Yo tenía 8 años cuando fui a un
campamento de verano cerca de Santander, era la primera vez que estaba dos
semanas sin mis padres, pero fueron unas vacaciones divertidas. La mañana del día
que volvíamos a nuestra ciudad me llamaron
por megafonía, pensé que mis padres
habían venido a recogerme y así no
tendría que ir en el autobús, sin embargo era otra familia la que me reclamaba.
Era la familia Valdés, amigos de juventud de mis padres que vivían en Santander.
Al saber que yo estaba tan cerca de ellos,
decidieron que pasara unos días con ellos. A mí, nadie me preguntó si me quería
ir con ellos, de hecho mis padres no conocieron sus intenciones hasta que no
llegamos a su casa. Tenían dos hijos, Pablo
de nueve años que nos ignoraba y Natalia de 7 años, una niña muy guapa y muy seria, cuando
jugábamos juntas nunca nos
enfadábamos.
El primer día, después de
almorzar, la madre ordenó a Natalia que fregara los platos y recogiera la cocina, cogió
un banquito para ella y otro para mí y nos pusimos a fregar, la primera vez me pareció un juego y
comprobé que no era la primera vez que Natalia lavaba los platos, pero dejó de
ser divertido cuando tuvimos que “jugar a
las casitas” todos los días por
obligación, mientras su madre dormía la siesta. Un día,
Natalia le dio una mala contestación a su madre, ésta dirigió una mirada agresiva al
padre. Éste se levantó de pronto cogió a Natalia del pelo, la llevó hasta la cama
y la empujó, se quitó el cinturón y empezó a pegarle. Sentí miedo de verdad por
primera vez en vida. A partir de esa
noche estuve llorando casi todas las noches. En mi corta edad creí comprender
por qué Natalia dormía con pañales, pese
a no tener edad para ello. Mis lágrimas eran
vertidas por los ojos, sin
embargo ella tendrían muchas más
lágrimas y por eso tenía que verterlas en los pañales por la noche.
En esos días cada vez que mi madre llamaba por teléfono, la madre de Natalia siempre le decía que yo
estaba bien, así que un día que conseguí hablar con mi madre, me puse a llorar desconsoladamente
y le pedí que viniera. Al día siguiente mis padres fueron a buscarme.
Durante los siguientes años nuestras
familias se veían en bautizos, comuniones
y vacaciones de verano. Quince
años después, cuando yo tenía 23 años, un fin de semana de
otoño que mis padres tuvieron que ir a Santander, se trajeron a Natalia en el viaje de vuelta. Había
roto con su novio y mis padres al verla tan triste y destrozada, la invitaron a
pasar unos días con nosotros, sus padres
a regañadientes la dejaron venir.
Llamaba la atención su
abatimiento y tristeza, yo que había pasado ya por alguna ruptura de
enamorados, no entendía como podía estar tan derrumbada por un novio. Una tarde nos fuimos de compras,
en una tienda ella vio una falda y le
dije que se la probara.
-
Seguro que no me queda bien,
tengo unas piernas muy feas.
-
¡Tú estás loca, pero si tienes
unas piernas preciosas! – y era verdad, yo se las había visto.
-
Roberto, mi novio siempre me
decía que no me sentaban bien las faldas, ni los vestidos porque no tenía unas
piernas bonitas.
Intuí que debajo de aquel
comentario había mucho más. Natalia era
una mujer de 22 años alta, de piernas largas, poco pecho, pelo castaño claro,
ojos verdes, era guapa aunque tenía la cara marcada por el acné,
no era ningún adefesio como le había hecho creer su novio.
Poco a poco se fue relajando conmigo
y empezó a confiarme su historia. Había estado tres años con Roberto, había sido una relación con muchos
altibajos, con muchas idas y venidas. Sin ella expresarlo abiertamente, él la
había estado humillando psicológicamente hasta dejarla como una muñeca rota. Yo
solo lo había visto una vez en mi vida, no
me quedaron ganas de verlo más. Ese fin de semana que fui a Santander, su novio decidió llevarnos a tomar café en
una cafetería del pueblo vecino.
