lunes, 14 de enero de 2013

Solo abrazado a ella, por Matilde López de Garayo.


Me dirigía a casa de Emma, en el maletero, una bolsa de viaje, el portátil y las carpetas del expediente Palas, un caso de divorcio y custodia que nos estaba resultando complicado por la cantidad de bienes y patrimonio que poseían, la falta de colaboración por parte de ambos esposos y la custodia del menor incapacitado.

La Navidad se había colado en la rutina laboral y con ella las tensiones familiares, las prisas, y todos los desajustes propios de estas fechas y que yo había desterrado junto con su espíritu de armonía, cordialidad y buenas  intenciones, hacía dos años, cuando recibí   la notificación de mi divorcio por carta.

Fue una sacudida seca, cortante y fría en toda mi concepción de los sentimientos humanos, de la lealtad, del respeto, del matrimonio, y aquel Santiago de cuarenta y cuatro años, sensible, detallista y enamorado, murió el día que cerré por última vez mi hogar, ese hogar que había compartido durante cinco años con la mujer de mi vida, ¡Bueno!, Eso creía yo, el caso es que los últimos tres años había estado viviendo un engaño, una quimera.

Desde mi separación, paulatinamente, me había ido convertido en una persona arisca, huraña, y porque no decirlo, algo misógino.

Creo que esto último fue lo que provocó que Alberto, el director del bufete me convocara a una reunión y me impusiera unas nuevas condiciones de trabajo, nuevas, ¡No! , nueva, se llamaba Emma.

Conocía algunas referencias de ella, que por lo menos, no me habían disgustado, como  su seriedad, disciplina, y el éxito en casi todos los casos que los que había intervenido. Alguna vez habíamos coincidido en la cafetería, con más compañeros, y de los comentarios de aquellos desayunos supe que era viuda desde hacía dos Navidades, ¡Qué coincidencia!, Que se había instalado en Madrid el año pasado, consiguiendo al instante un trabajo en uno de los bufetes más prestigiosos de Madrid, el mío. Sin embargo estos comentarios habían quedado en el olvido hasta que ese jueves de noviembre, entró en mi despacho para iniciar nuestra relación profesional, fue cuando realmente la miré por primera vez.   

No es que fuera una belleza, pero sus grandes ojos oscuros, expresivos, su nariz pequeña,  recta y unos labios delgados, le proporcionaban un atractivo agradable, delicadamente sensual, apenas maquillada se podía apreciar la suavidad de su piel. Me incomodé un poco al sentir su mirada posada en mi rostro. Bajé los ojos al instante, ofuscado por haberme descubierto observándola.

Pero no fue la única contrariedad que sufrí en los siguientes días. Mis comentarios sarcásticos  y secos,  ella los ignoraba por completo, y reconducía cualquier intento de ofensa o comentario peyorativo contra el sexo débil, a una inteligente crítica hacia mí. Hasta tal punto estaba influyendo en mi persona, que en unos días había conseguido que me volviera a comportar como un ser civilizado y empezando a aceptar de nuevo a la sociedad que me rodeaba, la sociedad y a sus mujeres. ¡Incomprensible!

Por eso el 21 de diciembre conducía por la M-601, y me desviaba por la salida de Navacerrada hasta llegar a su adosado en Cercedilla, en plena Sierra de Guadarrama.

Cuando llegué a su casa, me acompañó a un pequeño despacho al lado del salón, rodeado de estanterías llenas de libros, no sólo de leyes sino de novelas, ensayos y poesía. Me senté a su lado y saqué todo el dossier ya clasificado. Empezamos a leer, comentar y anotar, como ayuda la mesa llena de códigos, revistas profesionales y el acceso al memento en el ordenador. Permanecimos durante cuatro horas sin descansar.

A las nueve de la noche dimos por terminada la jornada, había comenzado a llover hacía dos horas, y la tormenta estaba justo encima de nosotros. Entramos en la cocina y mientras preparábamos la cena, empezamos una conversación insustancial. Pronto me di cuenta que el tema  giraba en torno a Alberto, el director del despacho, y otra vez ella había utilizado su habilidad para hacerme hablar de aquello que me escocía desde hacía dos Navidades, mi divorcio.

