a él y a los que le rodeaban, sobre todo a su mujer, ya que Paco era un celoso de manual.

El miedo a ser engañado sobre todo por quienes más le importaban le había convertido en un ser atormentado  que  era incapaz de reconocer que lo que le hacía desconfiar de su mujer era fruto de su colosal imaginación. La tortura era constante  y creyó que yéndose al puerto de  Barcelona  perdiéndose entre mástiles y redes, dejaría de sufrir y permitiría vivir a los demás.

Mientras Paco intentaba colocar sus pertenencias en la antigua maleta, su hija Lucía que conocía profundamente a su padre se le acercó.-Vaya papá, qué desilusión, te rindes.
-Sí, me rindo y por eso me voy Lucía, lo siento pero si me quedo solo os traeré problemas. No sé como quitarme estos pensamientos de encima y ya os he hecho demasiado daño a las dos.
-Papá, ¿conoces la historia del guerrero de la luz que luchaba contra las criaturas del mal?, pues te quiero pedir un favor antes de que te vayas, creo que me lo merezco, quiero  que te conviertas en él, el paladín que defiende su reliquia luchando contra los monstruos que se la quieren arrebatar. Nosotras somos tu reliquia, porque sé que nos quieres muchísimo. Hazlo. Busca a esas criaturas malvadas que tanto daño te hacen.
-No sé cómo hacerlo hija.
-Vuelve al pasado. Piensa en algo que te haya molestado desde que eras pequeño. Ahí está el origen de todo. Busca donde están tus criaturas del mal.

Paco, cansado, se echó un rato antes de marcharse definitivamente  y se durmió. Se encontró de pronto en una cuna y su madre lloraba. ¿por qué llora? Se preguntó. El estaba feliz de haber llegado a esa casa . Era una habitación pequeña y oscura  pero eso no le impedía vislumbrar las caras de los que le miraban. Estaban tristes y  sus miradas se dividían entre los espacios de la cuna. Miró a su alrededor y a su lado estaban esparcidas algunas rosas. El olor dulce de las flores cortadas enmascaraba otro aroma extraño. Miró a la pared y vio enmarcado en un cuadro el retrato de otro niño rodeado de rosas que se le parecía. No hacía mucho tiempo  esa misma cuna había estado ocupada. Comprendió lo que sucedía cuando oyó decir a su madre  mirándole con tristeza-Es igualito a Paquito, por eso le llamaremos Paco. Era solo un trocito de persona  pero ya intuía que su vida consistiría en suplantar a su hermano muerto. Nunca se le consideraría único e irrepetible, solo la sombra de otro. Los besos de su madre no serían nunca solo para él.

Paco se despertó y comprendió enseguida quién era su monstruo particular, el que le había robado su vida y estaba destruyendo  todo lo que le pertenecía.

En silencio sacó las prendas que guardó en la maleta algunas horas antes, buscó a Lucía, su hija y le dio las gracias.-He encontrado al monstruo y lo he matado, le dijo- ahora sé que yo soy yo.  Empiezo a construir mis propios cimientos y me gustaría que os quedaseis  aquí para verlo.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Una mente desdibujada, por María del Mar Quesada.


