El viejo
ventilador chirriaba en un vano intento de distribuir por igual la espesa y
pesada neblina cargada de humos grises. Todo estaba tenso, agobiado y molesto
por el calor. Los parroquianos miraban los vasos medio vacíos con ojos
somnolientos mientras las últimas gotas
de condensación bajaban por el cristal hasta la mesa para al instante formar
parte de la cargada atmósfera del bar. En la calle las palmeras habían plegado
sus enormes hojas ante el plomizo sol que parecía anclado en el horizonte.
Todo
estaba hastiado, aburrido… cansado. Cada ser vivo o muerto se aplastaba y
sudaba. Sudaban las axilas de los hombres con cada movimiento, las paredes del
local, el cristal de las botellas en los estantes. La bombillas transpiraban la
escasa luz intentando abrirse camino en la neblina. Incluso las moscas con las
patas pegadas en los pasteles, sudaban. El alma de aquel lugar se derretía en
la prolongada calima y respiraba pesimismo aquel final de tarde de mil
novecientos diecisiete. En Haití los veranos no suelen tener piedad pero éste
estaba siendo el peor que se recordaba. A estas horas ni siquiera los pájaros o
las cucarachas se movían: cualquier movimiento requería un esfuerzo
extraordinario.
Había
sido un día terrible, una semana y un mes en el que la temperatura no había
bajado ni un momento de los treinta y dos grados consiguiendo que dormir fuera
una ilusión imposible. No poder conciliar el sueño había vuelto a la gente
irascible y agresiva y esa sensación había calado en los huesos de todos los
seres de la isla. Una chispa habría hecho volar por los aires aquel amasijo de
tablas, latas y barro que conformaban el garito “La Dolce Vita”, según rezaba
pomposamente en uno de sus laterales que Tomás había dibujado con letras
temblorosas utilizando la mayoría de colores del arco iris.
En
un rincón Andrée Coró veía pasar la vida centrado sólo en encontrar la mejor
posición para que le llegara algo del escaso aire que las aspas del ventilador
proyectaban sobre la reducida clientela. El murmullo del ventilador aleteaba
por la sala, alterado de tarde en tarde por los exabruptos de un borracho
casual, los desacuerdos con el precio de algún gramo de droga y las maldiciones
de quien comprobaba que se le había acabado el dinero. La miseria era la
emperadora de los miserables que allí se refugiaban
Andrée Coró es mulato, mezcla de un puñado de
razas. A los dieciséis años huyó de la casa familiar dedicando su tiempo a
sobrevivir como podía, las menos con trabajos mal pagados y la mayoría echando
mano al contrabando, sin que una u otra opción le dieran más que unos dólares
para ir tirando. Con sus cincuenta años era uno de tantos empujados a olvidarse
de sí mismo y, por supuesto, de los principios que el viejo pescador de
Marigot, su padre, quiso inculcarle. A veces le venían a la memoria sus
consejos, pero igual que llegaban los alejaba de un manotazo como a una mosca
pesada o los ahogaba en un largo trago de ron. Había aprendido a olvidarlos sin
ninguna cargo de conciencia. Sentado en la mesa intentaba encontrar en su
faldiquera algo de su escaso dinero con que pagar el penúltimo ron cumpliendo
la máxima que aparecía en el cartel colgado del techo: “Copa pagada copa
servida”.
El Dolce Vita era uno de los cientos bares
repartidos por los suburbios de Haití
que son trozos diminutos de su historia,
poco más de una letra en la biografía de un país de esclavos o una gota
de sangre que flota olvidada en medio del océano. Sin embargo, sus cuatro
paredes levantadas con restos de naufragios, chatarra y chapa y techadas con
habilidad por un entramado de hojas de palmeras, era para aquellos hombres su oasis. Lo
más parecido que recordaban de un hogar,
por esa razón a ninguno le importaba que la miseria aleteara sobre él como un
murciélago ávido de sangre.
Tan sólo la
mesa de billar situada al fondo le daba al local una nota diferenciadora y a la
vez ostentosa. Tomás, el dueño, la había ganado en una partida de dados,
seguramente amañada, dos años atrás. La trajo en barco desde Saint Marc con la
ilusión de que podría ser el punto de partida para que su local comenzara a
progresar y a ganar prestigio en la zona. Desde el tapete verde, sin un solo
parche, más limpio que los vasos y escoltada por cuatro tacos, la mesa estaba a
la espera de que alguna partida diera sentido a su existencia. A pesar de que
Tomás se preocupó de abrir un ventanuco en el techo, que luego cerró con un
plástico transparente para que llegara luz suficiente a los supuestos jugadores
y se esforzaba cada día en mantenerla en perfecto estado, nadie había jugado
jamás por el simple hecho de que nadie en aquella parte de la isla sabía jugar.