-Fue una encerrona por parte de Alberto, sabe que desde mi separación, me cuesta relacionarme con mujeres, las esquivo, bueno, las esquivaba –Y aproveché la ocasión para mirarle a los ojos, últimamente me costaba menos sostener la mirada, proseguí -Procuraba evitarlas, evitaros, él me decía que lo personal no podía interferir en lo profesional. Ahora pienso que llevaba algo de razón.

Me entrega una botella de vino para abrirla y  comenta -Alberto siempre actúa con doble intención, una la conoces, otra...- se encoge de hombros y me sonríe, con una sonrisa franca que empieza a gustarme, lo que no me agrada es el tono de confianza que utiliza cuando habla del jefe, ya se lo he notado en varias ocasiones, y mi imaginación empieza a funcionar.

Abro un Marqués de Riscal, gran reserva del 2006

-¡Buen vino! –Exclamo asombrado, y disimulando mi azoramiento. Ella me contesta totalmente relajada y sin demostrarme  si ha descubierto alguna vacilación en mis palabras.

-Creo que compartimos nuestra afición por el néctar de los dioses, esté precisamente me lo regaló Alberto. – Yo me quedo un poco cortado, y se me agolpan miles de preguntas en la cabeza, sin embargo sólo atino a balbucear

-¿Es que tienes una...? ¿Parece que lo conoces muy bien?- Me detengo intentando analizar la  emoción que estoy sintiendo en estos momentos, ¿Cómo puedo formularle unas preguntas tan directas?, ¿Celos?, ¡No puede ser! Bebo un poco de vino e intento remediarlo diciéndole -Soy un imprudente, perdona

-No tiene importancia, ¿Qué si lo conozco?, Si y bastante bien- Vuelve a sonreír y acerca la copa para brindar. Se calla dejándome con la incertidumbre de ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo?

Sé que es su forma de decirme “Ahora antes de perder los nervios, te calmas y tomas perspectiva”, me disculpo y salgo de la cocina, noto cómo se me ha acelerado las pulsaciones, y estoy a punto de estallar por mi necedad.

Entro en el salón y observo los cuadros de la pared, todos son acuarelas, donde un denominador común aparece en ellos, una mujer, me da la impresión que es Emma, Emma en al cocina, en un jardín, en un huerto, en la playa, y me detengo en esta pintura. Mientras le doy vueltas a la copa de vino llevándola a mi nariz para apreciar inconscientemente  el aroma  a madera de roble, a fresas y frutos silvestres, y su equilibrio y sabor ligeramente ácido, me empieza a tranquilizar, al igual que los cuadros, al igual que esa  marina.
Un mar de aguas claras y azules, alguna nube salpicada en el cielo, suaves olas, una barca cerca de la playa y una mujer dentro de ella, con un vestido largo, color crema. La mujer, se encuentra de pie, un poco inclinada, y con delicadeza está echando el ancla por la borda. Puedo imaginar la suave brisa que  mueve su melena castaña, la barca y el agua.  Mezclado con los aromas del vino me viene del recuerdo del olor a sal y pescado al tiempo que observo las gaviotas planeando sobre el lienzo, o sobre la arena de la playa, con sus  pequeños saltos buscando algún alimento que hubiera traído la marea.

Me quedo absorto en la belleza de la composición y no me doy cuenta que ella está a mi lado hablándome, hasta que suavemente me roza el brazo

-Las pintó mi marido hace cinco años, cuando se estaba abriendo camino, por fin, en  el mundo del arte, ¡Hubiera sido un gran artista! – Es la primera vez que puedo notar su tristeza, y exclamo con toda sinceridad.

-Es un buen artista, hacía tiempo que una pintura no me conmovía tanto, y ésta lo ha hecho- Bebo mi segunda copa de vino.

