miércoles, 30 de enero de 2013

Ejercicio práctico, por María del Mar Quesada.


En el  baño de un restaurante  delante del gran espejo, hay  una mujer lavándose las manos y otra retocándose el maquillaje. La mujer que se lava las manos es una chica alta, joven y va vestida informalmente. La mujer que se está mirando al espejo tiene 47 años lleva  un vestido y un bolso negro,  hoy tiene su primera cita con un hombre después de su separación. Cuando van a salir  la puerta del baño no se abre, lo intentan otra vez, pero la puerta no cede. La chica joven cuando ve que está encerrada  comienza a reírse:

-         “¡Vaya lo que me faltaba! Ahora mis amigas creerán que me he puesto a hablar por el móvil”.

La mujer más nerviosa se vuelve y empieza a tirar de la puerta, no se  puede creer  que  en su primera cita se quede encerrada en un aseo por ir a retocarse. Su amiga se lo avisó: “Sé coqueta, pero no te pases, si no él pensará que estás más preocupada porque tu aspecto dé una buena impresión, que por conocerlo a él.”

Mientras la mujer empieza a dar voces para que abran, la chica llama  por el móvil a sus amigas y les dice que avisen a un camarero que la puerta del baño se ha atascado. La mujer deja de gritar y se da cuenta que en su bolso hay más maquillaje que batería en el móvil. Cuando por fin abren la puerta, la chica  dice “Adiós” con una sonrisa y la mujer madura  solo “Gracias”.

Verónica llega hasta la mesa en las que sus dos  amigas están pendientes de la mujer que sale detrás de ella. Con sus miradas interrogan a Verónica y ella  les comenta:

-        No he podido hablar mucho, se ha puesto nerviosa cuando la puerta no abría.  Bueno… tiene una voz dulce y buen tipo para su edad. ¿No habréis cerrado vosotras la puerta, no?
-        Anda ya. Oye Verónica como veo que  hoy no vas a conseguir más información,  pedimos los postres  y no vamos a tomar unas copas.
-        No, guapa. Aquí hemos venido a lo que ya os explique, yo os invito a las dos con la condición de que nos quedemos hasta que se vayan, ese era el trato.
-        Pero, ¿tú estás segura de que son ellos?
-        Si segura, ya lo he investigado casi todo sobre  él, solo me falta ponerme frente a él.

Águeda  se sienta  en  la mesa frente a Vicente, su cita. Le pide disculpas por la tardanza. Para ser una cita a ciegas no va nada mal, excepto por los minutos pasados en el aseo. Vicente es un hombre de cincuenta y dos años, alto,  robusto,  sin barriga, tiene una mirada dulce como sus ojos color miel y  es muy simpático, además de estar divorciado dese hace años.  Águeda todavía no se atreve a hacer preguntas muy  personales, no quiere que él piense que quiere hacerle un cuestionario técnico. Ella ha accedido a salir con Vicente porque es el  vecino de su amiga y ésta le había insistido en que es hombre muy agradable y servicial, además de profesor de Sociología en la Universidad.  Águeda se relaja cuando Vicente le pregunta si tiene hijos, y  comprueba que él  no va hacer  ningún  estudio sociológico con ella, sencillamente quiere conocerla mientras disfrutan una estupenda cena.

Verónica y sus amigas han pedido de postre un surtido de tartas a cual más  dulce y apetitosa, lo  acompañan con un licor. Realmente Verónica ni ha probado las tartas, ni  el licor, ni el rollito de merluza  con gambas que se pidió, solo ha comido los panecillos con paté que le han puesto de aperitivo y una botella de agua ella sola.  Hoy solo  está cenando con su mirada, está succionando todos los detalles del hombre que acompaña a la mujer del vestido negro.  Quiere saber cómo se comporta, cómo es su voz, si mueve las manos al hablar, si tiene tics, cómo es su sonrisa, su mirada. Tiene que anotarlo todo en su cabeza como si fuera un cuaderno, igual que cuando hacía  un ejercicio práctico de Estadística. Ya conoce su estado civil, sus estudios, su trabajo, dónde vive, dónde trabaja, su número teléfono,  su e-mail, hasta su DNI. Pero ahora necesita  saber qué tipo de hombre es, cuáles son sus cualidades, su actitud ante la vida,  sus prioridades, sus pasiones, sus defectos. Esta noche  Verónica tiene hambre de saber,  de conocer todo del hombre que ha dado un vuelco a su vida. Aunque  él aún no lo sepa.

-        ¡Verónica,… Vero!   
-        ¿Qué?  
-        Además de mirar ¿Vas hacer algo esta noche?  ¿Vas a decirle algo hoy?
-        No  lo sé. Es que no sé como iniciar la conversación.
-        Pues tú verás, algún día tendrás que empezar.
-        Ya …
Como si tuviera un resorte automático, pero con efecto retardado Verónica se levanta y se dirige hacia la mesa que ha estado observando toda la velada y en ese corto trayecto su pensamiento, va a la misma velocidad  que los latidos de su corazón, y se interroga a sí misma: “Cómo me presento, cómo le cuento que yo sé una verdad que él  desconoce, porque alguien  cercano  se lo ocultó  para no fastidiarle la vida, cómo le explico que  yo lo  descubrí hace un año y medio y desde entonces se ha convertido en una obsesión hasta que lo encontré”. Sin darse cuenta se halla a un metro escaso de la pareja,  cuando escucha a Vicente se despierta de su ensimismamiento.

-        Me hubiera gustado tener hijos, pero el destino y mi ex mujer se empeñaron en privarme de ellos.

Verónica sabe que  si un matrimonio no tiene hijos, solo responde a dos motivos: no se quieren tener o no se pueden tener.  Así que al escuchar las palabras de Vicente se le acaba de abrir el camino para a ser recibida gratamente, aunque sea 29 años tarde.

martes, 29 de enero de 2013

Y no me importa que estés aquí, por Matilde López de Garayo.


Mila tenía la costumbre de aparcar a las afueras del pueblo, en una explanada cerca de una casa deshabitada, y aunque por las mañanas, con  las prisas de llegar a hora al Ayuntamiento donde trabajaba no se detenía apenas a mirarla, cuando regresaba, no podía impedir pararse delante de aquella casa y observarla con detenimiento, volviendo a la pensión con esa sensación de haber dejado algo entrañable atrás, una despedida incompleta, una sensación o un sentimiento inacabado.

Iba conduciendo hasta el siguiente pueblo, donde vivía temporalmente, imaginándose la historia de aquella mansión, su origen, sus propietarios, como estaría decorada interiormente... y creía ver en todas las casas que desfilaban a través de la ventanilla el jardín abandonado, la maleza marchita, y el ciprés que aparentemente, era lo único que se mantenía vivo en la propiedad, el sendero de chinas, invadido por hierbas que conducía a un soportal con unas amplias ventanas, cuyos cristales habían sufrido, no sólo el paso del tiempo sino también las pedradas  de los gamberros, y detrás como si de un rostro moro se tratara la escondida casa. La mujer memorizaba sus elegantes balcones adornados con unas especies de guirnaldas, tallada en piedra, el mismo material que el resto de la fachada, y pensaba como quedarían las puertas de madera oscura,  una vez aplicadas varias capas de pintura y barniz.


Las personas se enamoran  de personas, de música, de pinturas, y también de casas, y ese enamoramiento puede penetrar en los rincones más profundos de la psique humana, remover las escondidas razones como si fuera fango depositado, despertarlo como torbellinos llegando a  convertirlos en una obsesión y Dila  sentía una extraña atracción hacía la casa, era como si en el interior rezumara una fuerza que la estuviera  llamando.

El día que la hicieron fija en el Ayuntamiento, se decidió: ¡Compraría la casa del ciprés! Invirtió parte de lo que le había dejado su difunto esposo, en adquirir la propiedad, y en su rehabilitación.

