martes, 29 de enero de 2013

Exú, por Jose Miguel García.


El viejo ventilador chirriaba en un vano intento de distribuir por igual la espesa y pesada neblina cargada de humos grises. Todo estaba tenso, agobiado y molesto por el calor. Los parroquianos miraban los vasos medio vacíos con ojos somnolientos  mientras las últimas gotas de condensación bajaban por el cristal hasta la mesa para al instante formar parte de la cargada atmósfera del bar. En la calle las palmeras habían plegado sus enormes hojas ante el plomizo sol que parecía anclado en el horizonte.

Todo estaba hastiado, aburrido… cansado. Cada ser vivo o muerto se aplastaba y sudaba. Sudaban las axilas de los hombres con cada movimiento, las paredes del local, el cristal de las botellas en los estantes. La bombillas transpiraban la escasa luz intentando abrirse camino en la neblina. Incluso las moscas con las patas pegadas en los pasteles, sudaban. El alma de aquel lugar se derretía en la prolongada calima y respiraba pesimismo aquel final de tarde de mil novecientos diecisiete. En Haití los veranos no suelen tener piedad pero éste estaba siendo el peor que se recordaba. A estas horas ni siquiera los pájaros o las cucarachas se movían: cualquier movimiento requería un esfuerzo extraordinario.

 Había sido un día terrible, una semana y un mes en el que la temperatura no había bajado ni un momento de los treinta y dos grados consiguiendo que dormir fuera una ilusión imposible. No poder conciliar el sueño había vuelto a la gente irascible y agresiva y esa sensación había calado en los huesos de todos los seres de la isla. Una chispa habría hecho volar por los aires aquel amasijo de tablas, latas y barro que conformaban el garito “La Dolce Vita”, según rezaba pomposamente en uno de sus laterales que Tomás había dibujado con letras temblorosas utilizando la mayoría de colores del arco iris.

 En un rincón Andrée Coró veía pasar la vida centrado sólo en encontrar la mejor posición para que le llegara algo del escaso aire que las aspas del ventilador proyectaban sobre la reducida clientela. El murmullo del ventilador aleteaba por la sala, alterado de tarde en tarde por los exabruptos de un borracho casual, los desacuerdos con el precio de algún gramo de droga y las maldiciones de quien comprobaba que se le había acabado el dinero. La miseria era la emperadora de los miserables que allí se refugiaban

Andrée Coró es mulato, mezcla de un puñado de razas. A los dieciséis años huyó de la casa familiar dedicando su tiempo a sobrevivir como podía, las menos con trabajos mal pagados y la mayoría echando mano al contrabando, sin que una u otra opción le dieran más que unos dólares para ir tirando. Con sus cincuenta años era uno de tantos empujados a olvidarse de sí mismo y, por supuesto, de los principios que el viejo pescador de Marigot, su padre, quiso inculcarle. A veces le venían a la memoria sus consejos, pero igual que llegaban los alejaba de un manotazo como a una mosca pesada o los ahogaba en un largo trago de ron. Había aprendido a olvidarlos sin ninguna cargo de conciencia. Sentado en la mesa intentaba encontrar en su faldiquera algo de su escaso dinero con que pagar el penúltimo ron cumpliendo la máxima que aparecía en el cartel colgado del techo: “Copa pagada copa servida”.

El Dolce Vita era uno de los cientos bares repartidos por los suburbios de  Haití que son trozos diminutos de su historia,  poco más de una letra en la biografía de un país de esclavos o una gota de sangre que flota olvidada en medio del océano. Sin embargo, sus cuatro paredes levantadas con restos de naufragios, chatarra y chapa y techadas con habilidad por un entramado de hojas de palmeras, era para aquellos hombres su oasis. Lo más  parecido que recordaban de un hogar, por esa razón a ninguno le importaba que la miseria aleteara sobre él como un murciélago ávido de sangre.

Tan sólo la mesa de billar situada al fondo le daba al local una nota diferenciadora y a la vez ostentosa. Tomás, el dueño, la había ganado en una partida de dados, seguramente amañada, dos años atrás. La trajo en barco desde Saint Marc con la ilusión de que podría ser el punto de partida para que su local comenzara a progresar y a ganar prestigio en la zona. Desde el tapete verde, sin un solo parche, más limpio que los vasos y escoltada por cuatro tacos, la mesa estaba a la espera de que alguna partida diera sentido a su existencia. A pesar de que Tomás se preocupó de abrir un ventanuco en el techo, que luego cerró con un plástico transparente para que llegara luz suficiente a los supuestos jugadores y se esforzaba cada día en mantenerla en perfecto estado, nadie había jugado jamás por el simple hecho de que nadie en aquella parte de la isla sabía jugar.

