jueves, 10 de enero de 2013

¡Vuela!, por José Miguel García.


La vieja maleta reposaba a mi lado con las pocas pertenencias que aún conservaba. Allí, de pié, observada por el tribunal, me sentí un reo que espera su condena a muerte, aunque en mi caso no me esperara la muerte sino la vida y la libertad.

 Tras la mesa, sentado en el sillón de las solemnidades, con los codos descansando sobre los reposabrazos y las manos entrelazadas sosteniendo la barbilla, el padre Provincial presidía y me miraba sin parpadear desde los ojos grises que otras ocasiones me habrían hecho temblar, pero que en este momento no me intimidaban. A su izquierda, Sor Inés de la Santa Gracia, Priora del convento, cubierta de su toca blanca leía atentamente la nota del obispado. Apartado en un lateral de la habitación estaba, también de pié, el padre Javier, un joven aragonés, a quien designaron como mi conductor espiritual cuando dejé a las claras mi intención de abandonar el convento para convertirme en seglar. Era la  primera vez que descubría su altura y porte ya que las reglas de clausura obligaban a comunicarnos a través del enrejado del confesionario. Aún recuerdo sus intentos con su voz amable y cargada de fe que sin embargo no había consiguió variar ni en un ápice mi decisión, por el simple motivo de que ya estaba tomada. Siempre le agradeceré su humanidad y el apoyo al saber que al menos él me comprendía.
El repique de la campanilla  llegó desde el claustro llamando a la oración a las monjas. El sonido agudo y repetitivo hizo removerse en su asiento a Sor Inés, acostumbrada como estaba a presidirla durante los muchos años en los que era responsable de las reglas del convento. Levantó los ojos y como dándose cuenta de lo que allí requería su presidencia, se retuvo para enfrascarse de nuevo en la lectura. Dí por seguro que habría encargado a Sor Tránsito, la madre más antigua, la dirección de los maitines aquella tarde.

A pesar del nerviosismo que me atenazaba, reparé en el precioso crucifijo de marfil que reposaba sobre la maciza y bien labrada mesa de nogal desde donde presidía el tribunal. Aunque la distancia no me permitía leer la leyenda de la Madre Teresa de Jesús impresa en su peana, vino clara a mi memoria la que era el santo y seña de la congregación:"Juntos andemos Señor; por donde fuiste, tengo que ir; por donde pasaste, tengo que pasar".

Tal vez fue la frase que resonó en mi pecho, templada y firme, como contaban que era la Santa, o quizás fue la marginación que durante meses había soportado de mis superioras  lo que me hizo sentir vergüenza. Una vergüenza inmensa y descorazonadora, dura y lacerante como jamás había sentido en toda mi vida, tanto que logró doblarme de dolor  un instante como si me hubieran clavado un puñal en las entrañas. Ante la mueca de sufrimiento que se reflejó en mi rostro, el padre Javier dio un paso adelante para acercarse, pero un gesto del Provincial lo retuvo. Necesitaba tanto un abrazo consolador que, ante su imposibilidad, una sensación húmeda y caliente acudió a mis ojos porfiando por escapar  Me repuse lo justo como para respirar profundamente hasta lograr cambiar las lágrimas por un trago salado. Había decidido no llorar, mantenerme firme, incluso distante; aún sabiendo que me resultaría muy difícil me había prometido conseguirlo. Volví el rostro hacia el padre Javier para agradecerle la intención. Aunque no me miraba, vi en su cara signos de cansancio y resignación: la misma que supuse reflejaría la del  soldado que presencia la rendición de la guerra perdida; al fin y al cabo él lo era  de Dios y  había perdido la batalla encomendada.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo haciéndome temblar, lo achaqué al invierno que semanas antes había llamado a la puerta haciendo acto de presencia las primeras nieves y hoy, cuando todo acababa, a pesar de que el sol estaba presente, sentía en mis adentros que el frío y la humedad que de pronto se me había calado  en los huesos y en el alma.