En el verano de 1993, él tenía  38 años y ella 29. El día que se conocieron en casa de un amigo común, la atracción entre ellos fue fulminante, todos los presentes pudieron percatarse de los destellos de esa explosión. Ese día se fundieron los deseos ocultos de ambos. Luis necesitaba a una mujer que le aportara estabilidad y sentido a su vida, paz a su mente desdibujada, en definitiva necesitaba amar y ser amado. Ana necesitaba alguien que le hiciera olvidar el fracaso de su matrimonio, que le aportara pasión, alegría e ilusión.  La dificultad residía en que Luis quería alcanzar el estado de in perpetuum  y Ana vivía en  un estado de carpe diem, no había mañana, solo el día de hoy.
Luis solo sabía de ella que era la reciente ex mujer de un conocido,  era una mujer joven, menudita, delgada, pero con formas,  sus  pequeños ojos negros tenían mucha vida y sobre todo, vio una mujer que irradiaba alegría, serenidad y comprensión.   Ana solo conocía de él que era un tipo raro,  un poco excéntrico, una persona compleja según sus amigos. Sin embargo, Ana tenía delante un hombre alto, delgado, de pelo negro y barba recortada, a ella  las barbas no le gustaban, pero reconocía que a él le sentaba bien, vio a un hombre con  ojos cansados y boca bien perfilada, no era guapo, pero era atractivo en conjunto. Lo importante en ese momento no fue el físico, sino la atracción que surgió desde el primer momento que se rozaron con el beso de presentación.

La atracción entre dos personas no hay forma de explicarla,  no hay una razón concreta, ni lógica matemática ni científica, ni ecuaciones emocionales que la puedan definir.Cuando surge solo tienes que rendirte y dejarte llevar o luchar hasta la muerte contra ella. No hay forma de concretar porqué, de pronto, nos sentimos absorbidos por otra persona a la que acabamos de conocer, pero con la cual estamos dispuestos a compartir nuestro cuerpo, nuestra intimidad, nuestra sensualidad, nuestra sexualidad, nuestro yo terrenal en estado puro.

Ambos se buscaron y consiguieron encontrarse dos días después. A los 15 minutos de verse, con una excusa banal subieron a casa de Luis. Intentaban controlar el impulso que sentían hacia el otro  en un empeño estéril de conocerse mejor, pero ese autocontrol solo les duró un día más. A partir de ese día  dieron rienda suelta a la pasión que sentían, aunque los dos desconocían realmente lo que buscaba el otro, pues las palabras eran borradas por las caricias, la piel erizada, los besos infinitos, las miradas silenciosas y por el placer intermitente y constante.

Pasaron los días y Luis comenzó a desgranarse a sí mismo delante de ella. Ana descubrió a un hombre inteligente, sensible, divertido, sensual, con un mundo interior muy complejo, en lucha constante consigo mismo, un hombre maduro que arrastra complejos infantiles no superados, pero que cuando estaba con ella era capaz de olvidarlos. Ella sabía escuchar y él necesitaba que lo escuchasen sin prejuicios.

Él está feliz, no solo porque la tiene a ella, sino porque hasta ahora, no ha surgido ninguna nimiedad que desemboque en un episodio violento de consecuencias nefastas, sobre todo para él. Esa sensibilidad extrema le hace ver fantasmas donde nadie los ve: en una mirada airada, en una palabra inapropiada, en un gesto insignificante. Desde que Ana forma parte de su vida, nada de eso ha ocurrido, es capaz de dormir sin tomar pastillas, es capaz de gustarse por las mañanas, es capaz de aprender a quererse, siente que por fin se acabaron las terapias, las charlas con el psicólogo, las bajas por depresión, los desplantes de los amigos hartos de sus paranoias. Ana le ha curado, en poco tiempo, de todo ello.

Entrado ya el otoño, en el mes noviembre Luis tenía turno de noche en el hospital,  el viernes por la noche Ana queda con una amiga y sin pensarlo mucho decide irse a la playa con ella a pasar el fin de semana, intenta avisar a Luis, pero como no tiene el teléfono de su trabajo no le da más importancia, piensa recompensarlo y recuperar los momentos de placer cuando él esté de descanso. Ella se va el sábado por la mañana  de madrugada, mientras Luis a esa misma hora está deseando salir del trabajo para estar con ella.

