miércoles, 16 de enero de 2013

El Coleccionista, por José Miguel García.


Cuando conozco a alguien  no le miro a los ojos ni a los labios, le miro a sus manos, a sus dedos. Los dedos dicen todo de quien los posee. Desde hace algún tiempo me asalta la duda si no son ellos los que nos poseen a las personas. Hay dedos de muchas clases, delgados y huesudos, cortos y rechonchos, firmes, gastados, suaves, húmedos, carnosos, raquíticos; dedos mendicantes, dedos feroces, dedos de artistas, dedos prostitutas, de abuelas, de señores, de desalmados, dedos de abandono, de tristeza, dedos alegres, juguetones... todos muy distintos pero siempre pequeñas obras de arte, reducidos libros donde se escriben las vidas de quienes se creen su dueños. Siento por ellos una inmensa fascinación.

      No tengo aficiones normales como la mayoría de la gente, será por esa razón por la que me siento especial. Si llegaran a conocer lo que hago, muchos pesarían que estoy loco. En realidad no me importa en absoluto, desde niño he sabido ocultar mis sentimientos, construir mi propio mundo, vivir en él ajeno a las opiniones de los demás y pasar desapercibido como si fuera invisible. Pero ya no soy un niño, he cumplido los veintiocho años y llevo una vida corriente, tengo trabajo y  el aprecio del doctor Jacobson, mi jefe, un viejo forense  medio ciego y algo enfermo. Soy su ayudante en la morgue del Hospital  Danderyd, una pequeña ciudad cerca de Estocolmo. Aunque hice dos años de medicina, al encontrar este trabajo decidí no continuar en la universidad, allí era imposible ser yo mismo. Aquí soy feliz, tengo todo lo que deseo.

      Mi trabajo consiste en trasportar a los que mueren en el hospital hasta el depósito y, cuando lo autorizan, los adecento, los maquillo y los visto antes de que los lleven a la tumba para que tengan un aspecto agradable. Que parezcan dormidos en vez de muertos es  lo que se me pide y lo hago bien. Durante el tiempo que llevo ejerciendo la profesión no he tenido ninguna queja... ni de los difuntos ni de los familiares. La verdad es que a estos últimos nunca les pregunto, pero a los difuntos sí lo hago y entiendo su silencio como el visto bueno a mi tarea.

      No es un trabajo complicado, basta con no tener en cuenta las miradas de miedo y asco de los demás cuando me ven pasar empujando la camilla por los pasillos del hospital y tener cierto gusto para dar un toque de color aquí y allá, sobre todo alrededor de las mejillas y en la parte baja de los ojos, peinar los cabellos con mimo hasta conseguir que parezcan que sueñan. Hay muchas personas que tienen reparo ante la muerte; yo no la tengo, creo que es una parte de la vida: una senda que hay que seguir para que la existencia no se detenga. No me imagino un mundo sin muerte. Sería terrible.

       Mi madre murió hace unos meses, una parada cardíaca decía en su parte de defunción. Aunque el doctor Jacobson se ofreció para buscar a alguien de otro hospital que quien hiciera mi tarea, me negué en rotundo: nadie mejor que yo la conocía, nadie lo hubiera podido mostrar en la muerte como era en la vida, nadie podría haberla preparado mejor que yo. Disfruté como nunca ese día. Ha sido mi mejor obra, una verdadera obra de arte. A pesar de sus ochenta y dos años, cuando la incineraron no parecía tener más de cincuenta. Con el cabello desmadejado sobre los hombros, la sonrisa pintada en los labios y ni una sola arruga en el rostro, era la digna representación de una diosa dormida; una valquiria de quien Odín estaría orgulloso esperándola en su paraíso. Es cierto que no lloré su muerte, supongo que la quería, pero lo cierto es que no se llorar. Ahora que reparo en ello, creo que jamás he llorado.

      Nunca me ha parecido nada macabro desenvolverme entre difuntos, es más, desde pequeño me gusta observarlos y ahora disfruto pasando mis horas con ellos. Recuerdo que el primer cadáver que vi fue el de mi abuelo. Murió con noventa años, yo entonces no contaba mas de nueve, en su rostro casi no tenía carne -la había devorado el cáncer-, sólo dos cuencas profundas sobre los pómulos sobresalientes como dos montañas, una barbilla larga y la boca hueca era todo lo que quedaba de aquel hombre que, años atrás, me subía en sus hombros instándome a tocar las estrellas.

      Todos los presentes en el velatorio quedaron atónitos cuando me acerqué, le tomé la mano y tras mirarlo fijamente durante un rato le besé en los labios. Fue un beso frío, como si hubiera besado a una estatua deforme, y sin embargo sentí lo mismo que cuando me obligaban a besar a mi tías: nada. Pero no fue el beso lo que me marcó, fue el tacto de su mano. Tenía todos dedos encogidos por la artrosis, menos el índice que permanecía firme como si quisiera indicarme el camino. Desde entonces no hay difunto ni vivo en el que no repare en sus manos y, en particular, en el índice de la mano derecha.

      He aprendido mucho desde que tengo este trabajo. En las manos descubro mucho más de lo que pueda imaginarse. Cuando estoy a solas en el depósito miro de frente al cadáver y le pregunto: ¿ Quien eres?, ¿ Que has hecho en tu vida? ¿ Has sido feliz ? ¿ Has amado?. ¿ Ha valido la pena?. Miro sus labios entreabiertos como si me fueran a contestar y me invento las respuestas, hago mis deducciones y trazo las líneas de una vida imaginaria. Cuando ya creo tenerlo todo atado me detengo en sus manos. Miro el dedo índice de su mano derecha y entonces se si he acertado. Los dedos humanos tienen para mi una atracción especial desde que acaricié el de mi abuelo, una especie de obsesión que da sentido a toda mi existencia.