Todo transcurría dentro de la normalidad hasta que la puerta del bar se abrió lentamente dejando entrar un nuevo golpe de calor. Andreé cerró los ojos molesto por la luz esperando que el mecanismo las devolviera con urgencia a su sitio. Si algo funcionaba allí era el muelle que las obligaba a volver a su origen cuando alguien las empujaba desde fuera. Los goznes aceitados también ayudaban minimizando el sofoco exterior. Pero las puertas no se cerraron. El mecanismo parecía haber fallado y quedaron de par en par dejando paso a un prolongado golpe de calor que llenó el lugar de protestas y maldiciones.

 Lentamente una sombra se adelantó oscureciendo la entrada. Transcurrieron unos segundos hasta que alguien entró y entonces la puerta se cerró sin que nadie la tocara. Era un hombre e joven, no superaba los treinta años y de piel lechosa. Su porte, que sin duda despertaría admiración y envidia en otros ambientes, allí lo que desató fue una ira contenida: aquel era un bar de negros a donde no se le permitía la entrada a nadie que no fuera de color.

Su presencia produjo al instante un desequilibrio en el tiempo y el espacio, algo parecido a un agujero negro que absorbía el odio contenido en las entrañas de aquellos descendientes de esclavos. Una ley no escrita y sin embargo más viva que un mandamiento divino, prohibía sin excepciones profanar su espacio. Nadie de los presentes había presenciado jamás tal trasgresión, tan sólo Tiznor, el de mayor edad de los presentes habría podido recordar de no estar borracho  la historia que a principios de siglo le contaba en la playa el viejo Ruller. Al anciano le encantaba relatar a los niños, que se reunían alrededor de la hoguera, como un sargento francés, pistola en mano, entró en  la taberna exigiendo una cerveza y terminó aquella misma noche en el vientre de los tiburones. El viejo sonreía con malicia escupiendo al suelo por el hueco de sus dientes  al afirmar que nunca se supo si se lo comieron vivo o cuando cayó al mar ya estaba muerto.

Una especie de aureola advenediza que acompañaba al joven pareció adelantarse para ocupar cada rincón de aquel pequeño universo atrayendo la atención. No era un tipo alto -poco más de uno setenta-, aunque quedaban ocultos baja una larga chaqueta blanca, sus hombros parecían fuertes y marcaban un cierto contraste con la camisa ceñida al pecho y el estrecho pantalón negro. Se detuvo unos instantes plantado en la puerta del bar balanceando entre sus manos un bastón de caoba rematado con una cabeza de jaguar, idéntico a los de los patronos de los antiguos barcos negreros. La cabeza la cubría con  un sombrero de hongo que no encajaba ni con el traje ni con el siglo mientras sus ojos estaban desaparecidos tras unas amplias gafas oscuras.

Sin que aparentemente sus piernas se movieran avanzó hasta la barra ignorando las miradas. Dirigiéndose al camarero le ordenó que le sirviera una botella de agua mientras golpeaba el mostrador con el bastón. Andrée pensó que era obvio que aquel tipo no conocía el lugar donde se había colado, de saberlo no se hubiera atrevido y mucho menos a golpear el mostrador exigiendo la bebida.  Aquello era un acto irreverente, un insulto a la historia, tan canalla como lo sería para un cristiano que escupieran  a la Cruz.

Alguien, con la sangre apunto de reventarle en las venas, se puso de pié,  maldijo entre dientes y con una botella en la mano a la botella se precipitó para golpearlo. Antes que lograra dar un paso, un compañero de mesa le cogió del cuello obligándolo a sentarse. La maldición quedó suspendida y dejó paso a la expectación que fue subiendo de tono hasta crear un silencio tenso que presagiaba la urgencia del merecido castigo.
            
En ese momento el joven se despojó del sombrero y una melena blanca cayó sobre sus hombros como una nevada. El camarero, fornido y tan negro que el blanco de sus ojos no eran más que dos diminutas mariposas nocturnas, olvidando la dificultad que su vientre prominente le planteaba con el mostrador, colocó sobre él las manazas con los puños cerrados en gesto amenazante. Rezumando odio lo miró descarado. Todo el mundo dio por seguro que la escopeta que guardaba bajo el mostrador haría acto de presencia para dar la señal de salida a los oscuros instintos de venganza con los que echarían fuera todo el mal interior que el calor había ido acumulando.

Sin embargo, hubo un segundo en que todo se detuvo, un segundo largo e intenso. Un segundo infinito que se rompió cuando el hombre dejando resbalar sus gafas oscuras por la nariz y clavando la mirada en el camarero dijo con voz hueca y  profunda:

- Soy Exú, el demonio de tu raza.
Sonrió y tomando el bastón lo señaló con la cabeza del jaguar
El jaguar aumentó de tamaño y abriendo sus mandíbulas lanzó escapar junto a un rugido salvaje: -¡ Sírvele!.