Todo transcurría dentro de la normalidad hasta
que la puerta del bar se abrió lentamente dejando entrar un nuevo golpe de
calor. Andreé cerró los ojos molesto por la luz esperando que el mecanismo las
devolviera con urgencia a su sitio. Si algo funcionaba allí era el muelle que
las obligaba a volver a su origen cuando alguien las empujaba desde fuera. Los
goznes aceitados también ayudaban minimizando el sofoco exterior. Pero las
puertas no se cerraron. El mecanismo parecía haber fallado y quedaron de par en
par dejando paso a un prolongado golpe de calor que llenó el lugar de protestas
y maldiciones.
Lentamente una sombra se adelantó oscureciendo
la entrada. Transcurrieron unos segundos hasta que alguien entró y entonces la
puerta se cerró sin que nadie la tocara. Era un hombre e joven, no superaba los
treinta años y de piel lechosa. Su porte, que sin duda despertaría admiración y
envidia en otros ambientes, allí lo que desató fue una ira contenida: aquel era
un bar de negros a donde no se le permitía la entrada a nadie que no fuera de
color.
Su presencia
produjo al instante un desequilibrio en el tiempo y el espacio, algo parecido a
un agujero negro que absorbía el odio contenido en las entrañas de aquellos
descendientes de esclavos. Una ley no escrita y sin embargo más viva que un
mandamiento divino, prohibía sin excepciones profanar su espacio. Nadie de los
presentes había presenciado jamás tal trasgresión, tan sólo Tiznor, el de mayor
edad de los presentes habría podido recordar de no estar borracho la historia que a principios de siglo le contaba
en la playa el viejo Ruller. Al anciano le encantaba relatar a los niños, que
se reunían alrededor de la hoguera, como un sargento francés, pistola en mano,
entró en la taberna exigiendo una
cerveza y terminó aquella misma noche en el vientre de los tiburones. El viejo
sonreía con malicia escupiendo al suelo por el hueco de sus dientes al afirmar que nunca se supo si se lo
comieron vivo o cuando cayó al mar ya estaba muerto.
Una especie de aureola advenediza
que acompañaba al joven pareció adelantarse para ocupar cada rincón de aquel
pequeño universo atrayendo la atención. No era un tipo alto -poco más de uno
setenta-, aunque quedaban ocultos baja una larga chaqueta blanca, sus hombros
parecían fuertes y marcaban un cierto contraste con la camisa ceñida al pecho y
el estrecho pantalón negro. Se detuvo unos instantes plantado en la puerta del
bar balanceando entre sus manos un bastón de caoba rematado con una cabeza de
jaguar, idéntico a los de los patronos de los antiguos barcos negreros. La
cabeza la cubría con un sombrero de
hongo que no encajaba ni con el traje ni con el siglo mientras sus ojos estaban
desaparecidos tras unas amplias gafas oscuras.
Sin que
aparentemente sus piernas se movieran avanzó hasta la barra ignorando las miradas.
Dirigiéndose al camarero le ordenó que le sirviera una botella de agua mientras
golpeaba el mostrador con el bastón. Andrée pensó que era obvio que aquel tipo
no conocía el lugar donde se había colado, de saberlo no se hubiera atrevido y
mucho menos a golpear el mostrador exigiendo la bebida. Aquello era un acto irreverente, un insulto a
la historia, tan canalla como lo sería para un cristiano que escupieran a la Cruz.
Alguien, con
la sangre apunto de reventarle en las venas, se puso de pié, maldijo entre dientes y con una botella en la
mano a la botella se precipitó para golpearlo. Antes que lograra dar un paso,
un compañero de mesa le cogió del cuello obligándolo a sentarse. La maldición
quedó suspendida y dejó paso a la expectación que fue subiendo de tono hasta
crear un silencio tenso que presagiaba la urgencia del merecido castigo.
En ese momento el joven se despojó
del sombrero y una melena blanca cayó sobre sus hombros como una nevada. El
camarero, fornido y tan negro que el blanco de sus ojos no eran más que dos
diminutas mariposas nocturnas, olvidando la dificultad que su vientre
prominente le planteaba con el mostrador, colocó sobre él las manazas con los
puños cerrados en gesto amenazante. Rezumando odio lo miró descarado. Todo el
mundo dio por seguro que la escopeta que guardaba bajo el mostrador haría acto
de presencia para dar la señal de salida a los oscuros instintos de venganza
con los que echarían fuera todo el mal interior que el calor había ido
acumulando.
Sin embargo, hubo un segundo en que todo se
detuvo, un segundo largo e intenso. Un segundo infinito que se rompió cuando el
hombre dejando resbalar sus gafas oscuras por la nariz y clavando la mirada en
el camarero dijo con voz hueca y
profunda:
- Soy Exú, el
demonio de tu raza.
Sonrió y
tomando el bastón lo señaló con la cabeza del jaguar
El jaguar
aumentó de tamaño y abriendo sus mandíbulas lanzó escapar junto a un rugido
salvaje: -¡ Sírvele!.