       Llevo aquí toda la noche con la mirada fija en el dedo del doctor Mac, es el primer dedo vivo con el que inicio mi nueva colección. Es un dedo  delgado, fuerte y bien formado. Un dedo triunfador. Para que no se estropee he llenado de formol el tarro donde lo conservaré y le he hecho el vacío. Me ha costado encontrar entre los tarros del laboratorio uno a su medida. Es un dedo mas largo de lo normal, entrenado para su oficio de cirujano.

      Después de mucho buscar, en la zona más alejada del laboratorio, medio oculta entre otras muchas cajas encontré una sin abrir con veinte tarros de cristal de cierre hermético. Al principio me disgustó que fueran un poco más grandes de lo que hubiera deseado, pero ahora me alegro. La pieza luce mucho más y podré comprobar si es cierto el mito popular que afirma que las uñas crecen después de que el cuerpo ha muerto. Haber dejado unos centímetros de margen me da esa posibilidad aunque no creo en esa superchería: nada crece después de la muerte salvo la muerte misma.

      Como he dicho es mi primer dedo vivo, tengo muchos dedos más, cerca de cuarenta : treinta y ocho para ser exactos, obtenidos de cadáveres. Pero no es lo mismo, esos son dedos muertos que no me han costado ningún esfuerzo conseguirlos. Desde hace dos años hay pocos cadáveres en esta ciudad a los que no le falte el dedo índice. Admito que ha sido un ejercicio necesario, algo así como el coleccionista de sellos que empieza su colección con sellos usados para después del entrenamiento iniciar por fin  la verdadera colección: la de sellos nuevos. Hace unas semanas supe que estaba preparado para subir el escalón, he dado el paso y ha merecido la pena.

       En el tiempo que he estado estudiando el dedo del doctor Mac he descubierto mil detalles que con los otros ni siquiera había imaginado: he observado que las arrugas que van desde la uña al primer nudillo son muchas más de las que hay entre ése y el siguiente, estas son horizontales, pero las de la parte inferior son verticales, la uña ha cambiado de color tres veces en menos de veinticuatro horas, - por cierto que el doctor Mac debió hacerse la manicura hace poco porque la uña está perfectamente cortada-. Pero de todo, lo que  más  ha llamado mi atención son las crestas de la huella, siempre he creído que la mitad de una huella era idéntica a la otra, sin embargo con la de Mac no ocurre. He marcado la huella sobre un papel y al doblarlo he comprobado que no coincide. No puedo aún sacar una conclusión final, el método científico me obliga a comprobar esta hipótesis en un número aceptable de casos. Conforme aumente la colección lo verificaré y si fuera cierto le dedicaré un capítulo en el libro que estoy escribiendo.

      Cada vez que recuerdo el mimo que puse al cortarlo no puedo evitar que una sensación de felicidad me invada. Cierro los ojos y recreo el filo impoluto del bisturí dirigiéndolo hacia la base y, con el máximo cuidado para no tocar ningún hueso, aunque no me fue posible hacer lo mismo con los tendones, adentrarse en la carne y tras un pequeño esfuerzo cortar sus cadenas. Fue un corte limpio, un corte digno del mejor cirujano. Digno del dedo del doctor Mac. Apenas sangró y estoy seguro de que él no se dio cuenta, tan sólo oí un leve quejido en sus labios. La anestesia evitó que gritara y de haber fallado hubiera sido imposible que se escuchara nada desde la calle: este sótano es profundo y además le había llenado la boca de gasas. No me gusta dejar nada al azar.

      Es un poco tarde, dentro de tres horas tengo que volver al trabajo, lamento tener que despedirme del doctor Mac. Me gusta utilizar ese eufemismo mas que decir que lo voy a hacer desaparecer. No estaba en mis planes que esto ocurriera, pero me vio un segundo antes de que le hiciera efecto el barbitúrico que le puse en el café. Oculto en el aparcamiento observé como llegaba a su coche algo aturdido. Esperé unos minutos, pero como luego comprobé, no fueron suficientes. La impaciencia me hizo precipitarme. Aunque estaba a un paso del desmayo, volvió la cara al sentir que se abría la puerta del coche, seguramente para pedir ayuda y me reconoció. No me cae mal el doctor Mac, de hecho es el único que se dirige a mi cuando nos cruzábamos por el pasillo del hospital: él vestido de verde recién salido del quirófano y yo de blanco conduciendo la camilla con el último difunto.

       -Hola Fran, me suele decir- eres un buen chico, estudia y algún día serás el forense de este hospital. No lo dejes mucho que tu jefe está a punto de jubilarse.

       Yo sonrío, agacho los ojos y le miro las manos sin que él se de cuenta. La última vez que nos cruzamos puso su mano sobre mi hombro y me dio unos golpecitos cariñosos sin decir nada. Al sentir el contacto fue como si un terremoto se hubiera desatado en mi interior, una corriente de mil voltios corrió libre por mis venas disparando la adrenalina hasta ponerme al borde del infarto: me sentí como si un ángel me hubiera rozado con sus alas.

      Sujetándome  a la camilla para no caer le vi alejarse por el pasillo hacia la máquina de café. Siempre lo hacía después de una operación y repetía tras cambiarse para volver a su casa. Quedé fascinado recordando sus manos hasta que de pronto comprendí que todo lo ocurrido era la señal que anunciaba el comienzo de la colección de los dedos vivos.

      Dos semanas he tardado en trazar el plan. Hoy por fin he comenzado a cumplir mi sueño.

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