El fornido negro cambió de color al instante, pasó de azabache a púrpura y de púrpura a gris hasta quedar blanco como el cabello del extraño. Como un autómata dio la vuelta, cogió un vaso de la estantería, lo colocó sobre el mostrador, descorchó la botella de agua y lo llenó hasta el borde. Todos los presentes ahogaron la sorpresa cuando el agua cambió de color tornándose negra. Exú movió la cabeza como si estuviera satisfecho, tomó el vaso y se volvió lentamente hacia los parroquianos  y acercándolo a los labios bebió.

Aquella fue la primera vez que Andrée lo veía de frente. De sus ojos se desprendía la mirada vacía de la muerte que le heló el alma. De golpe bajó la temperatura del local absorbida por los ojos de aquel extraño ser. El borracho soltó de su sangre todos los vapores del alcohol acumulados de años y se encogió en su silla temeroso. Andrée buscó con la mirada a Tomás, y vio cómo se retiraba del mostrador temblando de miedo. El rumor de venganza comenzó a diluirse del ambiente hasta volverse alado y tenue  para detenerse en seco también aterido de terror. Algo recorrió el local, una sombra deforme pareció salir de los ojos de Exú disolviendo el poco valor que  aún quedaba en los curtidos hombres. Entonces ocurrió lo inimaginable.

Exú abrió la boca, sonrió malignamente y expulsó el agua negra. Pequeñas gotas se extendieron por todo el local manteniéndose en el aire. De cada gota nació un cuervo oscuro como su alma y comenzaron a graznar arañando las paredes y las cabezas. Todos comenzaron a gritar intentando huir, pero los cuervos buscaron sus ojos y los hombres se tiraron bajo las mesas cubriéndose la cara. Exú levantó los brazos y una fuerza descomunal golpeó las paredes obligándolas a doblarse hacia afuera arrancando sus anclajes, el mostrador y la mesa de billar levitaron para caer un instante después con un ruido infernal que se unió al de las  puertas al ser arrancadas de sus goznes.

Al instante el cuerpo de Exú se transformó en algo monstruoso, un vómito de sangre que hizo temblar la tierra y que se introdujo como el ácido en sus entrañas. Se oyó un grito de ultratumba y desapareció llevando a sus infiernos los cuervos con los picos húmedos de sangre. Después llegó la oscuridad. Una tiniebla penetrante e inmunda envolvió y embadurnó hasta el último hueco de las los cuerpos desperdigados por el suelo y ganó a los gemidos hasta convertirse en un profundo silencio.

Andreé notó el aire quemándole los pulmones y quiso gritar, pero el grito quedó varado en la playa seca de su garganta mientras aún le parecía oír el aleteo y los graznidos de los cuervos. Medio inconsciente, oyó golpes de tambor que iban subiendo de intensidad y sintió como se introducían en su corazón hasta convertirse en latidos penetrantes y reiterativos. Un segundo después supo que le transportaban a otra dimensión.

El alba despertó en el horizonte. En el Dolce Vita también amaneció con las enormes huellas de la batalla. Andreé comenzó a recobrar la conciencia. Sintió dolor en cada músculo de su cuerpo y poco a poco se estiró dejando atrás la posición fetal en la que se encontraba. Tenía la mente en blanco y dudó si estaba vivo o muerto. Intentó llenar  sus pulmones de aire pero al hacerlo tosió con violencia. Tardó unos minutos en saber dónde estaba y, cuando tomó conciencia, alzó la cabeza y miró alrededor. Otros hombres seguían encogidos entre las mesas y las sillas derrumbadas. Sintió a su lado un leve movimiento y miró: era Tomás que comenzaba a despertar.

Intentó organizar los recuerdos, pero una punzada en las sienes le obligó a cubrirlas con las manos. La cabeza comenzó a dolerle de una manera terrible. En la boca la lengua seca y áspera parecía pegada al paladar. Logró ponerse de rodillas y buscó algo de beber sin encontrando.

 De repente le vinieron los recuerdos, Exú, sus ojos acuosos, el gotas negras detenidas en el aire, el rugido del jaguar, los pájaros, y su alma penetrando en las peores pesadillas. Se vio caminando sobre cristales rotos, la sangre derramándose por cada poro, máscaras danzando a su alrededor al ritmo de tambores rituales, los rostros de sus antepasados mirándole con los aquellos ojos terribles..

Un estertor le erizó la piel y tuvo el imperioso deseo de escapar. En ese momento Tomás levantó su rostro y  gritó: - Vudú.
Aquella palabra se clavó en el inconsciente despertando el recuerdo de la fuerza del mal que vive en su raza, la brujería… el Vudú.
No pudo evitar que su garganta gritara:  - Vudú.
A su voz se unieron  otras voces a coro repitiendo la palabra maldita.
Con los ojos a punto de salirse de sus cuencas se abalanzó tambaleándose hacia la salida. Fuera el sol tomaba el horizonte.

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