La vieja maleta reposaba a mi lado con las pocas
pertenencias que aún conservaba. Allí, de pié, observada por el tribunal, me
sentí un reo que espera su condena a muerte, aunque en mi caso no me esperara
la muerte sino la vida y la libertad.
Tras la mesa,
sentado en el sillón de las solemnidades, con los codos descansando sobre los
reposabrazos y las manos entrelazadas sosteniendo la barbilla, el padre
Provincial presidía y me miraba sin parpadear desde los ojos grises que otras
ocasiones me habrían hecho temblar, pero que en este momento no me intimidaban.
A su izquierda, Sor Inés de la Santa Gracia, Priora del convento, cubierta de
su toca blanca leía atentamente la nota del obispado. Apartado en un lateral de
la habitación estaba, también de pié, el padre Javier, un joven aragonés, a
quien designaron como mi conductor espiritual cuando dejé a las claras mi
intención de abandonar el convento para convertirme en seglar. Era la primera vez que descubría su altura y porte
ya que las reglas de clausura obligaban a comunicarnos a través del enrejado
del confesionario. Aún recuerdo sus intentos con su voz amable y cargada de fe
que sin embargo no había consiguió variar ni en un ápice mi decisión, por el
simple motivo de que ya estaba tomada. Siempre le agradeceré su humanidad y el
apoyo al saber que al menos él me comprendía.
El repique de la campanilla
llegó desde el claustro llamando a la oración a las monjas. El sonido
agudo y repetitivo hizo removerse en su asiento a Sor Inés, acostumbrada como
estaba a presidirla durante los muchos años en los que era responsable de las
reglas del convento. Levantó los ojos y como dándose cuenta de lo que allí
requería su presidencia, se retuvo para enfrascarse de nuevo en la lectura. Dí
por seguro que habría encargado a Sor Tránsito, la madre más antigua, la
dirección de los maitines aquella tarde.
A pesar del nerviosismo que me atenazaba, reparé en el
precioso crucifijo de marfil que reposaba sobre la maciza y bien labrada mesa
de nogal desde donde presidía el tribunal. Aunque la distancia no me permitía
leer la leyenda de la Madre Teresa de Jesús impresa en su peana, vino clara a mi
memoria la que era el santo y seña de la congregación:"Juntos
andemos Señor; por donde fuiste, tengo que ir; por donde pasaste, tengo que
pasar".
Tal vez fue la frase que resonó en mi pecho, templada y
firme, como contaban que era la Santa, o quizás fue la marginación que durante
meses había soportado de mis superioras
lo que me hizo sentir vergüenza. Una vergüenza inmensa y
descorazonadora, dura y lacerante como jamás había sentido en toda mi vida,
tanto que logró doblarme de dolor un
instante como si me hubieran clavado un puñal en las entrañas. Ante la mueca de
sufrimiento que se reflejó en mi rostro, el padre Javier dio un paso adelante
para acercarse, pero un gesto del Provincial lo retuvo. Necesitaba tanto un
abrazo consolador que, ante su imposibilidad, una sensación húmeda y caliente
acudió a mis ojos porfiando por escapar
Me repuse lo justo como para respirar profundamente hasta lograr cambiar
las lágrimas por un trago salado. Había decidido no llorar, mantenerme firme,
incluso distante; aún sabiendo que me resultaría muy difícil me había prometido
conseguirlo. Volví el rostro hacia el padre Javier para agradecerle la
intención. Aunque no me miraba, vi en su cara signos de cansancio y
resignación: la misma que supuse reflejaría la del soldado que presencia la rendición de la
guerra perdida; al fin y al cabo él lo era
de Dios y había perdido la
batalla encomendada.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo haciéndome
temblar, lo achaqué al invierno que semanas antes había llamado a la puerta haciendo
acto de presencia las primeras nieves y hoy, cuando todo acababa, a pesar de
que el sol estaba presente, sentía en mis adentros que el frío y la humedad que
de pronto se me había calado en los
huesos y en el alma.
Por el ventanal cubierto de gruesas
cortinas un tímido rayo de sol se coló dándole un aire fantasmal a mis jueces.