Durante todo el fin de semana Luis  llama a  Ana,  como  no  coge el teléfono,  se acerca a  casa  de ella y ve que todas ventanas están cerradas. Nervioso  y algo alterado llama al amigo que los presentó y éste le dice que no sabe  donde está Ana, pero  intenta tranquilizarlo comentándole  que ella está en esa fase de la separación en el que se actúa por impulsos, seguro que se habrá ido de viaje aprovechando que él trabajaba. Esta aclaración no serena a Luis, sino que da  libertad para que fluyan en su cabeza todo tipo de hipótesis: si estará con su familia, si habrá tenido un accidente o si estará con su marido. Lo que le hiere no es que se haya ido, sino que no le haya avisado, que no haya preocupado de sus sentimientos, no obstante Luis se centra en no cometer el error de perder el control delante de ella.

El lunes cuando él sale del hospital,  sin quitarse siquiera la bata blanca se presenta en casa de  Ana a las 8 de la mañana. Cuando ella, aún somnolienta,  abre la puerta, se encuentra con un hombre cuyo cuerpo reconoce, pero no su cara  desfigurada por la ira, no obstante ella está de buen humor.

-        Buenos días, ¡qué sorpresa!
-        ¿Dónde has estado todo el fin de semana? - Luis  grita aunque esa no era su intención.
-        Perdona, primero se saluda y después no me grites. - Le dice risueña.

La tranquilidad socarrona de ella le exaspera todavía más y en lo que dura  un suspiro, Luis piensa que se está riendo de él.

-        ¿Dónde has estado todo el fin de semana? ¡Contéstame de una vez! Llevo dos días esperando una llamada, una explicación. - El control sobre sus palabras se iba perdiendo por segundos.
-        Me fui con una amiga a la playa, intenté avisarte. De todas formas, ya soy mayorcita y no tengo que dar explicaciones a nadie.

-        ¿Qué no tienes que dar explicaciones a nadie? Entonces,  ¿quién te has creído qué soy yo, tu  payaso? ¡Eres una niñata estúpida!

Luis había perdido el pulso sobre sí mismo y no sabía cómo parar la espiral en la que se encontraba, la trasformación se completó cuando Ana le cerró la puerta en la cara. Apretó el puño y dio un golpe  en la puerta mientras gritaba:

-        ¡¡Ojalá te mueras, estúpida!!

Ana  lo escuchó. No se podía  explicar cómo una persona podía transformarse en otro ser totalmente diferente, él en su trabajo tenía en sus manos a personas enfermas, cómo podía controlarse. Ella sabía que él estaba bien considerado en su planta, cómo lo conseguía. Sin embargo a ella no le dolieron las palabras en sí, sino la ira de su rostro desdibujado por la rabia, los ojos cansados enrojecidos, las venas de la frente a punto de salirse de su caudal, la boca bien dibujada mordida por la furia.

Luis en el mismo segundo de pronunciar su frase lapidaria, se arrepintió. Otra vez su fiera había salido a luz, pero esta vez el riesgo había sido mayor, había insultado y gritado a la mujer que le había ayudado a desprenderse, poco a poco, de la parte animal que le comía su parte humana. Se había perdido delante de la mujer que amaba. Apoyada la cabeza  en la puerta de Ana, dijo con un tono tenso y con lágrimas en los ojos:

-        Lo siento, mi amor. Por favor perdóname.

Silencio.

-        Por favor, Ana abre,  déjame que te pida perdón mirándote a los ojos.

Ana sintió que tendría que luchar contra la seducción que sentía, perdonar a Luis supondría la muerte para su alegría, su neurosis no se iba a curar solo con amor y comprensión. Ana no podía dejar de sentir pena, ella sabía que él estaba sufriendo, su víctima era él mismo, no ella. Si abría la puerta, terminaría perdonándole, harían  el amor como si fuera la última vez y todo comenzaría como si nada, pero ella perdería  la libertad para ser ella misma y ya no sabría cómo actuar para no herirlo otra vez.

-        Ana mi amor, te quiero.

Luis se fue, estaba cansado había estado trabajando de noche todo el fin de semana, necesitaba descansar y pensar con lucidez.  Esa mañana ella no abriría la puerta, pero quizás al día siguiente todo se solucionaría. Ellos se amaban.

martes, 18 de diciembre de 2012

Pasión y razón, por José García.