Por el ventanal cubierto de gruesas cortinas un tímido rayo de sol se coló dándole un aire fantasmal a mis jueces. La luz me hizo bajar los ojos al suelo. Aturdida, intenté desviar mis pensamientos de aquel lugar. Quise refugiarme en los brazos de mi madre, en el calor de mis hermanos, en las cosas sencillas que conocí durante mi infancia, pero sin quererlo volvieron como en una película velada los meses de angustias que había experimentado desde que me sinceré con Sor Inés, poniéndole al corriente de mis intenciones. Recordé sus reproches, las largas charlas en el confesionario con el padre Javier, las innumerables horas de meditación, sola y de rodillas, apartada de las hermanas como una apestada, la mortificación del cuerpo y del espíritu en el vano intento de encontrar un salida a lo que llamaron una pérdida de fe transitoria. El padre Provincial, tosió levemente para aclararse la garganta y quedé expectante a sus palabras, pero siguió en silencio a la espera de que la Priora diera por concluida la lectura. Rememoré la mirada fría de la madre y para ignorarla desvié los ojos hacia mi alrededor buscando la tranquilidad perdida. No pude, todo lo que me rodeaba parecía estar diseñado para acusarme: la magneficencia de la habitación, el color oscuro de sus altas paredes y sobre todo los inmensos cuadros de las Santas Beatas, que colgaban de las paredes, me parecieron tan amenazantes que a punto estuve de perder la compostura y huir de aquel lugar.

Seguí de pié un buen rato, el suficiente para sentirme desnuda, pero no porque no estuviera cubierta con el pesado hábito negro o  echara de menos la toca que hasta entonces pensaba me defendían de todo mal, o por que no pudiera mantener entre las manos el escapulario, que me habían arrebatado a pesar de que había rogado que era el único recuerdo que quería conservar; estaba desnuda a pesar de vestir las mismas prendas de seglar con las que llegué para profesar a los diecisiete años. Era una desnudez de siglos, la de tantos hombres y mujeres incomprendidos, la desnudez del abandono de quienes hasta entonces había creído mis hermanas y mi familia, por la  única razón de no haber podido o sabido encontrar lo que pensé que se encerraba entre los muros del convento: mi vocación religiosa.

Miré a Sor Inés y fui consciente de que no podría perdonarla. Supe que mi falta de caridad contradecía todo lo que había aprendido y venerado a lo largo de los años de clausura, pero la frialdad de la que había hecho gala durante mi calvario era superior a lo perdonable. Al menos lo era para mi.

 Por fin  levantó los ojos del escrito y tras recibir con un gesto de cabeza la venia del padre Provincial, dijo: -Cuando salgas por esa puerta ya no serás Sor María de las Angustias, a partir de este instante serás María, una mujer como tantas. Con tu grave error pierdes toda la dignidad con que la Iglesia te había colmado al consagrarte a nuestro amado Jesús.

Hizo una pausa y mirándome de arriba abajo continuó con inusitada dureza : - María, no olvides que con tu decisión has deshonrado este convento, esta congregación y lo que es mas importante: a Dios. De nuevo hizo una pausa y continuó su reproche: - Cuando llegaste aquí, pusimos en tus manos la posibilidad de dedicar tu vida y tu espíritu al Señor. Lo único que debería importarte.

 Pasó su mano sobre el crucificado, hizo la señal de la cruz y continuó: - Has decidido desertar, abandonar y con ello despreciar todo aquello que es fundamental para nosotras y razón de nuestras vidas como hijas del Señor: la oración, el trabajo, el silencio y la pobreza. Se detuvo unos segundos y terminó: Le pediré a Dios en mis oraciones que te perdone.

 Al oír sus palabras dentro de mi algo se rompió, pero a diferencia de lo que era previsible, me sentí fuerte ante lo que sabía injusto. Con arrogancia inesperada levanté el rostro y mirándola desafiante contesté: -No tenga dudas de que haré lo posible para que me perdone por elegir vivir la vida de manera distinta a la que hasta ahora he vivido entre estos muros, como también le pediré en mis oraciones que le perdone por la falta de amor cristiano  que ha tenido conmigo y del que debía ser ejemplo.

Sin darle tiempo a reaccionar seguí:  - No desprecio ni critico la vida contemplativa y mucho menos el silencio o el trabajo, no dudo de sus enseñanzas de Dios ni sus mandamientos, lo que me rebela es  la incomprensión que he sentido ante una decisión que solo a mi me pertenece. No se si llegará a entender algún día que puedo servir a Dios  desde las personas a las que quiero, desde los hijos si así ocurre, desde el trabajo y la vida, desde la felicidad y el dolor que la existencia diaria lleva aparejada. Con humildad fingida terminé: Espero que consiga comprenderlo.

