Me dirigía a casa de Emma, en el
maletero, una bolsa de viaje, el portátil y las carpetas del expediente Palas,
un caso de divorcio y custodia que nos estaba resultando complicado por la
cantidad de bienes y patrimonio que poseían, la falta de colaboración por parte
de ambos esposos y la custodia del menor incapacitado.
La Navidad se había colado en la
rutina laboral y con ella las tensiones familiares, las prisas, y todos los
desajustes propios de estas fechas y que yo había desterrado junto con su
espíritu de armonía, cordialidad y buenas
intenciones, hacía dos años, cuando recibí la notificación de mi divorcio por carta.
Fue una sacudida seca, cortante y
fría en toda mi concepción de los sentimientos humanos, de la lealtad, del
respeto, del matrimonio, y aquel Santiago de cuarenta y cuatro años, sensible,
detallista y enamorado, murió el día que cerré por última vez mi hogar, ese
hogar que había compartido durante cinco años con la mujer de mi vida, ¡Bueno!,
Eso creía yo, el caso es que los últimos tres años había estado viviendo un
engaño, una quimera.
Desde mi separación,
paulatinamente, me había ido convertido en una persona arisca, huraña, y porque
no decirlo, algo misógino.
Creo que esto último fue lo que
provocó que Alberto, el director del bufete me convocara a una reunión y me
impusiera unas nuevas condiciones de trabajo, nuevas, ¡No! , nueva, se llamaba
Emma.
Conocía algunas referencias de
ella, que por lo menos, no me habían disgustado, como su seriedad, disciplina, y el éxito en casi
todos los casos que los que había intervenido. Alguna vez habíamos coincidido
en la cafetería, con más compañeros, y de los comentarios de aquellos desayunos
supe que era viuda desde hacía dos Navidades, ¡Qué coincidencia!, Que se había
instalado en Madrid el año pasado, consiguiendo al instante un trabajo en uno
de los bufetes más prestigiosos de Madrid, el mío. Sin embargo estos
comentarios habían quedado en el olvido hasta que ese jueves de noviembre,
entró en mi despacho para iniciar nuestra relación profesional, fue cuando
realmente la miré por primera vez.
No es que fuera una belleza, pero
sus grandes ojos oscuros, expresivos, su nariz pequeña, recta y unos labios delgados, le
proporcionaban un atractivo agradable, delicadamente sensual, apenas maquillada
se podía apreciar la suavidad de su piel. Me incomodé un poco al sentir su
mirada posada en mi rostro. Bajé los ojos al instante, ofuscado por haberme
descubierto observándola.
Pero no fue la única contrariedad
que sufrí en los siguientes días. Mis comentarios sarcásticos y secos,
ella los ignoraba por completo, y reconducía cualquier intento de ofensa
o comentario peyorativo contra el sexo débil, a una inteligente crítica hacia
mí. Hasta tal punto estaba influyendo en mi persona, que en unos días había
conseguido que me volviera a comportar como un ser civilizado y empezando a
aceptar de nuevo a la sociedad que me rodeaba, la sociedad y a sus mujeres.
¡Incomprensible!
Por eso el 21 de diciembre
conducía por la M-601, y me desviaba por la salida de Navacerrada hasta llegar
a su adosado en Cercedilla, en plena Sierra de Guadarrama.
Cuando llegué a su casa, me acompañó a un pequeño despacho
al lado del salón, rodeado de estanterías llenas de libros, no sólo de leyes
sino de novelas, ensayos y poesía. Me senté a su lado y saqué todo el dossier
ya clasificado. Empezamos a leer, comentar y anotar, como ayuda la mesa llena
de códigos, revistas profesionales y el acceso al memento en el ordenador.
Permanecimos durante cuatro horas sin descansar.
A las nueve de la noche dimos por
terminada la jornada, había comenzado a llover hacía dos horas, y la tormenta
estaba justo encima de nosotros. Entramos en la cocina y mientras preparábamos
la cena, empezamos una conversación insustancial. Pronto me di cuenta que el
tema giraba en torno a Alberto, el
director del despacho, y otra vez ella había utilizado su habilidad para
hacerme hablar de aquello que me escocía desde hacía dos Navidades, mi divorcio.