Estábamos parados en un semáforo y sin
avisarnos aparcó el coche en doble fila en una avenida ancha y dijo que iba a comprar tabaco. Nos quedamos
en el coche esperando, cuando
habían pasado 10 minutos, salimos del
coche y fuimos al bar. Entramos y vimos a
Roberto sentado en la barra, tomándose
un café tan tranquilo mientras charlaba con una muchacha que resultó ser la
camarera. Natalia le preguntó qué estaba haciendo y él contestó que no tenía que dar explicaciones,
que se estaba tomando una café y punto. Para no montar una escena delante
de mí, Natalia le pidió por favor que saliera fuera para hablar. Roberto se levantó con mucho genio y le dijo que antes
pagara el café. Después de pagar su
café, salimos del bar, el coche no estaba, se había ido. Nos había dejado
tiradas como colillas. Esperamos durante 40 minutos y viendo que no venía y Natalia tenía que ir a
trabajar, llamó a su hermano para viniera
a recogernos, le explicó que el coche se había estropeado y que su novio lo
había llevado a un taller. Durante esos 40 minutos de espera, Natalia evitó
hablar sobre lo que había ocurrido y yo estaba tan impresionada con lo que
había visto, que no supe tampoco qué decir. Al día siguiente, Natalia lo llamó y el muy desvergonzado no solo no
pidió perdón, sino se quejó de que le había fastidiado el sábado, y no tenía
ganas de verla en unos días. Desconozco
qué ocurrió después.
Cada vez que me contaba un
episodio de su noviazgo, comprendía menos como una mujer con carácter fuerte, se
había dejado doblegar como la plastilina. Recordando aquel verano de los campamentos, me sinceré y le comenté que me lo pasé
llorando porque tenía miedo de hacer algo malo y su padre me pegara. Como si
hubiera descorchado una botella de champán, comenzaron a brotarle unas lágrimas cargadas
de dolor y tristeza, se me encogió el alma de verla así. Con toda la pena de su alma rota me explicó:
-
¡El peligro no era mi padre,
sino mi madre! Ella no me ha puesto nunca una mano encima, pero ha
conseguido que mi padre fuera su brazo ejecutor. Mi padre es un pobre hombre,
tímido, apocado y dependiente emocionalmente de la bruja de mi madre, que lo manipula y además no es nada afectiva con él.
Cuando yo, que para mi desgracia he heredado el carácter de mi madre, me
enfrentaba a ella, ésta conseguía con una sola mirada que él ejecutara su rabia sobre mí. A mi hermano nunca lo han tocado.
Ante mi cara de asombro, Natalia continuó.
-
¡De verdad, mi padre es una buena persona!... solo que no tiene carácter y se ha dejado manipular para complacer a su esposa. De hecho, cada vez que él me pegaba una paliza y mi madre no lo veía,
se abrazaba a mí llorando y me pedía perdón desolado. Para mí, era muy duro verlo
llorar como un niño pidiéndome perdón, yo sé que él me quiere, pero siempre ha tenido miedo de enfrentarse a mi madre.
Yo no me atreví a hablar, la abracé y con miedo de saber la
respuesta le pregunté hasta cuándo había durado aquello. Natalia me respondió
que la última vez había sido hacía un año. No volví a preguntar más, sencillamente
dejé que se desprendiera de su vida de dolor.
Sin dar muchos detalles a mis
padres, les pedí que convencieran a la familia Valdés para que Natalia
se quedara en casa más tiempo, a fin de cuentas estaba en el paro no había
prisa para volver, así que las dos
semanas se convirtieron en meses. Durante
ese tiempo hubo un cambio en Natalia, empezó a cuidarse y arreglarse, buscó trabajo y empezó a quererse. Yo
procuraba estar con ella todo el tiempo que mi trabajo me permitía.
Un sábado al mediodía llegué a
casa y Natalia había salido con un chico que la había llamado por teléfono. El
chico en cuestión era Roberto su novio. La había encontrado y vino a marcar su
territorio. Ese fin de semana apenas estuve con ella, pero no vi cambios en
ella, parecía contenta y segura así que
no me preocupé.
Como se acercaba la Navidad,
Natalia nos dijo que quería ir a Santander con su familia. Así que se iría en tren el último sábado antes
de Navidad. El viernes antes de su
partida habíamos organizado una salida de despedida, sin embargo
cuando llegué de trabajar, me encontré a Natalia con los ojos verdes rojos del llanto;
el impresentable de su novio le había llamado para decirle que se iba a vivir
con su nueva novia. El destino parecía ir en contra de la libertad de Natalia, pues
me confesó que el fin de semana que vino su novio, se habían acostado sin usar ningún
anticonceptivo y llevaba una semana de retraso. Decidí llevarla hasta Santander en mi coche, no la podía dejar
sola, me sentía responsable. En aquel momento, mi rabia era tal que si me
hubiera encontrado a ese cabrón lo hubiera matado.
Devolvía a Natalia en peores
condiciones en que me la había
encontrado. Durante aquel viaje en
coche, ella no hablaba, solo lloraba. Yo solo pensaba cómo una persona podía
llegar a conseguir la anulación física y
emocional de otra bajo el paraguas del amor.
Entendí que Natalia había sido
capaz de soportar todas las humillaciones de las personas que quería, porque lo
único que anhelaba era el abrazo y las
palabras cariñosas del perdón posterior. Ese momento de disculpa, era la única prueba de amor que ella conocía.
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