La luz me hizo bajar los ojos al suelo. Aturdida, intenté desviar mis
pensamientos de aquel lugar. Quise refugiarme en los brazos de mi madre, en el
calor de mis hermanos, en las cosas sencillas que conocí durante mi infancia,
pero sin quererlo volvieron como en una película velada los meses de angustias
que había experimentado desde que me sinceré con Sor Inés, poniéndole al
corriente de mis intenciones. Recordé sus reproches, las largas charlas en el
confesionario con el padre Javier, las innumerables horas de meditación, sola y
de rodillas, apartada de las hermanas como una apestada, la mortificación del
cuerpo y del espíritu en el vano intento de encontrar un salida a lo que
llamaron una pérdida de fe transitoria. El padre Provincial, tosió levemente para aclararse la
garganta y quedé expectante a sus palabras, pero siguió en silencio a la espera
de que la Priora diera por concluida la lectura. Rememoré la mirada fría de la
madre y para ignorarla desvié los ojos hacia mi alrededor buscando la
tranquilidad perdida. No pude, todo lo que me rodeaba parecía estar diseñado
para acusarme: la magneficencia de la habitación, el color oscuro de sus altas
paredes y sobre todo los inmensos cuadros de las Santas Beatas, que colgaban de
las paredes, me parecieron tan amenazantes que a punto estuve de perder la
compostura y huir de aquel lugar.
Seguí de pié un buen rato, el suficiente para
sentirme desnuda, pero no porque no estuviera cubierta con el pesado hábito
negro o echara de menos la toca que
hasta entonces pensaba me defendían de todo mal, o por que no pudiera mantener
entre las manos el escapulario, que me habían arrebatado a pesar de que había
rogado que era el único recuerdo que quería conservar; estaba desnuda a pesar
de vestir las mismas prendas de seglar con las que llegué para profesar a los
diecisiete años. Era una desnudez de siglos, la de tantos hombres y mujeres
incomprendidos, la desnudez del abandono de quienes hasta entonces había creído
mis hermanas y mi familia, por la única
razón de no haber podido o sabido encontrar lo que pensé que se encerraba entre
los muros del convento: mi vocación religiosa.
Miré a Sor Inés y fui consciente de
que no podría perdonarla. Supe que mi falta de caridad contradecía todo lo que
había aprendido y venerado a lo largo de los años de clausura, pero la frialdad
de la que había hecho gala durante mi calvario era superior a lo perdonable. Al
menos lo era para mi.
Por fin levantó los ojos del escrito y tras recibir
con un gesto de cabeza la venia del padre Provincial, dijo: -Cuando salgas por
esa puerta ya no serás Sor María de las Angustias, a partir de este instante
serás María, una mujer como tantas. Con tu grave error pierdes toda la dignidad
con que la Iglesia te había colmado al consagrarte a nuestro amado Jesús.
Hizo una pausa y mirándome de arriba
abajo continuó con inusitada dureza : - María, no olvides que con tu decisión
has deshonrado este convento, esta congregación y lo que es mas importante: a
Dios. De nuevo hizo una pausa y continuó
su reproche: - Cuando llegaste aquí, pusimos en tus manos la posibilidad de
dedicar tu vida y tu espíritu al Señor. Lo único que debería importarte.
Pasó su mano sobre el crucificado, hizo
la señal de la cruz y continuó: - Has decidido desertar, abandonar y con ello
despreciar todo aquello que es fundamental para nosotras y razón de nuestras
vidas como hijas del Señor: la oración, el trabajo, el silencio y la pobreza.
Se detuvo unos segundos y terminó: Le pediré a Dios en mis oraciones que te
perdone.
Al oír sus palabras dentro de mi algo se
rompió, pero a diferencia de lo que era previsible, me sentí fuerte ante lo que
sabía injusto. Con arrogancia inesperada levanté el rostro y mirándola
desafiante contesté: -No tenga dudas de que haré lo posible para que me perdone
por elegir vivir la vida de manera distinta a la que hasta ahora he vivido
entre estos muros, como también le pediré en mis oraciones que le perdone por
la falta de amor cristiano que ha tenido
conmigo y del que debía ser ejemplo.
Sin darle tiempo a reaccionar seguí: - No desprecio ni critico la vida
contemplativa y mucho menos el silencio o el trabajo, no dudo de sus enseñanzas
de Dios ni sus mandamientos, lo que me rebela es la incomprensión que he sentido ante una
decisión que solo a mi me pertenece. No se si llegará a entender algún día que
puedo servir a Dios desde las personas a
las que quiero, desde los hijos si así ocurre, desde el trabajo y la vida,
desde la felicidad y el dolor que la existencia diaria lleva aparejada. Con humildad fingida terminé: Espero
que consiga comprenderlo.
Sor Inés apartó la mirada, bajó su
rostro hasta ocultarlo bajo la toca y uniendo las manos pareció orar su
desconcierto. Por primera me sentí ganadora de aquella incruenta batalla,
aunque mi triunfo fue breve pues El padre Provincial que se había dado cuenta
de mi actitud y del azoramiento de Sor Inés, se levantó de golpe y en tono
amenazante gritó golpeando la mesa:
- !María, no olvides que aún estás en
esta santa casa!. No sólo has pecado contra tus hermanas sino que ahora añades
el de soberbia. !Dios es testigo de ello!
