Éramos parte de los 68.000 judíos que vivíamos en Cracovia
cuando Alemania decidió invadir Polonia
en 1939. Mi padre Stefan Wozniak, por aquel entonces regentaba un pequeño
negocio familiar, mi madre Irenka, le echaba una mano siempre que el cuidado
del hogar se lo permitía. Aleska era mi hermana, algo más de dos años mayor que
yo; Jarek, diminutivo de Jaroslaw, que significa nacido en enero. Pronto
comenzamos a sufrir bajo el horror nazi, que no tardó en contaminar toda
Europa, sumiéndola en una terrible guerra. Mis padres en cuanto se les presento
la ocasión, antes de que construyeran el “gueto” judío de Cracovia, al igual
que miles de judíos de toda Europa, escaparon a Estados Unidos a finales de
1941.
Llegamos a Richmond, Virginia, desde Palestina entonces bajo
dominio Británico, después de un complicado periplo, tanto en Europa como en
América. Por entonces tenía cumplidos los siete años, nos instalamos en un
barrio periférico del norte de la ciudad de mayoría negra, donde mi padre abrió
una tienda de comestibles, después de haber trabajado día y noche en varias
industrias de la zona y reunir lo necesario para independizarse. Aquel era un
suburbio desarraigado y agresivo, en el que crecí entre tundas paternas y
contiendas callejeras, pues había que luchar para sobrevivir en aquel lugar.
A pesar de ello creo que nunca asimilaron la situación, sobre
todo mi madre, siempre llena de reproches e insultos para todos, tan diferente
de la que recuerdo allá en Cracovia. Enfermó de la mente hasta el extremo de
intentar quitarse la vida en más de una ocasión, por lo que mi padre la
mantenía encerrada en casa y no la dejaba salir, aunque finalmente consiguió su
propósito y se suicidó. Vivian en su caparazón religioso, exhibiendo, en mi
opinión, un falso sentimiento de culpabilidad por haber escapado y sobrevivido
al holocausto que sufrieron los suyos. No los soportaba, pues bajo su
apariencia sumisa escondían un egoísmo extremo, justificado en que algún día peregrinarían
al estado judío. Agriado todo con la enfermedad de mi madre, todo aquello me
resultaba insoportable y patético. Además Aleska, mi hermana, pasaba de todo,
en cuanto tuvo ocasión escapó de casa, conoció a un coreano, recién llegado a
la ciudad huyendo también del horror de la guerra, en este caso, la de Corea en
1953. Bien situado económicamente, su familia se habían establecido y abierto
un negocio en el centro de la ciudad, lo sedujo rápidamente y se casó. No la he
vuelto a ver, perdimos el contacto totalmente, es más, hubo una época que ni
acordarme quería. Fue tras mi, casi fugaz, paso por la propia guerra de Corea a
principios de 1955, ya que resulté herido y evacuado. Odiaba a todos esos
pequeños demonios de ojos rasgados.
Así fui conformando un carácter hosco, con un profundo rencor
y odio contra todos, contra el mundo. No soportaba a mis padres, su pasiva
sumisión, su egoísta, la frivolidad de mi hermana, odiaba a aquellos blancos
“arias” que nos arrancaron de casa, a los que miraron hacia otro lado cuando
esto sucedía, a la arrogante ignorancia de aquellos negros, no soportaba a
nadie a mi lado, ni tan siquiera a Helen, con quien intenté un periodo de
convivencia.
Con todo esto, en más de una ocasión pensé en apretar los
dientes, y armado con el fusil y pistola automática, liarme a tiros con todo
bicho viviente, vaciar mi odio. Pero no lo hice y opté por mantener una vida
solitaria, huraña, alejado de todos, lleno de resentimientos e ira contra el
mundo.
Así ha transcurrido mi vida, una vida insolente, despreciando
al mundo y utilizando a las personas de forma grotesca para satisfacer mis
fantasías y reafirmar mi ego. Tanta animadversión y antipatía suscité, que me
convertí a mismo en un ser odioso.
Me convertí en un ser reaccionario, meticuloso y perfeccionista,
obsesionado con mis manías. Me sumergí en coleccionar antigüedades como
recuerdos, relacionando ambas cosas, así cada objeto evoca una época o momento
vivido. Dicen los entendidos, que a la luz de la sicología y desde un punto de
vista ético, en la figura del coleccionista, existe sin duda algo profundamente
egoísta, limitado e incluso mezquino.
Apasionado por lo antiguo y en mí soledad, cada objeto lo
convertía en alguien, por lo que hacía que viera a las personas como no más que
cosas. Así, ante aspectos importantes de la vida, como ante la propia muerte,
me mostraba insensible y sin respeto alguno por los hechos. (Pues ni en la
muerte de mi padre estuve presente).
Solamente hoy, en este mundo miserable y egoísta en el que me
parapeté y desde el que expulsé a todos cuantos intentaron acercarse a él; hoy
cuando faltan las fuerzas, al ver que el final se acerca, siento algo parecido
a una extraña angustia, que me produce una infinita inquietud y perturbación. No
por la cercanía de la muerte, que como he dicho me es irrelevante; sino porque
es hoy, sin saber exactamente porque, cuando atisbo la ruindad de mi
comportamiento, quizás porque ni tan siquiera tengo a nadie con quien
disculparme y decirle lo siento, aunque también sería injusto, después de una
vida llena de resentimientos, querer salvarlo todo con un “lo siento”.
Quizás porque no supe leer, en cuántos libros pasaron por mis
manos, el verdadero legado y valor cultural que estos representan. Y hoy, se
revelan ante mí en toda su dimensión, adquiriendo verdadero sentido cuántos
interrogantes y reflexiones contienen sobre la vida y el comportamiento del ser
humano.
Como esta que viene a mi memoria y cuyo autor no recuerdo: “Que la cultura es algo
maravilloso para vivir, siempre que no se olvide uno de que lo importante es
eso, vivir, y que cada día hay que levantar la cabeza de los libros y los
papeles, de las cosas y los objetos, y dedicarse a las personas, que es lo
único que realmente merece la pena, aunque algunas nos hagan dudar de ello de
vez en cuando”.
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