Cuando le llegaron los datos del catastro, comprobó que la casa no tenía ninguna carga, que había tenido varios propietarios siendo la última una mujer. Lo primero que descubrió sobre ella fue que desapareció en extrañas circunstancias hacía setenta años, nunca se supo cual fue su paradero y  ningún heredero reclamó la propiedad y allí estaba la mansión abandonada, sin que ni siquiera el Ayuntamiento tomara cartas en él. Asunto. Pero ¡Claro! El catastro no es el tipo de registro donde se contemplan si en las propiedades habita algún fantasma y en aquella vivienda residía uno.

Empezaron las obras, y durante los dos primeros meses no existió ningún contratiempo, Fue a raíz de que Mila se quedara en la casa, en silencio, midiendo las habitaciones, el espacio para los armarios empotrados o la longitud de las cortinas. Al principio eran ruidos sutiles  apenas perceptibles a no ser por el silencio absoluto que reinaba allí, después fueron brisan sin ningún origen lógico, olores, y una tarde la vio.

Acababa de abrir la puerta de la casa cuando divisó una persona que entraba a la cocina.

-¡Eh! ¿Cómo ha entrado? ¡No puede estar aquí! ¡Esta es mi casa! -La siguió, con recelo y se la encontró arreglando unas flores en un jarrón que no conocía. ¡Eh!¿Pero qué hace?, La mujer que vestía un traje pasado de moda, como si de un disfraz se tratara, se volvió, miro a Mila y simplemente se desvaneció. Sólo se quedaron las flores tendidas al lado del fregadero.

“Espero que no me haya descubierto, esta señora me agrada mucho, además intento ser muy prudente, nunca antes  me había exteriorizado no lo  controlo y creo que va a ser un problema, ¡Si hubiera alguna forma de comunicarme con ella..!”- Se dijo a sí mismo el fantasma.


Mila nunca se había considerado miedosa, pero se dio cuenta que su corazón estaba palpitando más de lo debido. ¿Era posible que hubiera visto un fantasma? ¡Si los fantasmas no existen!.

Después de aquello y aprovechando que podía acceder a los archivos del Ayuntamiento, de la biblioteca,  estuvo investigando sobre la casa, sobre la desaparición de la dueña, sólo encontró una pequeña reseña, parecida a la que ya conocía, y consiguió esos sí, a tener en el pueblo, fama de rara, de cazafantasmas. Llegó un momento que aquello no le compensó, y lo abandonó. Los muertos, muertos están, aunque había uno que no lo parecía.

No siempre los misterios acaban descubriéndose. La historia que podría ser una gran historia o leyenda se queda suspendida en el tiempo, esperando, si es que se espera algo, a que alguien dé con la explicación del suceso, pero este no es uno de ellos. La vida sigue, no espera a nadie, y los que se queda atrás, atrás se han quedado.

Durante algunas semanas no notó nada, hasta el día de la inauguración, no sabia si los nervios le estaban gastando una mala pasada, cambiando las cosas de sitio sin darse cuenta o preparando las  fuentes de canapés de una manera inconsciente, o ¡Claro!, Simplemente “Ella” se encontraba allí.

No hubo ningún contratiempo durante la fiesta y se relajó. La otra a su vez pensaba- “Creo que ésta se queda, que ésta se queda”.

Poco días después  llegó un paquete. Rompió el papel que lo envolvía, eran fotos enmarcadas  y  comenzó a ponerlas encima de la mesa, más tarde las distribuiría por la casa. Se detuvo   en una de ella y la observó con interés, juraría que cuando le tomaron esa foto estaba ella sola, sin embargo ahora que la miraba con detenimiento veía una figura de una mujer, ya familiar, algo borrosa a su lado, se sonrió y exclamó en voz alta:

-Sé qué estás ahí, y te voy a decir una cosa, he estado casada durante mucho tiempo con un fantasma vivo, la casa es muy grande para una persona, así que puedo perfectamente compartirla con un muerto –Y colocó la foto encima de la chimenea volviéndose tranquilamente.

La silueta estaba parada en mitad del salón, se movía con suavidad en el aire como una cortina cuando sopla levemente la brisa, y sus ojos, si se puede llamar así estaban fijos en Mila, ambas mantuvieron durante unos instantes la mirada, no era de reto, sino de reconocimiento, y la antigua dueña de la casa le esbozó una especie de sonrisa, “¡Por fin! Aquella mujer le había comprendido, no había más que ver cómo había restaurado la casa. Por nada del mundo haría algo que la hiciera enfadarse y que la abandonase como todos los demás compradores”.

Desapareció,  Mila no volvió a verla nunca más

Aunque... aunque a lo largo del tiempo había comprobado que pequeños objetos, como el cepillo del pelo, un vaso de leche, un zapato... se seguían perdiendo temporalmente o aparecían en un lugar distinto a dónde ella los había dejado

Mila, que nunca había sido detallista, se acostumbró a poner música, a adornar la casa con macetas de interior, y jarrones con flores naturales que cortaba del jardín recuperado del abandono, a contar como si de una conversación se tratara lo que le había sucedido durante el día hasta los más pequeños  detalles y a leer, esmerándose en la entonación, si hacía mal tiempo cerca de la chimenea, si lucía el sol, al lado del ciprés  y leía en voz alta, no descartaba la idea de que  aquella señora con su vestido blanco de principios del siglo pasado, con una pamela azul clara, y llevando en brazos como si de un bebe se tratara, un ramo de flores recién cortado no estuviera escuchándola.  

Exú, por Jose Miguel García.


El viejo ventilador chirriaba en un vano intento de distribuir por igual la espesa y pesada neblina cargada de humos grises. Todo estaba tenso, agobiado y molesto por el calor. Los parroquianos miraban los vasos medio vacíos con ojos somnolientos  mientras las últimas gotas de condensación bajaban por el cristal hasta la mesa para al instante formar parte de la cargada atmósfera del bar. En la calle las palmeras habían plegado sus enormes hojas ante el plomizo sol que parecía anclado en el horizonte.

Todo estaba hastiado, aburrido… cansado. Cada ser vivo o muerto se aplastaba y sudaba. Sudaban las axilas de los hombres con cada movimiento, las paredes del local, el cristal de las botellas en los estantes. La bombillas transpiraban la escasa luz intentando abrirse camino en la neblina. Incluso las moscas con las patas pegadas en los pasteles, sudaban. El alma de aquel lugar se derretía en la prolongada calima y respiraba pesimismo aquel final de tarde de mil novecientos diecisiete. En Haití los veranos no suelen tener piedad pero éste estaba siendo el peor que se recordaba. A estas horas ni siquiera los pájaros o las cucarachas se movían: cualquier movimiento requería un esfuerzo extraordinario.

 Había sido un día terrible, una semana y un mes en el que la temperatura no había bajado ni un momento de los treinta y dos grados consiguiendo que dormir fuera una ilusión imposible. No poder conciliar el sueño había vuelto a la gente irascible y agresiva y esa sensación había calado en los huesos de todos los seres de la isla. Una chispa habría hecho volar por los aires aquel amasijo de tablas, latas y barro que conformaban el garito “La Dolce Vita”, según rezaba pomposamente en uno de sus laterales que Tomás había dibujado con letras temblorosas utilizando la mayoría de colores del arco iris.

 En un rincón Andrée Coró veía pasar la vida centrado sólo en encontrar la mejor posición para que le llegara algo del escaso aire que las aspas del ventilador proyectaban sobre la reducida clientela. El murmullo del ventilador aleteaba por la sala, alterado de tarde en tarde por los exabruptos de un borracho casual, los desacuerdos con el precio de algún gramo de droga y las maldiciones de quien comprobaba que se le había acabado el dinero. La miseria era la emperadora de los miserables que allí se refugiaban

Andrée Coró es mulato, mezcla de un puñado de razas. A los dieciséis años huyó de la casa familiar dedicando su tiempo a sobrevivir como podía, las menos con trabajos mal pagados y la mayoría echando mano al contrabando, sin que una u otra opción le dieran más que unos dólares para ir tirando. Con sus cincuenta años era uno de tantos empujados a olvidarse de sí mismo y, por supuesto, de los principios que el viejo pescador de Marigot, su padre, quiso inculcarle. A veces le venían a la memoria sus consejos, pero igual que llegaban los alejaba de un manotazo como a una mosca pesada o los ahogaba en un largo trago de ron. Había aprendido a olvidarlos sin ninguna cargo de conciencia. Sentado en la mesa intentaba encontrar en su faldiquera algo de su escaso dinero con que pagar el penúltimo ron cumpliendo la máxima que aparecía en el cartel colgado del techo: “Copa pagada copa servida”.