Bárbara es una mujer actual, licenciada en derecho y especializada en derecho mercantil y aduanero. Desde hace quince años trabaja para una multinacional en su departamento de exportación. Siempre le gustó cuidar su aspecto y vestir bien, hecho al que presta mayor atención ahora que acaba de pasar de los cincuenta. El cabello es castaño oscuro, que trata con frecuencia dándole distintas tonalidades del original castaño, entre otras, para ocultar las incipientes canas que asoman a su bien cuidada cabellera. Conjuga meticulosamente todo tipo de complementos en el vestir pañuelos, pendientes, collares, pulseras así como los colores del maquillaje para ojos, labios, etc. Pero sobre todo, lo que especialmente observa es combinar su calzado, siempre de tacones, con el bolso a juego.

Últimamente estaba algo preocupada por su peso y había acudido a su mutua médica privada para consultar con un especialista endocrino. Este tras un detallado examen determinó la necesidad de realizar unos análisis específicos, con el inconveniente de que los laboratorios no disponían de los medios necesarios para efectuarlos con las suficientes garantías.” Para ser sincero”- le dijo el doctor-“el más capacitado por su fiabilidad, es el Hospital Central, ya sabes, en otras circunstancias hemos podido aprovechar una guardia de urgencias, pero con la situación actual no es aconsejable”, “aunque podrías intentarlo con tu médico de cabecera, nada se pierde por ello.”

El doctor Andújar, que así se llama el médico de cabecera, es una persona de carácter afable, de cara redonda y sonriente, ojos pequeños pero vivos, su pelo rizado con bastante entradas, de cincuenta y tantos años, mediana estatura y algo rechoncho, siempre enfundado en su intachable uniforme blanco. La escuchó mientras consultaba la pantalla del terminal informático. “Mire señora, no disponemos de historial que nos permita considerar el informe que aporta como una segunda opinión al diagnostico efectuado con anterioridad, así que tendríamos que realizar un examen generalizado a fin de corroborar o no dicho diagnostico.” Bárbara le reprochó su actitud de no proceder a la realización de los citados análisis y retrasar el posible tratamiento. Saliendo con caras de pocos amigos de la consulta.

No era el único contratiempo que había tenido hoy el doctor Andújar. En la mañana había estado en su consulta Andrés, mecánico tornero o manipulador de máquinas herramientas, de cuarenta y pocos años, alto, delgado, de facciones relajadas pero avispadas, nariz aguileña, barba recortada y pelo largo recogido en una cola, sus manos grandes de dedos largos y fuertes. Solía vestir con pantalón de sport o vaquero, camisas de cuadro o niquis. Llegó aquejado de fuertes dolores de cervicales, que le adormecían los brazos y le originaban dolor de cabeza. Le había recetado relajantes y antiinflamatorios, a lo que Andrés le aseveró. “Verá doctor, en otras ocasiones este tratamiento ha logrado remitir el dolor, pero ahora puede que no sea suficiente, ya que es mucho más persistente.” El doctor le contestó, tratando de templar, “no le digo que no sea así, pero en estos momentos antes de establecer una patología determinada y derivar al paciente hacia especialistas o centros especializados, tenemos que cumplir previamente con un protocolo establecido, que demuestre que hemos intentado descartar otras patologías asequibles de tratar en la asistencia primaria. Sí en cuatro o cinco días no ha remitido, derivamos la atención asistencial.”

A pesar de estos contratiempos el día de hoy poco difería de los demás, y aunque se encontraba un tanto cansado, tenía una cita a la que no quería faltar.