-Fue una encerrona por parte de
Alberto, sabe que desde mi separación, me cuesta relacionarme con mujeres, las
esquivo, bueno, las esquivaba –Y aproveché la ocasión para mirarle a los ojos,
últimamente me costaba menos sostener la mirada, proseguí -Procuraba evitarlas,
evitaros, él me decía que lo personal no podía interferir en lo profesional.
Ahora pienso que llevaba algo de razón.
Me entrega una botella de vino
para abrirla y comenta -Alberto siempre
actúa con doble intención, una la conoces, otra...- se encoge de hombros y me
sonríe, con una sonrisa franca que empieza a gustarme, lo que no me agrada es
el tono de confianza que utiliza cuando habla del jefe, ya se lo he notado en
varias ocasiones, y mi imaginación empieza a funcionar.
Abro un Marqués de Riscal, gran
reserva del 2006
-¡Buen vino! –Exclamo asombrado,
y disimulando mi azoramiento. Ella me contesta totalmente relajada y sin
demostrarme si ha descubierto alguna
vacilación en mis palabras.
-Creo que compartimos nuestra
afición por el néctar de los dioses, esté precisamente me lo regaló Alberto. –
Yo me quedo un poco cortado, y se me agolpan miles de preguntas en la cabeza,
sin embargo sólo atino a balbucear
-¿Es que tienes una...? ¿Parece
que lo conoces muy bien?- Me detengo intentando analizar la emoción que estoy sintiendo en estos
momentos, ¿Cómo puedo formularle unas preguntas tan directas?, ¿Celos?, ¡No
puede ser! Bebo un poco de vino e intento remediarlo diciéndole -Soy un
imprudente, perdona
-No tiene importancia, ¿Qué si lo
conozco?, Si y bastante bien- Vuelve a sonreír y acerca la copa para brindar.
Se calla dejándome con la incertidumbre de ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo?
Sé que es su forma de decirme
“Ahora antes de perder los nervios, te calmas y tomas perspectiva”, me disculpo
y salgo de la cocina, noto cómo se me ha acelerado las pulsaciones, y estoy a
punto de estallar por mi necedad.
Entro en el salón y observo los
cuadros de la pared, todos son acuarelas, donde un denominador común aparece en
ellos, una mujer, me da la impresión que es Emma, Emma en al cocina, en un
jardín, en un huerto, en la playa, y me detengo en esta pintura. Mientras le
doy vueltas a la copa de vino llevándola a mi nariz para apreciar
inconscientemente el aroma a madera de roble, a fresas y frutos
silvestres, y su equilibrio y sabor ligeramente ácido, me empieza a
tranquilizar, al igual que los cuadros, al igual que esa marina.
Un mar de aguas claras y azules,
alguna nube salpicada en el cielo, suaves olas, una barca cerca de la playa y
una mujer dentro de ella, con un vestido largo, color crema. La mujer, se
encuentra de pie, un poco inclinada, y con delicadeza está echando el ancla por
la borda. Puedo imaginar la suave brisa que
mueve su melena castaña, la barca y el agua. Mezclado con los aromas del vino me viene del
recuerdo del olor a sal y pescado al tiempo que observo las gaviotas planeando
sobre el lienzo, o sobre la arena de la playa, con sus pequeños saltos buscando algún alimento que
hubiera traído la marea.
Me quedo absorto en la belleza de
la composición y no me doy cuenta que ella está a mi lado hablándome, hasta que
suavemente me roza el brazo
-Las pintó mi marido hace cinco
años, cuando se estaba abriendo camino, por fin, en el mundo del arte, ¡Hubiera sido un gran
artista! – Es la primera vez que puedo notar su tristeza, y exclamo con toda
sinceridad.
-Es un buen artista, hacía tiempo
que una pintura no me conmovía tanto, y ésta lo ha hecho- Bebo mi segunda copa
de vino.