El Dolce Vita era uno de los cientos bares repartidos por los suburbios de  Haití que son trozos diminutos de su historia,  poco más de una letra en la biografía de un país de esclavos o una gota de sangre que flota olvidada en medio del océano. Sin embargo, sus cuatro paredes levantadas con restos de naufragios, chatarra y chapa y techadas con habilidad por un entramado de hojas de palmeras, era para aquellos hombres su oasis. Lo más  parecido que recordaban de un hogar, por esa razón a ninguno le importaba que la miseria aleteara sobre él como un murciélago ávido de sangre.

Tan sólo la mesa de billar situada al fondo le daba al local una nota diferenciadora y a la vez ostentosa. Tomás, el dueño, la había ganado en una partida de dados, seguramente amañada, dos años atrás. La trajo en barco desde Saint Marc con la ilusión de que podría ser el punto de partida para que su local comenzara a progresar y a ganar prestigio en la zona. Desde el tapete verde, sin un solo parche, más limpio que los vasos y escoltada por cuatro tacos, la mesa estaba a la espera de que alguna partida diera sentido a su existencia. A pesar de que Tomás se preocupó de abrir un ventanuco en el techo, que luego cerró con un plástico transparente para que llegara luz suficiente a los supuestos jugadores y se esforzaba cada día en mantenerla en perfecto estado, nadie había jugado jamás por el simple hecho de que nadie en aquella parte de la isla sabía jugar.

Todo transcurría dentro de la normalidad hasta que la puerta del bar se abrió lentamente dejando entrar un nuevo golpe de calor. Andreé cerró los ojos molesto por la luz esperando que el mecanismo las devolviera con urgencia a su sitio. Si algo funcionaba allí era el muelle que las obligaba a volver a su origen cuando alguien las empujaba desde fuera. Los goznes aceitados también ayudaban minimizando el sofoco exterior. Pero las puertas no se cerraron. El mecanismo parecía haber fallado y quedaron de par en par dejando paso a un prolongado golpe de calor que llenó el lugar de protestas y maldiciones.

 Lentamente una sombra se adelantó oscureciendo la entrada. Transcurrieron unos segundos hasta que alguien entró y entonces la puerta se cerró sin que nadie la tocara. Era un hombre e joven, no superaba los treinta años y de piel lechosa. Su porte, que sin duda despertaría admiración y envidia en otros ambientes, allí lo que desató fue una ira contenida: aquel era un bar de negros a donde no se le permitía la entrada a nadie que no fuera de color.

Su presencia produjo al instante un desequilibrio en el tiempo y el espacio, algo parecido a un agujero negro que absorbía el odio contenido en las entrañas de aquellos descendientes de esclavos. Una ley no escrita y sin embargo más viva que un mandamiento divino, prohibía sin excepciones profanar su espacio. Nadie de los presentes había presenciado jamás tal trasgresión, tan sólo Tiznor, el de mayor edad de los presentes habría podido recordar de no estar borracho  la historia que a principios de siglo le contaba en la playa el viejo Ruller. Al anciano le encantaba relatar a los niños, que se reunían alrededor de la hoguera, como un sargento francés, pistola en mano, entró en  la taberna exigiendo una cerveza y terminó aquella misma noche en el vientre de los tiburones. El viejo sonreía con malicia escupiendo al suelo por el hueco de sus dientes  al afirmar que nunca se supo si se lo comieron vivo o cuando cayó al mar ya estaba muerto.

Una especie de aureola advenediza que acompañaba al joven pareció adelantarse para ocupar cada rincón de aquel pequeño universo atrayendo la atención. No era un tipo alto -poco más de uno setenta-, aunque quedaban ocultos baja una larga chaqueta blanca, sus hombros parecían fuertes y marcaban un cierto contraste con la camisa ceñida al pecho y el estrecho pantalón negro. Se detuvo unos instantes plantado en la puerta del bar balanceando entre sus manos un bastón de caoba rematado con una cabeza de jaguar, idéntico a los de los patronos de los antiguos barcos negreros. La cabeza la cubría con  un sombrero de hongo que no encajaba ni con el traje ni con el siglo mientras sus ojos estaban desaparecidos tras unas amplias gafas oscuras.

Sin que aparentemente sus piernas se movieran avanzó hasta la barra ignorando las miradas. Dirigiéndose al camarero le ordenó que le sirviera una botella de agua mientras golpeaba el mostrador con el bastón. Andrée pensó que era obvio que aquel tipo no conocía el lugar donde se había colado, de saberlo no se hubiera atrevido y mucho menos a golpear el mostrador exigiendo la bebida.  Aquello era un acto irreverente, un insulto a la historia, tan canalla como lo sería para un cristiano que escupieran  a la Cruz.

Alguien, con la sangre apunto de reventarle en las venas, se puso de pié,  maldijo entre dientes y con una botella en la mano a la botella se precipitó para golpearlo. Antes que lograra dar un paso, un compañero de mesa le cogió del cuello obligándolo a sentarse. La maldición quedó suspendida y dejó paso a la expectación que fue subiendo de tono hasta crear un silencio tenso que presagiaba la urgencia del merecido castigo.
            
En ese momento el joven se despojó del sombrero y una melena blanca cayó sobre sus hombros como una nevada. El camarero, fornido y tan negro que el blanco de sus ojos no eran más que dos diminutas mariposas nocturnas, olvidando la dificultad que su vientre prominente le planteaba con el mostrador, colocó sobre él las manazas con los puños cerrados en gesto amenazante. Rezumando odio lo miró descarado. Todo el mundo dio por seguro que la escopeta que guardaba bajo el mostrador haría acto de presencia para dar la señal de salida a los oscuros instintos de venganza con los que echarían fuera todo el mal interior que el calor había ido acumulando.

Sin embargo, hubo un segundo en que todo se detuvo, un segundo largo e intenso. Un segundo infinito que se rompió cuando el hombre dejando resbalar sus gafas oscuras por la nariz y clavando la mirada en el camarero dijo con voz hueca y  profunda:

- Soy Exú, el demonio de tu raza.
Sonrió y tomando el bastón lo señaló con la cabeza del jaguar
El jaguar aumentó de tamaño y abriendo sus mandíbulas lanzó escapar junto a un rugido salvaje: -¡ Sírvele!.

El fornido negro cambió de color al instante, pasó de azabache a púrpura y de púrpura a gris hasta quedar blanco como el cabello del extraño. Como un autómata dio la vuelta, cogió un vaso de la estantería, lo colocó sobre el mostrador, descorchó la botella de agua y lo llenó hasta el borde. Todos los presentes ahogaron la sorpresa cuando el agua cambió de color tornándose negra. Exú movió la cabeza como si estuviera satisfecho, tomó el vaso y se volvió lentamente hacia los parroquianos  y acercándolo a los labios bebió.

Aquella fue la primera vez que Andrée lo veía de frente. De sus ojos se desprendía la mirada vacía de la muerte que le heló el alma. De golpe bajó la temperatura del local absorbida por los ojos de aquel extraño ser. El borracho soltó de su sangre todos los vapores del alcohol acumulados de años y se encogió en su silla temeroso. Andrée buscó con la mirada a Tomás, y vio cómo se retiraba del mostrador temblando de miedo. El rumor de venganza comenzó a diluirse del ambiente hasta volverse alado y tenue  para detenerse en seco también aterido de terror. Algo recorrió el local, una sombra deforme pareció salir de los ojos de Exú disolviendo el poco valor que  aún quedaba en los curtidos hombres. Entonces ocurrió lo inimaginable.