Bárbara, algo nerviosa, se apresuraba para salir a la calle, escogía detalladamente cada prenda o complemento de su indumentaria, dejando para el final la elección del calzado, en esta ocasión optó por un zapato abotinado de medio tacón más cómodo y austero que en otras, removía un tanto desordenada el vestidor, “que buscas mamá”-“el bolso hija”-“cuál de ellos”-“el grande de correa que hace juego con estos zapatos”-“aquí está, en el comedor”, lo cogió de forma apresurada y se despidió, “hasta luego hija, no vuelvo tarde.”

Eran las siete de la tarde y en la puerta del hospital, junto a una gran multitud, se encontraban Andrés, el doctor Andújar de blanco, al igual que el resto de sus colegas, y Bárbara que llegaba al límite y sacando una bata blanca de su bolso y colocándosela por encima y desabrochada, se sumaba a ese océano humano que tras una pancarta en la que se podía leer, “SANIDAD PUBLICA PARA TODOS”, se ponía en marcha como una gran marea blanca.

“Los errores privados de los personajes públicos se utilizan para desprestigiar lo público, en vez de invitarnos a salvaguardar lo público de las mezquindades privadas.”- Luis García Montero. 

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Tiempo amordazado, por José Miguel García.


La música fluía suave por los altavoces del dormitorio, Rosanna con los ojos cerrados se dejaba acariciar por los acordes del piano que daban vida a la vieja canción El río de la luna. Recostada en la cama de matrimonio reinaba en la inmensidad del lecho mientras sobre su regazo reposaba una novela de moda cuyas hojas centrales parecían bailar al acorde de la melodía. El tiempo transcurría tan lento como el violín que hacía de contrapunto.

Aquel sábado había decidido no salir, estaba demasiado cansada y un cúmulo de circunstancias habían ayudado. Ahora no se arrepentía, aunque no lo había llevado bien cuando supo que el trabajo le impediría pasar el fin de semana en la playa. Antes de aceptarlo hizo varias llamadas para tomar una copa esa noche, pero en todas obtuvo las mismas respuestas: Lo siento, pero no puedo, tengo un compromiso previo. Tenías que haberme avisado antes.

Se había acostado temprano para lo que acostumbraba, sobre todo siendo sábado donde  siempre era un fracaso meterse entre las sábanas antes de las cuatro de la mañana y sola. Sin motivo aparente, o tal vez por el gusto de disfrutarlo, se había puesto su camisón mas sexy, había gozado de un largo baño perfumado con hojas de nardo y tomado una cena ligera que no le impediría dormir plácidamente. El tiempo había pasado sin darse cuenta enfrascada en la lectura y ahora un leve sopor le iba invadiendo. Se arropó sin poder evitar que el recuerdo de Rinaldo se le acercara.
Bajó algo la música con el mando a distancia, lo justo para que se oyera sin que llegara a molestar y marcó una hora en el programador de la cadena musical; antes de abandonarse tomó el reloj de la mesilla de noche desactivando la alarma: mañana no tenía ninguna prisa. Eran los dos y cuarto del sábado 15 de octubre de 1977 . Apagó la luz y la oscuridad inundó la habitación. Al cabo de unos instantes los muebles comenzaron a tomar forma bajo la débil luminosidad  que penetraba del exterior. Cerró los ojos y se dejó llevar dispuesta a pasar por fin una noche totalmente relajada.

Cerca de las tres de la mañana le sobresaltó el estridente sonido del móvil que había olvidado colocar en silencio.

- ¿Quien llamaría a esas horas?, se preguntó. Miró el número entrante comprobando que aparecía como oculto en la pantalla del teléfono. Estuvo tentada de colgar pero le picó la curiosidad.
Pulsó la conexión y al instante sonó al otro lado la voz tensa de un hombre que se disculpaba. - Perdone, ¿es usted Rosanna Peronni?, preguntó.
-Sí. contesto secamente aún medio perdida en el sueño.
- Le llamo desde la Dirección General de Seguridad. Vuelvo a pedirle disculpas por la hora, pero ha habido un accidente y nos han pedido que le avisemos. Respondió el otro lado del teléfono.
Rosanna se incorporó agitada, no conocía a nadie de la Dirección General de Seguridad que pudiera llamarla y menos a esas horas...y por un accidente. Con la voz aún con restos de noche y llena de dudas preguntó:  - ¿ Que ha ocurrido?.
Hubo un silencio durante el cual mil posibilidades le fueron llegando causándole una alarma que se iba incrementando por segundos.
- Lo siento, por teléfono no puedo dar esa información, sólo puedo decirle que el Profesor Picori le pide que venga a Brindisi con la mayor urgencia.