Sor Inés apartó la mirada, bajó su rostro hasta ocultarlo bajo la toca y uniendo las manos pareció orar su desconcierto. Por primera me sentí ganadora de aquella incruenta batalla, aunque mi triunfo fue breve pues El padre Provincial que se había dado cuenta de mi actitud y del azoramiento de Sor Inés, se levantó de golpe y en tono amenazante gritó golpeando la mesa:

      - !María, no olvides que aún estás en esta santa casa!. No sólo has pecado contra tus hermanas sino que ahora añades el de soberbia. !Dios es testigo de ello!
      - !Mujer!, continuó apretando los músculos del rostro y con los ojos queriéndose salir de las cuencas, - recuerda siempre que no sólo dejas el convento, sus enseñanzas y su ejemplo, sino que incumples la promesa que hiciste al que hasta hoy era tu Esposo.

 Terminó la frase señalando hacia lo alto con el dedo índice y tras un instante afirmó con inusitada crueldad: - Te esposaste con Jesucristo y le juraste amor y dedicación todos los días de tu vida, sin embargo no sólo eres capaz de despreciar ese sagrado vínculo sino que aún te atreves a añadir un pecado capital a tu alma. No dudes de su perdón, porque Dios es amor, pero recuerda siempre que será muy difícil que encuentres un camino que te acerque de nuevo a Él. Puede perdonar pero no olvidar tus pecados y un día tendrás que responder de ello ante el Altísimo. 

Sus palabras retumbaron en la habitación multiplicándose con un eco interminable  hasta convertirme en algo pequeño y tan frágil como el cristal. Cuando pensé que el llanto me rendiría, se levantó, firmó el documento que reposaba sobre la mesa y lo pasó al padre Javier. Cruzando las manos volvió a mirarme con desprecio y añadió con impostura estudiada: - Yo, Padre Provincial de las hermanas Carmelitas, en calidad de representante de su Eminentísima y siguiendo sus instrucciones, te expulso de la Orden  y  te niego la bendición de la Santa Madre Iglesia.

 Dando por concluida la entrevista caminó hacia la puerta seguida de Sor Inés que continuaba con la cabeza agachada. Todo el espacio se pobló de un silencio denso dentro del cual la voz del padre Provincial parecía seguir rebotando por las paredes. Al cabo de unos segundos, que se hicieron interminables, el padre Javier se acercó y me entregó el documento que confirmaba mi exclusión de la Orden. Sin mirarlo lo guardé entre mis ropas mientras limpiaba las lágrimas que esta vez no había podido evitar. Tras sacudirme atropelladamente la falda, alcé la maleta y  me volví hacia la puerta que aún  permanecía abierta.

Con las manos cruzadas a la espalda y dando largos y lentos pasos, el padre Javier me acompañó sin hablar hasta la salida. Atravesamos el claustro en silencio, tan sólo alterado  por el canto de los pájaros que se acurrucaban entre los cipreses para defenderse del frío de la  tarde. Al acercarnos a  la portería, desde la capilla nos llegaron ecos de las oraciones de las monjas.

Ninguna de ellas me esperaba para despedirse, pero noté sus miradas cómplices siguiéndome desde los rezos y las celosías que les aislaban de todo. Sonreí con amargura sin sentirme mal, sabía que ocurriría porque así se había ordenado desde las altas estancias. Lo que el Obispo no sabía era que la noche anterior muchas vinieron de hurtadillas a mi celda para darme un abrazo y desearme suerte.

El padre Javier con un gesto indicó al portero que no hacía falta que se acercara. Al llegar descorrió con energía los dos cerrojos que anclaban la puerta, después la empujó suavemente entre las protestas de  los goznes  al entreabrirse. Por su hueco apareció el mundo cubierto de una fina capa de nieve. Me volví y miré a mi acompañante. El padre clavó sus ojos negros en los míos,  levantó su mano derecha y haciendo el gesto de la cruz dijo: -El Dios a quien yo amo si te bendice. Suerte María.

Me tomó de la mano y apretándola con cariño sonrió. Un segundo después cerró sin estruendo la puerta tras de si. Abrí los ojos dispuesta a llenarlos de todas las cosas que había perdido durante aquellos años. Lo primero que vi fue la pequeña plaza con las hojas de los  árboles pintadas de blanco y a tres niños que gritaban mientras corrían en pos de una pelota haciendo equilibrios para no caer. Respiré profundamente el aíre helado y sentí por fin la sangre cabalgar por las venas.

Diminutos copos comenzaron a acariciarme el rostro mientras otros se me enredaban en el cabello: estaba nevando. Dejé la maleta en el suelo, tomé un puñado de nieve y amasé una bola. Hice acopio de todas las fuerzas que me quedaban y la lancé lo mas lejos que pude mientras gritaba:  !Vuela !         

No hay comentarios:

Publicar un comentario