Exú abrió la boca, sonrió malignamente y expulsó el agua negra. Pequeñas gotas se extendieron por todo el local manteniéndose en el aire. De cada gota nació un cuervo oscuro como su alma y comenzaron a graznar arañando las paredes y las cabezas. Todos comenzaron a gritar intentando huir, pero los cuervos buscaron sus ojos y los hombres se tiraron bajo las mesas cubriéndose la cara. Exú levantó los brazos y una fuerza descomunal golpeó las paredes obligándolas a doblarse hacia afuera arrancando sus anclajes, el mostrador y la mesa de billar levitaron para caer un instante después con un ruido infernal que se unió al de las  puertas al ser arrancadas de sus goznes.

Al instante el cuerpo de Exú se transformó en algo monstruoso, un vómito de sangre que hizo temblar la tierra y que se introdujo como el ácido en sus entrañas. Se oyó un grito de ultratumba y desapareció llevando a sus infiernos los cuervos con los picos húmedos de sangre. Después llegó la oscuridad. Una tiniebla penetrante e inmunda envolvió y embadurnó hasta el último hueco de las los cuerpos desperdigados por el suelo y ganó a los gemidos hasta convertirse en un profundo silencio.

Andreé notó el aire quemándole los pulmones y quiso gritar, pero el grito quedó varado en la playa seca de su garganta mientras aún le parecía oír el aleteo y los graznidos de los cuervos. Medio inconsciente, oyó golpes de tambor que iban subiendo de intensidad y sintió como se introducían en su corazón hasta convertirse en latidos penetrantes y reiterativos. Un segundo después supo que le transportaban a otra dimensión.

El alba despertó en el horizonte. En el Dolce Vita también amaneció con las enormes huellas de la batalla. Andreé comenzó a recobrar la conciencia. Sintió dolor en cada músculo de su cuerpo y poco a poco se estiró dejando atrás la posición fetal en la que se encontraba. Tenía la mente en blanco y dudó si estaba vivo o muerto. Intentó llenar  sus pulmones de aire pero al hacerlo tosió con violencia. Tardó unos minutos en saber dónde estaba y, cuando tomó conciencia, alzó la cabeza y miró alrededor. Otros hombres seguían encogidos entre las mesas y las sillas derrumbadas. Sintió a su lado un leve movimiento y miró: era Tomás que comenzaba a despertar.

Intentó organizar los recuerdos, pero una punzada en las sienes le obligó a cubrirlas con las manos. La cabeza comenzó a dolerle de una manera terrible. En la boca la lengua seca y áspera parecía pegada al paladar. Logró ponerse de rodillas y buscó algo de beber sin encontrando.

 De repente le vinieron los recuerdos, Exú, sus ojos acuosos, el gotas negras detenidas en el aire, el rugido del jaguar, los pájaros, y su alma penetrando en las peores pesadillas. Se vio caminando sobre cristales rotos, la sangre derramándose por cada poro, máscaras danzando a su alrededor al ritmo de tambores rituales, los rostros de sus antepasados mirándole con los aquellos ojos terribles..

Un estertor le erizó la piel y tuvo el imperioso deseo de escapar. En ese momento Tomás levantó su rostro y  gritó: - Vudú.
Aquella palabra se clavó en el inconsciente despertando el recuerdo de la fuerza del mal que vive en su raza, la brujería… el Vudú.
No pudo evitar que su garganta gritara:  - Vudú.
A su voz se unieron  otras voces a coro repitiendo la palabra maldita.
Con los ojos a punto de salirse de sus cuencas se abalanzó tambaleándose hacia la salida. Fuera el sol tomaba el horizonte.

Prejuicios, por Matilde López de Garayo.



Por fin podré pasar la Noche de Navidad con mi familia. Mara, mi mujer vendrá cuando los médicos pasen la consulta,  y me entregarán el deseado sobre con el alta y el horario de la rehabilitación.

Tengo muchas ganas de abrazar a Santi y Susanita,  mis hijos de 8 y 4 años y como no a mi Mara.

Sigo sin poder creer que los dolores de columna hayan desaparecido y que pronto, incluso, podré practicar algún deporte. ¡Creo que hoy no habrá nada ni nadie que me puedan estropear el día!

Estos eran los pensamientos que pasaban por mi cabeza, eran las ocho de la mañana del 24 de diciembre. Pensamientos positivos, optimistas, , hasta que diez minutos más tarde me trajeron a mi nuevo compañero de habitación.

No me fijé en él, ya que los auxiliares me tapaban la vista y enseguida corrieron la cortina, la verdad es que me daba un poco igual. Cuando pasas unos días en el hospital o te haces el despagado o te conviertes en un sensiblero de  miedo, y yo ya había pasado lo mío para ahora interesarme por el inquilino de al lado.

Los sanitarios se habían marchado sin acordarse de abrir la cortina, ¡Mejor!, más intimidad. Al poco comencé a escuchar sollozos, ¿sollozos? ¿Qué había un hombre llorando en la cama 406- B? ¿No me lo podía creer? Habría tenido alguna desgracia más, además de estar en el hospital en estas fechas  Y ahora ¿Qué hago? tengo que orinar y ando todavía muy despacio e inseguro. Bueno, lo saludaré de pasada y  miraré para el suelo.

-Buenos días- Saludo casi en un susurro Al tiempo que pienso,¡Bien, no me responde, voy a pasar por su lado como si fuera invisible!, cuando un suspiro tan hondo y desolado me obligan a mirarle. ¡OH!, ¡No!, Veo a un hombre grueso, de unos sesenta años, con una pierna escayolada y colgada de una polea, y lo reconozco,  es el travesti, mi vecino el travesti, ¿No hay más personas en el mundo, que se hayan podido romper una pierna? Y ¿Por qué ha  ido a parar justo a la cama contigua?, ¡Menos mal que no viene hoy nadie de la oficina!

Inmediatamente me encuentro incómodo, y antes de poder entrar  al refugio, me chilla con una voz potente y quebrada  – Del 7º B,¿Usted vive en mi bloque ¿Verdad?- Me ha pillado, le hago un ademán de que necesito  entrar urgentemente al baño, y cierro bien la puerta, me bajo el pijama y cuando me la sostengo doy un respingo y pienso ¡Tranquilo, que no te va a violar! ¡Tranquilo, no te pongas histérico!

Y mientras permanezco encerrado, me doy cuenta que estoy prejuzgando, sin ningún tipo de caridad, sin conocerle a priori, sin ser en absoluto objetivo, más aún, yo que me considero devoto, creyente  y practicante,  no estoy siendo justo.

Mientras me lavo las manos tomo una determinación, tengo que ser más comprensivo con mi vecino, y además hoy es Noche Buena.

-Álvaro Santamaría – Me presento, él cambia de manos todos los clinex arrugados, su apretón es fuerte, demuestra que a pesar de su aparente debilidad es seguro y sincero consigo mismo, sensación que potencia cuando me mira directamente a los ojos.

-Martín Donaire Montoya –y  parece que da por terminado su llorera con un suspiro profundo. Yo, una vez acostado le pregunto.

-¿Cómo se lo ha hecho?

-Vamos a tutearnos si no te importa – Y sin que me dé tiempo a  replicarle continúa – Ayer, en mi última actuación, bajando hacia los camerinos se rompió el tacón de uno de mis zapatos rojos. Mi madre me había advertido que estaban despegados, que le comprara pegamento y me los arreglaba, pero con esto de las fiestas no  he tenido tiempo. ¿Sabes?, Ella me repasa todo mi vestuario, yo le digo que no hace falta, pero insiste, y además lo hace con tanto cariño que me resulta imposible negárselo – Me cuesta relacionar a este hombre con el personaje que muchas veces llega a las seis y media de la mañana, vestido como una imponente mujer, imponete por su estatura, su volumen, supermaquillada, subido a esos espectaculares tacones culpables de su accidente Me lo cruzo cuando saco a Balton  la mascota de la familia.