Tras un instante recordó el viejo profesor de la Universidad de Trento que le había dirigido la tesis hacía tres años y a quien el  Gobierno le había ofrecido un alto cargo que había aceptado a pesar de que le había supuesto alejarse de la cátedra.

Si era él quien le pedía de madrugada que acudiera a Brindisi urgentemente, algo gordo tenía que haber pasado, pensó.

- ¿Natalio Picori?,  preguntó.
- Sí, contestó cortante la voz desde el otro lado del teléfono.
- Pero...¿que ocurre?, volvió a preguntar.

De nuevo una disculpa por no poder dar más información seguida de: - Si está dispuesta a venir dentro de diez minutos tendrá un coche en la puerta que le llevará al aeropuerto, donde le  estará esperando un avión del ejército con rumbo a su destino. Si no es así, olvide esta llamada.

Dudó un segundo para seguidamente afirmar: - De acuerdo, dentro de diez minutos...
- Ahí estaremos, sonó al otro lado del teléfono seguido del pitido que señalaba que había colgado.

Quedó un instante pensando. Su mente fluyó con rapidez cavilando que quizás se le pintaba una ocasión única para salir del ostracismo al que le había llevado no haber obtenido la plaza de investigadora en la que tanto empeño puso. Decidió que aunque no fuera así no estaba dispuesta a ignorar  que era aquello tan urgente que no había podido esperar hasta el lunes.

  Se levantó de un salto dejando caer a sus pies el precioso camisón azul eléctrico que cubría su delgado y atractivo cuerpo. Corrió al vestidor y con prisas cogió un pantalón vaquero y una camisa; dudó ante el jersey de cuello vuelto porque, aunque estaban a principio del otoño, en Roma las noches eran frías y no tenía ni idea de la temperatura que haría en Brindisi: lo último que deseaba era  pillar un resfriado. Con buena lógica se decidió por él.

Comenzó a vestirse y tras mirarse un instante al espejo del vestidor, entró en el cuarto de baño dispuesta a peinarse  y recoger el pequeño neceser donde guardaba parte del secreto de su belleza. En la calle sonaron los frenos de un coche mientras en la cercana iglesia de Santa Mónica las manillas del reloj del campanario se movieron disparando el mecanismo. Tres sonidos roncas rompieron el silencio de la noche.

 Rescató del armario una mochila que había preparado para pasar el fin de semana en la casa de recreo de su compañera Sandra, frustrado a última hora por una estúpida guardia. Colocó en ella el neceser y tras sujetarla en su espalda, asió su maletín de trabajo y se dispuso a salir. Apagó la luz y cerró la puerta. Instintivamente comprobó que la llave dormía en su bolsillo, no sería la primera vez que se había quedado en la calle por esa tontería, suspiró.

Bajó las escaleras de dos en dos con la agilidad que le daban  piernas de treinta año bien entrenadas. Al llegar al portal vio al otro lado de la calle un coche con las luces encendidas y con  dos hombres dentro. No lo dudó y se acercó con paso firme. Al verla, uno de los hombres se bajó del coche inmediatamente y le preguntó : - ¿La doctora Rosanna Peronni?

- ¿Quien si no?, contestó.

