jueves, 24 de enero de 2013

El ser humano, por José García.


Éramos parte de los 68.000 judíos que vivíamos en Cracovia cuando Alemania decidió  invadir Polonia en 1939. Mi padre Stefan Wozniak, por aquel entonces regentaba un pequeño negocio familiar, mi madre Irenka, le echaba una mano siempre que el cuidado del hogar se lo permitía. Aleska era mi hermana, algo más de dos años mayor que yo; Jarek, diminutivo de Jaroslaw, que significa nacido en enero. Pronto comenzamos a sufrir bajo el horror nazi, que no tardó en contaminar toda Europa, sumiéndola en una terrible guerra. Mis padres en cuanto se les presento la ocasión, antes de que construyeran el “gueto” judío de Cracovia, al igual que miles de judíos de toda Europa, escaparon a Estados Unidos a finales de 1941.

Llegamos a Richmond, Virginia, desde Palestina entonces bajo dominio Británico, después de un complicado periplo, tanto en Europa como en América. Por entonces tenía cumplidos los siete años, nos instalamos en un barrio periférico del norte de la ciudad de mayoría negra, donde mi padre abrió una tienda de comestibles, después de haber trabajado día y noche en varias industrias de la zona y reunir lo necesario para independizarse. Aquel era un suburbio desarraigado y agresivo, en el que crecí entre tundas paternas y contiendas callejeras, pues había que luchar para sobrevivir en aquel lugar.

A pesar de ello creo que nunca asimilaron la situación, sobre todo mi madre, siempre llena de reproches e insultos para todos, tan diferente de la que recuerdo allá en Cracovia. Enfermó de la mente hasta el extremo de intentar quitarse la vida en más de una ocasión, por lo que mi padre la mantenía encerrada en casa y no la dejaba salir, aunque finalmente consiguió su propósito y se suicidó. Vivian en su caparazón religioso, exhibiendo, en mi opinión, un falso sentimiento de culpabilidad por haber escapado y sobrevivido al holocausto que sufrieron los suyos. No los soportaba, pues bajo su apariencia sumisa escondían un egoísmo extremo, justificado en que algún día peregrinarían al estado judío. Agriado todo con la enfermedad de mi madre, todo aquello me resultaba insoportable y patético. Además Aleska, mi hermana, pasaba de todo, en cuanto tuvo ocasión escapó de casa, conoció a un coreano, recién llegado a la ciudad huyendo también del horror de la guerra, en este caso, la de Corea en 1953. Bien situado económicamente, su familia se habían establecido y abierto un negocio en el centro de la ciudad, lo sedujo rápidamente y se casó. No la he vuelto a ver, perdimos el contacto totalmente, es más, hubo una época que ni acordarme quería. Fue tras mi, casi fugaz, paso por la propia guerra de Corea a principios de 1955, ya que resulté herido y evacuado. Odiaba a todos esos pequeños demonios de ojos rasgados.

Así fui conformando un carácter hosco, con un profundo rencor y odio contra todos, contra el mundo. No soportaba a mis padres, su pasiva sumisión, su egoísta, la frivolidad de mi hermana, odiaba a aquellos blancos “arias” que nos arrancaron de casa, a los que miraron hacia otro lado cuando esto sucedía, a la arrogante ignorancia de aquellos negros, no soportaba a nadie a mi lado, ni tan siquiera a Helen, con quien intenté un periodo de convivencia.

Con todo esto, en más de una ocasión pensé en apretar los dientes, y armado con el fusil y pistola automática, liarme a tiros con todo bicho viviente, vaciar mi odio. Pero no lo hice y opté por mantener una vida solitaria, huraña, alejado de todos, lleno de resentimientos e ira contra el mundo.

Así ha transcurrido mi vida, una vida insolente, despreciando al mundo y utilizando a las personas de forma grotesca para satisfacer mis fantasías y reafirmar mi ego. Tanta animadversión y antipatía suscité, que me convertí a mismo en un ser odioso.

Me convertí en un ser reaccionario, meticuloso y perfeccionista, obsesionado con mis manías. Me sumergí en coleccionar antigüedades como recuerdos, relacionando ambas cosas, así cada objeto evoca una época o momento vivido. Dicen los entendidos, que a la luz de la sicología y desde un punto de vista ético, en la figura del coleccionista, existe sin duda algo profundamente egoísta, limitado e incluso mezquino.

Apasionado por lo antiguo y en mí soledad, cada objeto lo convertía en alguien, por lo que hacía que viera a las personas como no más que cosas. Así, ante aspectos importantes de la vida, como ante la propia muerte, me mostraba insensible y sin respeto alguno por los hechos. (Pues ni en la muerte de mi padre estuve presente).

Solamente hoy, en este mundo miserable y egoísta en el que me parapeté y desde el que expulsé a todos cuantos intentaron acercarse a él; hoy cuando faltan las fuerzas, al ver que el final se acerca, siento algo parecido a una extraña angustia, que me produce una infinita inquietud y perturbación. No por la cercanía de la muerte, que como he dicho me es irrelevante; sino porque es hoy, sin saber exactamente porque, cuando atisbo la ruindad de mi comportamiento, quizás porque ni tan siquiera tengo a nadie con quien disculparme y decirle lo siento, aunque también sería injusto, después de una vida llena de resentimientos, querer salvarlo todo con un “lo siento”.

Quizás porque no supe leer, en cuántos libros pasaron por mis manos, el verdadero legado y valor cultural que estos representan. Y hoy, se revelan ante mí en toda su dimensión, adquiriendo verdadero sentido cuántos interrogantes y reflexiones contienen sobre la vida y el comportamiento del ser humano.


Como esta que viene a mi memoria y cuyo autor  no recuerdo: “Que la cultura es algo maravilloso para vivir, siempre que no se olvide uno de que lo importante es eso, vivir, y que cada día hay que levantar la cabeza de los libros y los papeles, de las cosas y los objetos, y dedicarse a las personas, que es lo único que realmente merece la pena, aunque algunas nos hagan dudar de ello de vez en cuando”. 

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