- !Mujer!, continuó apretando los músculos del
rostro y con los ojos queriéndose salir de las cuencas, - recuerda siempre que
no sólo dejas el convento, sus enseñanzas y su ejemplo, sino que incumples la
promesa que hiciste al que hasta hoy era tu Esposo.
Terminó la frase señalando hacia lo alto con
el dedo índice y tras un instante afirmó con inusitada crueldad: - Te esposaste
con Jesucristo y le juraste amor y dedicación todos los días de tu vida, sin
embargo no sólo eres capaz de despreciar ese sagrado vínculo sino que aún te
atreves a añadir un pecado capital a tu alma. No dudes de su perdón, porque
Dios es amor, pero recuerda siempre que será muy difícil que encuentres un
camino que te acerque de nuevo a Él. Puede perdonar pero no olvidar tus pecados
y un día tendrás que responder de ello ante el Altísimo.
Sus palabras retumbaron en la
habitación multiplicándose con un eco interminable hasta convertirme en algo pequeño y tan
frágil como el cristal. Cuando pensé que el llanto me rendiría, se levantó,
firmó el documento que reposaba sobre la mesa y lo pasó al padre Javier. Cruzando las manos volvió a mirarme
con desprecio y añadió con impostura estudiada: - Yo, Padre Provincial de las
hermanas Carmelitas, en calidad de representante de su Eminentísima y siguiendo
sus instrucciones, te expulso de la Orden
y te niego la bendición de la
Santa Madre Iglesia.
Dando por concluida la entrevista
caminó hacia la puerta seguida de Sor Inés que continuaba con la cabeza
agachada. Todo el espacio se pobló de un silencio denso dentro del cual la voz
del padre Provincial parecía seguir rebotando por las paredes. Al cabo de unos
segundos, que se hicieron interminables, el padre Javier se acercó y me entregó
el documento que confirmaba mi exclusión de la Orden. Sin mirarlo lo guardé
entre mis ropas mientras limpiaba las lágrimas que esta vez no había podido
evitar. Tras sacudirme atropelladamente la falda, alcé la maleta y me volví hacia la puerta que aún permanecía abierta.
Con las manos cruzadas a la espalda
y dando largos y lentos pasos, el padre Javier me acompañó sin hablar hasta la
salida. Atravesamos el claustro en silencio, tan sólo alterado por el canto de los pájaros que se
acurrucaban entre los cipreses para defenderse del frío de la tarde. Al acercarnos a la portería, desde la capilla nos llegaron
ecos de las oraciones de las monjas.
Ninguna de ellas me esperaba para
despedirse, pero noté sus miradas cómplices siguiéndome desde los rezos y las
celosías que les aislaban de todo. Sonreí con amargura sin sentirme mal, sabía
que ocurriría porque así se había ordenado desde las altas estancias. Lo que el
Obispo no sabía era que la noche anterior muchas vinieron de hurtadillas a mi
celda para darme un abrazo y desearme suerte.
El padre Javier con un gesto indicó
al portero que no hacía falta que se acercara. Al llegar descorrió con energía
los dos cerrojos que anclaban la puerta, después la empujó suavemente entre las
protestas de los goznes al entreabrirse. Por su hueco apareció el
mundo cubierto de una fina capa de nieve. Me volví y miré a mi acompañante. El
padre clavó sus ojos negros en los míos,
levantó su mano derecha y haciendo el gesto de la cruz dijo: -El Dios a
quien yo amo si te bendice. Suerte María.
Me tomó de la mano y apretándola con
cariño sonrió. Un segundo después cerró sin estruendo la puerta tras de si.
Abrí los ojos dispuesta a llenarlos de todas las cosas que había perdido
durante aquellos años. Lo primero que vi fue la pequeña plaza con las hojas de
los árboles pintadas de blanco y a tres
niños que gritaban mientras corrían en pos de una pelota haciendo equilibrios
para no caer. Respiré profundamente el aíre helado y sentí por fin la sangre
cabalgar por las venas.
Diminutos copos comenzaron a acariciarme el
rostro mientras otros se me enredaban en el cabello: estaba nevando. Dejé la
maleta en el suelo, tomé un puñado de nieve y amasé una bola. Hice acopio de
todas las fuerzas que me quedaban y la lancé lo mas lejos que pude mientras
gritaba: !Vuela !
No hay comentarios:
Publicar un comentario