Ahora mi oído va más allá de sus palabras y mis ojos más allá de sus gestos, me doy cuenta que lo estoy analizando como si analizara un fenómeno que acabara de descubrir. Y parece que he desaparecido de la estancia y que él ha aprovechado esta oportunidad para abrirse, para desahogarse, y cuando me doy cuenta me está contando su vida.

Fue el último de cuatro hermanos, su madre siempre le  había dicho que  le estuvo esperando toda la vida, y el paso de los años le había demostrado que era así. Sus hermanos se independizaron pronto y no había vuelto a saber de ellos. –Calla durante algunos momentos y proseguía- Su padre bebía, pasaba semanas sin aparecer por la casa, y cuando se le acababa el dinero volvía a por más. Sui madre trabajaba en una portería y los pocos ahorros que conseguía juntar el padre se los sacaba a base de golpes, dejaba a su madre con moratones y algún hueso roto y volvía a desaparecer.

Su semblante ha cambiado, ya no veo al blandengue de hace una hora, sino a un hombre que ha debido sufrir mucho. Continúa recordando. A sus catorce cumpleaños su madre le había hecho una tarta y se disponían a cenar cuando llegó el padre, borracho como de costumbre, su madre suplicó que los dejara tranquilos que estábamos celebrando su cumpleaños, y entonces mi padre lo hizo, de un manotazo tiró al suelo la tarta y las catorce velas que se fueron apagando a media que caían al suelo, igual que su adolescencia estrenada, como me dijo..

Me cuenta que es el único ataque de furia que ha tenido en su vida, con sus ochenta dos kilos y mi uno setenta y ocho de estatura, que ya contaba, cargado de ira, arremetío contra su padre y lo tumbó en el suelo, lo golpeaba sin piedad, y le hizo tragars toda la tarta que consiguió alcanzar con las manos. Mientras le chillaba y le hacía jurar que no volviera a aparecer por sus vidas, y así lo hizo hasta que le llamaron unos cinco años después, para que le reconociera en el sanatorio, su madre nunca se enteró, que murió atropellado.

Descansa para tomar aliento, y quizás para ordenar sus pensamientos. Me cuenta que estudió teatro, que se le daba bien, y de su afición a las varietés y  que para nada rechaza su sexo, ni sus genitales, sino que le gusta ser flexible, y adoptar ambos géneros.
Que tiene un club nocturno y que de allí viene todos los días cuando me lo encuentro paseando al perro.

Ahora su silencio se dilata en el tiempo, con sus dedos regordetes no para de arrugar un pañuelo, y no se da cuenta que lo está deshaciendo, me mira, ahora sus ojos denotan tristeza, y me comenta.

-Siempre pongo el Belén con mi madre, y comemos en el salón, con la vajilla que compré hace años, este día cocino yo, y ella como una princesa me mira, y disfruta .  Hoy lo va a pasar sola, la primera Navidad que pasa sin mí, y María la muchacha que le cuida no puede quedarse, por eso estaba tan mal cuando me trajeron- Se interrumpe cuando alguien pasa a la habitación, es el médico.

Sentado en el coche, de vuelta a casa, recapacito sobre estas dos horas, toso un poco y le digo a mi mujer: Mara tenemos que hablar.  
      

Realmente hoy no ha habido nada ni nadie que me haya estropeado el día, todo lo contrario,  y pienso en Martín, el pobre solo en la habitación, pero quizás feliz de que su madre no pase esta noche sola. Mientras que la miro me devuelve una mirada húmeda, pero llena de gratitud, sentada a mi lado, agarrando mi mano que prácticamente no la ha soltado durante toda la cena, mis ojos se tropiezan con los de Mara, le envío una mirada cómplice y le lanzo un beso con los labios, después alzamos las copas y brindamos por la Navidad.

jueves, 24 de enero de 2013

Distinto, por Carmen Gómez Barceló.



Esta mañana hemos quedado Alejandro y yo para estudiar en la biblioteca. Es Domingo y no creo que se despierte antes de las doce pues anoche no le oí llegar y quién sabe a la hora que se acostaría. Cuando aparezca por la cocina esperaré a que se tome algo de leche y nos iremos. Por supuesto no le preguntaré dónde ha estado porque sería inútil esperar una respuesta, Alejandro es hermético casi con todo  pero lo es aún más si cabe tocante a su vida privada.

Tiene pocos amigos y aún no me explico cómo le queda alguno, ya que es la sinceridad hecha hombre. Esta cualidad que podría parecer algo positivo cuando se dice de otra persona, en él es tan extrema que  resulta un asalto moral. Tanto es así, que si quieres saber su opinión sobre cualquier tema tienes que estar preparado para oir cualquier cosa, y si lo que le preguntas es referente a ti estás expuesto a la respuesta más cruel que has oído nunca, más ten por sentado que vas a escuchar la verdad más absoluta, sin tapujos ni paños calientes y sin ni la más mínima compasión. Pero a la vez es la única persona que conozco a quién le puedes hacer el comentario más comprometido, ya que  vas a obtener  una respuesta totalmente objetiva y ecuánime dando igual quién salga perdiendo o ganando  en esa conversación.

Él no es un charlatán por sí, pero puede ser agotador si le preguntas sobre algún tema filosófico. Es capaz de construir un argumento  imposible de seguir mentalmente, obligándote a hacer un profundo ejercicio de comprensión, para, una vez que te ha convencido, rebatirse así mismo, dicho argumento y volverte a convencer de lo contrario. Yo que lo sé procuro no entrar para nada en estos temas, aún exponiéndome a que le resulte mi compañía aburridísima y  de un plumazo, me lo haga saber. Así y todo, Alejandro me parece un tipo genial, de los que no quedan, de los que no te mienten y de los que te puedes fiar.

Cuando por fin ha bajado a la cocina para desayunar, algo me ha sorprendido muchísimo: Alejandro parecía que sonreía. Sí, tal como lo digo, ha sonreído y eso es tan inusual como que nieve en Sevilla. No recuerdo que sucediera nada especial de ayer a hoy, pero algo ha debido de pasar, porque  el semblante de Alejandro habitualmente es serio, pero serio en el más estricto sentido de la palabra por lo que me sorprende sobremanera ese atisbo de sonrisa. En fin, ya me enteraré de lo que le pasa, espero.

-Buenos días Alex. ¿Has terminado? Vámonos, que llegamos tarde.
-Vamos.
-Por cierto, ¿se puede saber qué te pasa?
¿Porqué exactamente?
-No sé, estás distinto.

Es inútil seguir preguntando así que  permanecemos callados hasta  llegar a la biblioteca donde hemos  conseguido sentarnos en uno de los pocos sitios donde hay ordenador. Alejandro pone en marcha el aparato un tanto inquieto y veo que no abre el programa que nos interesa, sino que se va directamente al faccebok. Al poco empieza a recobrar el mismo semblante de siempre, pasa paulatinamente del gesto temporalmente  humanizado al rostro mecánico carente de emociones.

La curiosidad me puede y hecho el ojo a su pantalla. Puedo ver la imagen de una chica castaña de pelo rizado, sonriente, abrazada a un chaval que por supuesto no es Alejandro, más bien se podría decir que es su antagonista. Creo que ya entiendo lo que le pasa, la verdad le ha vuelto a jugar una mala pasada. Por supuesto no hago referencia al tema, ya que además de resultar inútil, seguro que le haría empeorar aún más su carácter.

¡Ay Alejandro! pienso. Me parece que tu forma de pensar te va a resultar incompatible con la vida en este planeta.

El ser humano, por José García.