Pienso en todo el amor que se
desprende de aquellos cuadros, de todas las fotografías que están dispersas en
cualquier rincón del salón, en el marido de Emma que fue capaz de plasmar sus
sentimientos de una manera tan sutil y
hermosa y pienso en mi compañera, en mi desconocida compañera, en su dolor,
posiblemente escondido entre esa sonrisa franca, sana, asimilando su destino,
su pasado y presente sin rencores ni resentimientos por la vida, con la vida...
Y pienso en mí, en mi obcecación por
sentirme víctima, amargando a todos
los que estaban a mi alrededor, sin querer salir de mi estado de confort, y no
sé si es el vino, el que me está embriagando, o la acuarela, pero noto que mis
ojos se están humedeciendo.
Y analizo mis sentimientos y el
torbellino de emociones delante de ese dibujo, de lo que significa y de la
lección que me está dando de la vida.
Suavemente Emma me despierta de
mi ensimismamiento y me enseña una foto de una
pareja de casados, parecen
felices, al igual que sus acompañantes que por la edad y parecido deben
ser los padres de ellos. Es entonces cuando reconozco a Alberto, con unos
cuantos años menos. Se cierra la incertidumbre y siento un poco de vergüenza.
-¿Cenamos?- Me pregunta, y me
dejo llevar hasta la cocina. Son momentos placenteros, reconciliadores con la
vida, conmigo mismo, y me siento bien.
Finalizamos la cena y subimos a
descansar, antes de dirigirme a mi habitación Emma me coge del brazo y me dice:
-Duerme conmigo
Me incomoda la invitación y
contesto automáticamente -No estoy preparado para...-Me tapa los labios con su
mano y susurra –Sólo dormir, hoy no quiero estar sola...
Además del olor a lluvia, a
tierra mojada, que se filtra a través de esas rendijas invisibles, un tenue
aroma a flores flota en el cuarto, su perfume está impregnado en las cortinas, en la madera de
los muebles de pino, seguro que en el interior de su armario, ese aroma se me
antojaba ahora fresco, natural y relajante. Acerco mi nariz a su melena para
aspirar su olor, su pelo es sedoso y cae sobre mí. Inconscientemente empiezo a
acariciarlo con suavidad, ella se estremece un poco, y me aprieta en su abrazo,
sin alterar su respiración acompasada y dormida, es cuando me imagino que el
resto de su piel debe ser igual de suave que la de su cara y aunque en ese
momento hubiera comenzado a besarla, permanezco observando mi alrededor, y el
equilibrio que se adivina en la habitación.
Los truenos cada vez se oyen más
lejanos, más retardados y del efecto de los relámpagos va sosegando poco a poco
las sombras que proyectadas, baila caóticas y desbocadas en el cuarto. Al final
se van quedando paradas, tranquilas, y siento que mi rencor y enojo interior me
dan por primera vez un respiro.
Hacía tiempo que no me abrazaba a
una mujer, que no sentía su calor corporal cerca de mí. Agradezco la
sensibilidad, la sensatez, la psicología que ha utilizado conmigo y esta noche
que sin ella saberlo me ha despertado un poco mi ilusión por volver a sentir.
No sé como reaccionaremos mañana al despertarnos, si fingiremos que estos
momentos no han existido o contribuirá a consolidar nuestro compañerismo,
nuestra iniciada amistad, solo sé que hay momentos en la vida que son
especiales, tan especiales como la
delicada acuarela del salón, sé que todas las emociones que he
experimentado ante la pintura me han liberado de la cadena del resentimiento,
un lastre que me ataba al recuerdo de una relación inexistente, que me ha
transmitido la serenidad de sus olas, de su arena fina, del vestido moviéndose
con la brisa, que las gaviotas con su vuelo y en la arena, me han proyectando
una sensación de libertad, hasta el punto de conseguir abstraerme de mi
ceguera, y provocar el anhelo de quedarme prendido en sus tenues colores, con
el deseo de que el tiempo se congele al acordarme de la sensación de plenitud e
ilusión que entraba por mis venas.
Eso es lo que siento en esta
noche, ahora calmada, con mis sombras dormidas, con mis temores abandonados y
el deseo de que este momento sea interminable, mientras que me aferro a una ancla real, a una mujer, y me
duermo, sólo abrazado a ella.
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