Pienso en todo el amor que se desprende de aquellos cuadros, de todas las fotografías que están dispersas en cualquier rincón del salón, en el marido de Emma que fue capaz de plasmar sus sentimientos de una manera tan  sutil y hermosa y pienso en mi compañera, en mi desconocida compañera, en su dolor, posiblemente escondido entre esa sonrisa franca, sana, asimilando su destino, su pasado y presente sin rencores ni resentimientos por la vida, con la vida... Y pienso en mí, en mi obcecación por  sentirme víctima,  amargando a todos los que estaban a mi alrededor, sin querer salir de mi estado de confort, y no sé si es el vino, el que me está embriagando, o la acuarela, pero noto que mis ojos se están humedeciendo.

Y analizo mis sentimientos y el torbellino de emociones delante de ese dibujo, de lo que significa y de la lección que me está dando de la vida.

Suavemente Emma me despierta de mi ensimismamiento y me enseña una foto de una  pareja de casados, parecen  felices, al igual que sus acompañantes que por la edad y parecido deben ser los padres de ellos. Es entonces cuando reconozco a Alberto, con unos cuantos años menos. Se cierra la incertidumbre y siento un poco de vergüenza.

-¿Cenamos?- Me pregunta, y me dejo llevar hasta la cocina. Son momentos placenteros, reconciliadores con la vida, conmigo mismo, y me siento bien.

Finalizamos la cena y subimos a descansar, antes de dirigirme a mi habitación Emma me coge del brazo y me dice:

-Duerme conmigo

Me incomoda la invitación y contesto automáticamente -No estoy preparado para...-Me tapa los labios con su mano y susurra –Sólo dormir, hoy no quiero estar sola...

Además del olor a lluvia, a tierra mojada, que se filtra a través de esas rendijas invisibles, un tenue aroma a flores flota en el cuarto, su perfume está  impregnado en las cortinas, en la madera de los muebles de pino, seguro que en el interior de su armario, ese aroma se me antojaba ahora fresco, natural y relajante. Acerco mi nariz a su melena para aspirar su olor, su pelo es sedoso y cae sobre mí. Inconscientemente empiezo a acariciarlo con suavidad, ella se estremece un poco, y me aprieta en su abrazo, sin alterar su respiración acompasada y dormida, es cuando me imagino que el resto de su piel debe ser igual de suave que la de su cara y aunque en ese momento hubiera comenzado a besarla, permanezco observando mi alrededor, y el equilibrio que se adivina en la habitación.

Los truenos cada vez se oyen más lejanos, más retardados y del efecto de los relámpagos va sosegando poco a poco las sombras que proyectadas, baila caóticas y desbocadas en el cuarto. Al final se van quedando paradas, tranquilas, y siento que mi rencor y enojo interior me dan por primera vez un respiro.

Hacía tiempo que no me abrazaba a una mujer, que no sentía su calor corporal cerca de mí. Agradezco la sensibilidad, la sensatez, la psicología que ha utilizado conmigo y esta noche que sin ella saberlo me ha despertado un poco mi ilusión por volver a sentir. No sé como reaccionaremos mañana al despertarnos, si fingiremos que estos momentos no han existido o contribuirá a consolidar nuestro compañerismo, nuestra iniciada amistad, solo sé que hay momentos en la vida que son especiales, tan especiales como la  delicada acuarela del salón, sé que todas las emociones que he experimentado ante la pintura me han liberado de la cadena del resentimiento, un lastre que me ataba al recuerdo de una relación inexistente, que me ha transmitido la serenidad de sus olas, de su arena fina, del vestido moviéndose con la brisa, que las gaviotas con su vuelo y en la arena, me han proyectando una sensación de libertad, hasta el punto de conseguir abstraerme de mi ceguera, y provocar el anhelo de quedarme prendido en sus tenues colores, con el deseo de que el tiempo se congele al acordarme de la sensación de plenitud e ilusión que entraba por mis venas.


 Eso es lo que siento en esta noche, ahora calmada, con mis sombras dormidas, con mis temores abandonados y el deseo de que este momento sea interminable, mientras que  me aferro a una ancla real, a una mujer, y me duermo, sólo abrazado a ella. 

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