Éramos parte de los 68.000 judíos que vivíamos en Cracovia cuando Alemania decidió  invadir Polonia en 1939. Mi padre Stefan Wozniak, por aquel entonces regentaba un pequeño negocio familiar, mi madre Irenka, le echaba una mano siempre que el cuidado del hogar se lo permitía. Aleska era mi hermana, algo más de dos años mayor que yo; Jarek, diminutivo de Jaroslaw, que significa nacido en enero. Pronto comenzamos a sufrir bajo el horror nazi, que no tardó en contaminar toda Europa, sumiéndola en una terrible guerra. Mis padres en cuanto se les presento la ocasión, antes de que construyeran el “gueto” judío de Cracovia, al igual que miles de judíos de toda Europa, escaparon a Estados Unidos a finales de 1941.

Llegamos a Richmond, Virginia, desde Palestina entonces bajo dominio Británico, después de un complicado periplo, tanto en Europa como en América. Por entonces tenía cumplidos los siete años, nos instalamos en un barrio periférico del norte de la ciudad de mayoría negra, donde mi padre abrió una tienda de comestibles, después de haber trabajado día y noche en varias industrias de la zona y reunir lo necesario para independizarse. Aquel era un suburbio desarraigado y agresivo, en el que crecí entre tundas paternas y contiendas callejeras, pues había que luchar para sobrevivir en aquel lugar.

A pesar de ello creo que nunca asimilaron la situación, sobre todo mi madre, siempre llena de reproches e insultos para todos, tan diferente de la que recuerdo allá en Cracovia. Enfermó de la mente hasta el extremo de intentar quitarse la vida en más de una ocasión, por lo que mi padre la mantenía encerrada en casa y no la dejaba salir, aunque finalmente consiguió su propósito y se suicidó. Vivian en su caparazón religioso, exhibiendo, en mi opinión, un falso sentimiento de culpabilidad por haber escapado y sobrevivido al holocausto que sufrieron los suyos. No los soportaba, pues bajo su apariencia sumisa escondían un egoísmo extremo, justificado en que algún día peregrinarían al estado judío. Agriado todo con la enfermedad de mi madre, todo aquello me resultaba insoportable y patético. Además Aleska, mi hermana, pasaba de todo, en cuanto tuvo ocasión escapó de casa, conoció a un coreano, recién llegado a la ciudad huyendo también del horror de la guerra, en este caso, la de Corea en 1953. Bien situado económicamente, su familia se habían establecido y abierto un negocio en el centro de la ciudad, lo sedujo rápidamente y se casó. No la he vuelto a ver, perdimos el contacto totalmente, es más, hubo una época que ni acordarme quería. Fue tras mi, casi fugaz, paso por la propia guerra de Corea a principios de 1955, ya que resulté herido y evacuado. Odiaba a todos esos pequeños demonios de ojos rasgados.

Así fui conformando un carácter hosco, con un profundo rencor y odio contra todos, contra el mundo. No soportaba a mis padres, su pasiva sumisión, su egoísta, la frivolidad de mi hermana, odiaba a aquellos blancos “arias” que nos arrancaron de casa, a los que miraron hacia otro lado cuando esto sucedía, a la arrogante ignorancia de aquellos negros, no soportaba a nadie a mi lado, ni tan siquiera a Helen, con quien intenté un periodo de convivencia.

Con todo esto, en más de una ocasión pensé en apretar los dientes, y armado con el fusil y pistola automática, liarme a tiros con todo bicho viviente, vaciar mi odio. Pero no lo hice y opté por mantener una vida solitaria, huraña, alejado de todos, lleno de resentimientos e ira contra el mundo.

Así ha transcurrido mi vida, una vida insolente, despreciando al mundo y utilizando a las personas de forma grotesca para satisfacer mis fantasías y reafirmar mi ego. Tanta animadversión y antipatía suscité, que me convertí a mismo en un ser odioso.

Me convertí en un ser reaccionario, meticuloso y perfeccionista, obsesionado con mis manías. Me sumergí en coleccionar antigüedades como recuerdos, relacionando ambas cosas, así cada objeto evoca una época o momento vivido. Dicen los entendidos, que a la luz de la sicología y desde un punto de vista ético, en la figura del coleccionista, existe sin duda algo profundamente egoísta, limitado e incluso mezquino.

Apasionado por lo antiguo y en mí soledad, cada objeto lo convertía en alguien, por lo que hacía que viera a las personas como no más que cosas. Así, ante aspectos importantes de la vida, como ante la propia muerte, me mostraba insensible y sin respeto alguno por los hechos. (Pues ni en la muerte de mi padre estuve presente).

Solamente hoy, en este mundo miserable y egoísta en el que me parapeté y desde el que expulsé a todos cuantos intentaron acercarse a él; hoy cuando faltan las fuerzas, al ver que el final se acerca, siento algo parecido a una extraña angustia, que me produce una infinita inquietud y perturbación. No por la cercanía de la muerte, que como he dicho me es irrelevante; sino porque es hoy, sin saber exactamente porque, cuando atisbo la ruindad de mi comportamiento, quizás porque ni tan siquiera tengo a nadie con quien disculparme y decirle lo siento, aunque también sería injusto, después de una vida llena de resentimientos, querer salvarlo todo con un “lo siento”.

Quizás porque no supe leer, en cuántos libros pasaron por mis manos, el verdadero legado y valor cultural que estos representan. Y hoy, se revelan ante mí en toda su dimensión, adquiriendo verdadero sentido cuántos interrogantes y reflexiones contienen sobre la vida y el comportamiento del ser humano.


Como esta que viene a mi memoria y cuyo autor  no recuerdo: “Que la cultura es algo maravilloso para vivir, siempre que no se olvide uno de que lo importante es eso, vivir, y que cada día hay que levantar la cabeza de los libros y los papeles, de las cosas y los objetos, y dedicarse a las personas, que es lo único que realmente merece la pena, aunque algunas nos hagan dudar de ello de vez en cuando”. 

martes, 22 de enero de 2013

Desnudar la historia, por José García.



Uno de los acontecimientos más sorprendentes y desconocidos de la posguerra y de la resistencia armada contra Franco, fue la invasión del Valle de Aran, situado en el pirineo leridano. Tras la victoria aliada y la liberación de Paris en octubre de 1944 por parte de guerrilleros españoles, integrados en la organización Unión Nacional Española, intentaron cambiar el rumbo de los acontecimientos en España. Decidieron tomar el Valle de Aran con intención de establecer un gobierno provisional republicano y desde ahí comenzar la reconquista de España.

Durante quince días una parte del Valle de Aran se pudo considerar perteneciente a la República de España y ondeó su bandera tricolor. Para ello contaban con que se produjera el levantamiento de la población civil y con la posible intervención militar de los países aliados, ya que su intención era combatir, únicamente, contra Franco y el único partido que lo sustentaba, la Falange.

Pero la dura realidad se impuso y el sueño se difuminó, ni la población civil acogió con ilusión esta aventura, estaban hartos de tanta guerra, ni los aliados decidieron su intervención como se pudo presumir. Por lo que terminó en fracaso algo que, como hemos dicho, pudo haber cambiado la historia si los hados hubieran sido favorables; pero no sucedió así, y ya conocemos o casi conocemos la historia. Pese a que la actividad guerrillera continuó hasta mediados de los cincuenta.

Visto que sin la intervención aliada era imposible modificar a corto la situación, se vio la necesidad de organizar la resistencia al régimen en largo plazo, incidiendo en la vida cotidiana de la sociedad y en la conciencia social.

No obstante, esto supuso toda una experiencia, que pese a mí corta edad, influyó enormemente en mi proceso de formación como individuo en particular y como sujeto en la sociedad. Pues durante estos acontecimientos vivíamos en Viella, la capital de provincia del Valle de Aran, ya que mi padre, que trabajaba en Correos, por aquellas fechas estaba destinado en dicha localidad. Al poco tiempo de aquello, como consecuencia de la enfermedad de mi madre, regresamos a Madrid; donde terminé mis estudios graduándome como Perito Industrial, lo que después se denominó como Ingeniero Técnico. Aunque al final acabé como profesor en una Escuela Técnica. Durante mi estancia en la Escuela Superior entré en contacto con gentes que pertenecían al Partido Comunista lo que propició el comienzo de mi militancia política.