El hombre, que supuso un policía secreta lucía una  coleta y varios piercings en las cejas, abrió una de las puertas laterales y tomando la mochila la invitó a entrar. Un minuto después el automóvil con las luces azules centelleando volaba por las calles desiertas de Roma con dirección a Fuimicino.

         Al entrar en el avión le sorprendió al encontrar varios colegas conocidos y algunos que por su aspecto supuso extranjeros. Aquello era una convención de especialistas, pensó hilvanando ideas.

            Tras el saludo de rigor, alguien que parecía al mando le indicó el lugar que debía ocupar en la larga fila de asientos individuales. En ese  mismo instante rugieron los motores del avión mientras iniciaba la carrera por la pista. Cuando el avión se estabilizó, Rosanna observó por la ventanilla que el sol empezaba a apuntar en el horizonte. Picada por la curiosidad, se volvió e interrogó con la mirada a varios de los pasajeros que aún no habían cerrado los ojos, uno a uno se encogieron de hombros y negaron con la cabeza.

           Cuando por fin todo concluyó, un regusto amargo quedó flotando en el aire del hospital de campaña que el ejército había levantado en un tiempo récord y que hizo desaparecer aún con más urgencia. Los profesionales que habían participado en el incidente fueron recluidos en salas individuales de dependencias médicas del ejercito durante dos semanas entre grandes medidas de seguridad para pasar la cuarentena. Cuando fue manifiesto que nadie estaba infectado, se les condujo a un salón de actos donde les esperaban el ministro de Salud Pública, el Profesor Picori y un nutrido grupos de generales.

            El ministro se dirigió a ellos agradeciendo su colaboración e indicándoles que el Gobierno sabría recompensarles por su esfuerzo, para a renglón seguido exigirles el silencio más absoluto sobre lo ocurrido en esas dos semanas. De forma sibilina les avisó de que cualquier paso en falso pondría en riesgo el futuro profesional de quien diera la más mínima información de lo que calificó como “incidente”, añadiendo que era  alto secreto de estado.

Como prueba de que el mensaje llegó nítido, ninguna noticia saltó a los periódicos nacionales o internacionales, no hubo preguntas de la oposición al Gobierno; no corrieron rumores ni hubo nadie que se interesara por las treinta personas que murieron en los cuatro días que duró la emergencia. Tan sólo una pequeña reseña una semana después en un periódico local, que los lectores se tomaron como una lamentable desgracia, contaba que una balsa cargada de emigrantes se había hundido a las puertas del Mar Adriático sin que, a pesar de los esfuerzos del Servicio de Salvamento Marítimo, se hubiera podido encontrar el más leve rastro.

El secreto del virus que llegó de África - una cepa desconocida y fatal de Ébola -, quedó oculto en el obligado silencio de los médicos y militares  y en el ácido que corroyó las células de los muertos hasta hacerlos desaparecer.

Salvo dos muestra para pruebas, una guardada bajo refrigeración en una caja de seguridad del complejo Emilio Golgi de enfermedades letales y otra enviada para su estudio a EEUU y el dolor por el silencio obligado que quedó como una marca negra en el alma de Rosanna, esos días no habían existido.

Cinco años después se desató un gran escándalo en Italia cuando se publicó el libro “ Tiempo amordazado”, donde la Doctora Rosanna Peroni, ahora investigadora destacada de Médicos sin Fronteras en Znara ( Sudan), plasmaba paso a paso lo ocurrido con los treinta emigrantes africanos que llegaron a la Torre de Sant´Andrea, en Gigliano del Capo, infectados de Ébola el 13 de octubre de 1977.

A pesar de la presión de la opinión pública y de las severas recriminaciones de la OMS, tras comprobar la veracidad de los hechos, ni un sólo miembro del Gobierno italiano dimitió.

En el hospital de campaña de Znara, un chico llegó corriendo al despacho de la Doctora Peroni con un telegrama en la mano. Rosanna  al leerlo no pudo contener una sonrisa cómplice: Rinaldo le avisaba de su próxima llegada.