El fornido
negro cambió de color al instante, pasó de azabache a púrpura y de púrpura a
gris hasta quedar blanco como el cabello del extraño. Como un autómata dio la
vuelta, cogió un vaso de la estantería, lo colocó sobre el mostrador, descorchó
la botella de agua y lo llenó hasta el borde. Todos los presentes ahogaron la
sorpresa cuando el agua cambió de color tornándose negra. Exú movió la cabeza
como si estuviera satisfecho, tomó el vaso y se volvió lentamente hacia los
parroquianos y acercándolo a los labios
bebió.
Aquella fue la
primera vez que Andrée lo veía de frente. De sus ojos se desprendía la mirada
vacía de la muerte que le heló el alma. De golpe bajó la temperatura del local
absorbida por los ojos de aquel extraño ser. El borracho soltó de su sangre
todos los vapores del alcohol acumulados de años y se encogió en su silla
temeroso. Andrée buscó con la mirada a Tomás, y vio cómo se retiraba del
mostrador temblando de miedo. El rumor de venganza comenzó a diluirse del
ambiente hasta volverse alado y tenue
para detenerse en seco también aterido de terror. Algo recorrió el
local, una sombra deforme pareció salir de los ojos de Exú disolviendo el poco
valor que aún quedaba en los curtidos
hombres. Entonces ocurrió lo inimaginable.
Exú abrió la
boca, sonrió malignamente y expulsó el agua negra. Pequeñas gotas se extendieron
por todo el local manteniéndose en el aire. De cada gota nació un cuervo oscuro
como su alma y comenzaron a graznar arañando las paredes y las cabezas. Todos
comenzaron a gritar intentando huir, pero los cuervos buscaron sus ojos y los
hombres se tiraron bajo las mesas cubriéndose la cara. Exú levantó los brazos y
una fuerza descomunal golpeó las paredes obligándolas a doblarse hacia afuera
arrancando sus anclajes, el mostrador y la mesa de billar levitaron para caer
un instante después con un ruido infernal que se unió al de las puertas al ser arrancadas de sus goznes.
Al instante el
cuerpo de Exú se transformó en algo monstruoso, un vómito de sangre que hizo
temblar la tierra y que se introdujo como el ácido en sus entrañas. Se oyó un
grito de ultratumba y desapareció llevando a sus infiernos los cuervos con los
picos húmedos de sangre. Después llegó la oscuridad. Una tiniebla penetrante e
inmunda envolvió y embadurnó hasta el último hueco de las los cuerpos
desperdigados por el suelo y ganó a los gemidos hasta convertirse en un
profundo silencio.
Andreé notó el
aire quemándole los pulmones y quiso gritar, pero el grito quedó varado en la
playa seca de su garganta mientras aún le parecía oír el aleteo y los graznidos
de los cuervos. Medio inconsciente, oyó golpes de tambor que iban subiendo de
intensidad y sintió como se introducían en su corazón hasta convertirse en
latidos penetrantes y reiterativos. Un segundo después supo que le
transportaban a otra dimensión.
El alba
despertó en el horizonte. En el Dolce Vita también amaneció con las enormes
huellas de la batalla. Andreé comenzó a recobrar la conciencia. Sintió dolor en
cada músculo de su cuerpo y poco a poco se estiró dejando atrás la posición
fetal en la que se encontraba. Tenía la mente en blanco y dudó si estaba vivo o
muerto. Intentó llenar sus pulmones de
aire pero al hacerlo tosió con violencia. Tardó unos minutos en saber dónde
estaba y, cuando tomó conciencia, alzó la cabeza y miró alrededor. Otros hombres
seguían encogidos entre las mesas y las sillas derrumbadas. Sintió a su lado un
leve movimiento y miró: era Tomás que comenzaba a despertar.
Intentó
organizar los recuerdos, pero una punzada en las sienes le obligó a cubrirlas
con las manos. La cabeza comenzó a dolerle de una manera terrible. En la boca
la lengua seca y áspera parecía pegada al paladar. Logró ponerse de rodillas y
buscó algo de beber sin encontrando.
De repente le vinieron los recuerdos, Exú, sus
ojos acuosos, el gotas negras detenidas en el aire, el rugido del jaguar, los
pájaros, y su alma penetrando en las peores pesadillas. Se vio caminando sobre
cristales rotos, la sangre derramándose por cada poro, máscaras danzando a su
alrededor al ritmo de tambores rituales, los rostros de sus antepasados
mirándole con los aquellos ojos terribles..
Un estertor le
erizó la piel y tuvo el imperioso deseo de escapar. En ese momento Tomás
levantó su rostro y gritó: - Vudú.
Aquella
palabra se clavó en el inconsciente despertando el recuerdo de la fuerza del
mal que vive en su raza, la brujería… el Vudú.
No pudo evitar
que su garganta gritara: - Vudú.
A su voz se
unieron otras voces a coro repitiendo la
palabra maldita.
Con los ojos a punto de salirse de sus cuencas se abalanzó tambaleándose
hacia la salida. Fuera el sol tomaba el horizonte.