En 1962 conocí a Jean Paul René, al menos así figuraba en su documentación, aunque en realidad se llamaba Jesús Simón, y residía clandestinamente en España desde finales de los cincuenta, su trabajo consistía en dirigir y coordinar la dirección del Partido Comunista en el interior. Era una persona culta, de conversación afable, muy intuitiva, gustaba charlar y saber que opinaban los demás antes de conformar una opinión o tomar una decisión, fueron muchas las ocasiones que tuve de charlar y de intercambiar puntos de vista.

Era una persona que pasaba desapercibida, mediana estatura, de apariencia frágil, pero en realidad era fibroso, de una tenaz resistencia, aplicaba una férrea disciplina a todo cuanto hacía. Según siempre repetía, era vital para la seguridad y supervivencia de uno mismo y de los demás. Tenía varios contactos con los que se veía de forma periódica, alternando estos encuentros de manera que nada pudiera resultar rutinario ni despertar sospecha alguna.

Era muy persuasivo a la hora de hacer valer sus opiniones, aunque también era capaz de tener conversaciones relajadamente. Podía hablar con cierto criterio sobre historia, arte (sobre todo de pintura), literatura y música. Un día le tuve que acompañar a una parroquia, para hablar cierto asunto con el cura párroco y terminó en una animada y distendida conversación, al mismo tiempo que con fundamento, sobre la última encíclica del Papa. Cuando se encontraba más a gusto y relajado hablaba sobre todo de proyectos, de futuro. De su familia, Carmen su mujer y Ángeles y Araceli sus hijas, actualmente en Francia; de reconciliación, de la necesidad de superar las heridas causadas por la guerra que provocó el cruento golpe de estado militar. A veces y solo a veces, hablaba de cómo fue su ingreso y su labor en los cuerpos de seguridad de la República.

Una tarde, cuando ya nos despedíamos, me dijo que tenía que localizar a una persona, un nuevo contacto, que le proporcionaría material para seguir trabajando. Quedamos para la semana siguiente a las puertas de un edificio cercano al parque del Retiro, al que tenía que acudir para hacer unas gestiones. La tarde era gris, caía una fina lluvia. Llegué unos minutos antes a la cita, por lo que me detuve en un bar cercano a tomar un café, para hacer tiempo y combatir el frio. En cuanto le vi aparecer en el umbral de la puerta me apresuré a pagar y salir del bar. Sin embargo, pude observar como sin darle tan siquiera tiempo para abrir el paraguas con el que protegerse de la lluvia, de un auto Seat-1500 negro, que estaba aparcado junto al citado edificio, se bajaron dos hombres de distinta complexión; el que parecía llevar el mando, era de mediana edad y estatura, con un bigote recortado y un poquitín rechoncho; el otro, más joven, alto y de complexión fuerte; aunque su atuendo era similar, vestían gabardina que ajustaban al cuerpo con un cinturón y mascota; mientras estos se dirigían hacia Jesús, un tercero salía del coche para situarse de pie junto a este, con la puerta del mismo abierta.

Vi como se identificaban apresuradamente mientras le sujetaban por los brazos y le introducían en el citado coche. No había duda, eran miembros de la Brigada Político-Social, es decir, la policía política del régimen; fue conducido a la Dirección General de Seguridad, ubicada en la Puerta del Sol, edificio conocido como Casa de Correo. Lo que no podía imaginar en esos momentos es que era la última vez que le vería con vida. Me apresuré a comunicar lo ocurrido, para que se adoptasen las medidas de seguridad al respecto.

Allí permaneció varios días, durante los cuales nada supimos de él, solo después, al cabo del tiempo, tuvimos conocimiento por su abogado (militar de carrera que le asignaron), que durante los días que estuvo retenido en la Dirección General de Seguridad, fue interrogado y torturado, llegando incluso a ser arrojado por unas escaleras con las manos atadas, ocasionándole varios traumatismos y la rotura de dos costillas y de la cadera. Su detención se prolongó varios meses, durante los cuales temimos por su integridad física y nuestra seguridad, pues su detención se debió a un chivatazo. Llamamos a cuantas puertas fueron posibles, aunque el régimen se apresuró en hacerlo aparecer como un delincuente y asesino.

Vivimos momentos de gran incertidumbre, las garantías jurídicas se nos antojaban escasas, por no decir nulas; al mismo tiempo, había una cierta convulsión social, fundamentalmente en el movimiento obrero y pudieran estar teniendo la tentación de dar un aviso ejemplar con su condena.

Al cabo de varios meses fue juzgado por un Tribunal Militar, basándose en su dedicación durante la guerra como miembro del Servicio de Información Militar y de rebelión continuada. Corría el mes de abril de 1.963, y el juicio se fijó para el día 18. Llegado el día, el juicio duró unas horas, durante las cuales no fueron probadas ningunas de las acusaciones que se le imputaban; todos los testigos eran de oídas, es decir, hablaban por terceras personas. Además no se tuvieron en cuenta ninguna de las alegaciones de la defensa. Después de esto, en el mismo día y sin deliberación alguna, se dictó sentencia. Condena de muerte, sería fusilado.

Todos en la sala quedaron consternados, la prensa internacional se hizo eco de la noticia en sus ediciones, llegaron un aluvión de peticiones pidiendo el indulto de la pena de muerte, Jefes de Estado, intelectuales, gentes de la cultura, el Vaticano, etc.

No sirvieron de nada, al día siguiente viernes, se reunió el Consejo de Ministro, por unanimidad rechazaron la posibilidad de indulto y confirmaron la sentencia. Al amanecer del día 20, Jesús Simón fue fusilado.

Hasta última hora habíamos estado trabajando en la esperanza de un cambio y conseguir el indulto, por lo que me enteré de su ejecución por la radio, habían cumplido la sentencia. En esos momentos el mundo se derrumbó a mi alrededor, quienes me acompañaban en esos momentos tuvieron que sujetarme porque las fuerzas no me respondían, me sumí en un profundo desconsuelo. Y lloré.

Me di cuenta que toda esperanza fue nula, que todo había sido una falsa, que todo estaba decidido y sentenciado antes de ser juzgado, que era un golpe en la mesa, dado por el régimen.

Le leí a Aitor Azurki, con motivo de la publicación de un libro que, “La memoria oral sirve para combatir la historia oficial. Se ha demostrado que la historia que pasa a los libros muchas veces no dice la verdad. Dentro de cada página de historia hay pequeñas historias que no deben perderse”. 

lunes, 21 de enero de 2013

Lágrimas en los pañales, por María del Mar Quesada.



Yo tenía 8 años cuando fui a un campamento de verano cerca de Santander, era la primera vez que estaba dos semanas sin mis padres, pero fueron unas vacaciones divertidas. La mañana del día que volvíamos a nuestra ciudad  me llamaron por megafonía,  pensé que mis padres habían venido a recogerme y  así no tendría que ir en el autobús, sin embargo era otra familia la que me reclamaba. Era la familia Valdés, amigos de juventud de mis padres que vivían en Santander. Al saber  que yo estaba tan cerca de ellos, decidieron que pasara unos días con ellos. A mí, nadie me preguntó si me quería ir con ellos, de hecho mis padres no conocieron sus intenciones hasta que no llegamos a su casa. Tenían dos hijos, Pablo  de nueve años que nos ignoraba y Natalia de 7 años,  una niña muy guapa y muy seria,  cuando  jugábamos  juntas nunca nos enfadábamos.

El primer día, después de almorzar,  la madre ordenó a Natalia  que fregara los platos y recogiera la cocina, cogió un banquito para ella y otro para mí y nos pusimos a  fregar, la primera vez me pareció un juego y comprobé que no era la primera vez que Natalia lavaba los platos, pero dejó de ser divertido cuando tuvimos que “jugar a las casitas  todos los días por obligación, mientras su madre dormía la siesta.  Un día,  Natalia le dio una mala contestación a su madre,  ésta dirigió una mirada  agresiva al  padre.  Éste se levantó de pronto  cogió a Natalia del pelo, la llevó hasta la cama y la empujó, se quitó el cinturón y empezó a pegarle. Sentí miedo de verdad por primera vez en vida.  A partir de esa noche estuve llorando casi todas las noches. En mi corta edad creí comprender por qué  Natalia dormía con pañales, pese a no tener edad para ello. Mis lágrimas eran  vertidas por  los ojos, sin embargo ella  tendrían muchas más lágrimas y por eso tenía que verterlas en los pañales por la noche.

En esos días cada vez que  mi madre llamaba por teléfono,  la madre de Natalia siempre le decía que yo estaba bien, así que un día que conseguí hablar con mi madre, me puse a llorar desconsoladamente y le pedí que viniera. Al día siguiente mis padres fueron  a buscarme.

Durante los siguientes años nuestras familias se veían en bautizos, comuniones  y vacaciones de verano. Quince  años después,   cuando yo tenía 23 años, un fin de semana de otoño que mis padres tuvieron que ir a Santander,  se trajeron a Natalia en el viaje de vuelta. Había roto con su novio y mis padres al verla tan triste y destrozada, la invitaron a pasar  unos días con nosotros, sus padres a regañadientes la dejaron venir. 

Llamaba la atención su abatimiento y tristeza, yo que había pasado ya por alguna ruptura de enamorados, no entendía como podía estar tan derrumbada  por un novio. Una tarde nos fuimos de compras, en una  tienda ella vio una falda y le dije que se la probara.

-        Seguro que no me queda bien, tengo unas piernas muy feas.
-        ¡Tú estás loca, pero si tienes unas piernas preciosas! – y era verdad, yo se las había visto.
-        Roberto, mi novio siempre me decía que no me sentaban bien las faldas, ni los vestidos porque no tenía unas piernas bonitas.
  
Intuí que debajo de aquel comentario había mucho más.  Natalia era una mujer de 22 años alta, de piernas largas, poco pecho, pelo castaño claro, ojos verdes,  era  guapa aunque tenía la cara marcada por el acné, no era ningún adefesio como le había hecho creer su novio.

Poco a poco se fue relajando conmigo y empezó a confiarme su historia. Había estado tres años con  Roberto, había sido una relación con muchos altibajos, con muchas idas y venidas. Sin ella expresarlo abiertamente, él la había estado humillando psicológicamente hasta dejarla como una muñeca rota. Yo solo lo había visto una vez en mi vida,  no me quedaron ganas de verlo más. Ese fin de semana que fui a Santander,  su novio decidió llevarnos a tomar café en una  cafetería del pueblo vecino. Estábamos  parados en un semáforo y sin avisarnos aparcó el coche en doble fila en una avenida ancha y  dijo que iba a comprar tabaco.  Nos quedamos  en el coche esperando,  cuando habían pasado 10 minutos, salimos  del coche y fuimos al bar. Entramos y vimos a  Roberto  sentado en la barra, tomándose un café tan tranquilo mientras charlaba con una muchacha que resultó ser la camarera. Natalia le preguntó qué estaba haciendo y él  contestó que no tenía que dar explicaciones, que se estaba tomando una café y punto. Para no montar una escena  delante  de mí, Natalia le pidió por favor que  saliera fuera para hablar.  Roberto  se levantó con mucho genio y le dijo que antes  pagara el café. Después de pagar su café, salimos del bar, el coche no estaba, se había ido. Nos había dejado tiradas como colillas. Esperamos durante 40 minutos y viendo que no venía y  Natalia tenía que  ir  a trabajar, llamó a su  hermano para viniera a recogernos, le explicó que el coche se había estropeado y que su novio lo había llevado a un taller. Durante esos 40 minutos de espera, Natalia evitó hablar sobre lo que había ocurrido y yo estaba tan impresionada con lo que había visto, que no supe tampoco qué decir. Al día siguiente, Natalia  lo llamó y el muy desvergonzado no solo no pidió perdón, sino se quejó de que le había fastidiado el sábado, y no tenía ganas de verla en unos días.  Desconozco qué ocurrió después.

Cada vez que me contaba un episodio de su noviazgo, comprendía menos como una mujer con carácter fuerte, se había dejado doblegar como la plastilina. Recordando aquel verano  de los campamentos,  me sinceré y le comenté que me lo pasé llorando porque tenía miedo de hacer algo malo y su padre me pegara. Como si hubiera descorchado una botella de champán,  comenzaron a brotarle unas lágrimas cargadas de dolor y tristeza,  se me encogió  el alma de verla así.  Con toda la pena  de su alma rota me explicó:

-        ¡El peligro no era mi padre, sino mi madre! Ella  no  me ha puesto nunca una mano encima, pero ha conseguido que mi padre fuera su brazo ejecutor. Mi padre es un pobre hombre, tímido, apocado y dependiente emocionalmente de la bruja de mi madre,  que lo  manipula y además no es nada afectiva con él. Cuando yo,  que para mi desgracia  he  heredado el carácter de mi madre, me enfrentaba a ella, ésta conseguía con una sola mirada  que él  ejecutara su rabia sobre mí. A  mi hermano nunca lo han tocado. 

Ante mi cara de asombro, Natalia continuó.

-        ¡De verdad, mi  padre es una buena persona!...  solo que no tiene carácter y se ha  dejado manipular para complacer a su  esposa. De hecho, cada vez que él  me pegaba una paliza y mi madre no lo veía, se abrazaba a mí llorando y me pedía perdón desolado. Para mí, era muy duro verlo llorar como un niño pidiéndome perdón, yo sé que él me quiere, pero siempre  ha tenido  miedo de enfrentarse a  mi madre.

Yo no me atreví a  hablar, la abracé y con miedo de saber la respuesta le pregunté hasta cuándo había durado aquello. Natalia me respondió que la última vez había sido hacía un año. No volví a preguntar más, sencillamente dejé que se desprendiera de su vida de dolor.

Sin dar muchos detalles a mis padres, les pedí que convencieran a la familia Valdés para que  Natalia  se quedara en casa más tiempo, a fin de cuentas estaba en el paro no había prisa para volver,  así que las dos semanas se convirtieron en meses.  Durante ese tiempo hubo un cambio en Natalia, empezó a cuidarse y arreglarse,  buscó trabajo y empezó a quererse. Yo procuraba estar con ella todo el tiempo que mi trabajo me permitía.

Un sábado al mediodía llegué a casa y Natalia había salido con un chico que la había llamado por teléfono. El chico en cuestión era Roberto su novio.  La había encontrado y vino a marcar su territorio. Ese fin de semana apenas estuve con ella, pero no vi cambios en ella,  parecía contenta y segura así que no me preocupé.

Como se acercaba la Navidad, Natalia nos dijo que quería ir a Santander con su familia.  Así que se iría en tren el último sábado antes de Navidad. El viernes antes  de su partida habíamos organizado una salida de despedida,  sin embargo  cuando llegué de trabajar, me encontré a  Natalia con los ojos verdes rojos del llanto; el impresentable de su novio le había llamado para decirle que se iba a vivir con su nueva novia. El destino parecía ir en contra de la libertad de Natalia, pues me confesó que el fin de semana que vino su novio, se habían acostado sin usar ningún anticonceptivo y llevaba una semana de retraso.  Decidí llevarla  hasta Santander en mi coche, no la podía dejar sola, me sentía responsable. En aquel momento, mi rabia era tal que si me hubiera encontrado a ese cabrón lo hubiera matado.

Devolvía a Natalia en peores condiciones en que  me la había encontrado. Durante aquel  viaje en coche, ella no hablaba, solo lloraba. Yo solo pensaba cómo una persona podía llegar  a conseguir la anulación física y emocional de otra bajo el paraguas del amor.  Entendí que  Natalia había sido capaz de soportar todas las humillaciones de las personas que quería, porque lo único que anhelaba  era el abrazo y las palabras cariñosas del perdón posterior. Ese momento de disculpa, era  la única prueba de amor que ella conocía.