Cuando conozco a
alguien no le miro a los ojos ni a los
labios, le miro a sus manos, a sus dedos. Los dedos dicen todo de quien los
posee. Desde hace algún tiempo me asalta la duda si no son ellos los que nos
poseen a las personas. Hay dedos de muchas clases, delgados y huesudos, cortos
y rechonchos, firmes, gastados, suaves, húmedos, carnosos, raquíticos; dedos
mendicantes, dedos feroces, dedos de artistas, dedos prostitutas, de abuelas,
de señores, de desalmados, dedos de abandono, de tristeza, dedos alegres,
juguetones... todos muy distintos pero siempre pequeñas obras de arte,
reducidos libros donde se escriben las vidas de quienes se creen su dueños.
Siento por ellos una inmensa fascinación.
No tengo aficiones normales como la
mayoría de la gente, será por esa razón por la que me siento especial. Si
llegaran a conocer lo que hago, muchos pesarían que estoy loco. En realidad no
me importa en absoluto, desde niño he sabido ocultar mis sentimientos,
construir mi propio mundo, vivir en él ajeno a las opiniones de los demás y
pasar desapercibido como si fuera invisible. Pero ya no soy un niño, he
cumplido los veintiocho años y llevo una vida corriente, tengo trabajo y el aprecio del doctor Jacobson, mi jefe, un
viejo forense medio ciego y algo
enfermo. Soy su ayudante en la morgue del Hospital Danderyd, una pequeña ciudad cerca de
Estocolmo. Aunque hice dos años de medicina, al encontrar este trabajo decidí
no continuar en la universidad, allí era imposible ser yo mismo. Aquí soy
feliz, tengo todo lo que deseo.
Mi trabajo consiste en trasportar a los
que mueren en el hospital hasta el depósito y, cuando lo autorizan, los
adecento, los maquillo y los visto antes de que los lleven a la tumba para que
tengan un aspecto agradable. Que parezcan dormidos en vez de muertos es lo que se me pide y lo hago bien. Durante el
tiempo que llevo ejerciendo la profesión no he tenido ninguna queja... ni de
los difuntos ni de los familiares. La verdad es que a estos últimos nunca les
pregunto, pero a los difuntos sí lo hago y entiendo su silencio como el visto
bueno a mi tarea.
No es un trabajo complicado, basta con no
tener en cuenta las miradas de miedo y asco de los demás cuando me ven pasar
empujando la camilla por los pasillos del hospital y tener cierto gusto para
dar un toque de color aquí y allá, sobre todo alrededor de las mejillas y en la
parte baja de los ojos, peinar los cabellos con mimo hasta conseguir que
parezcan que sueñan. Hay muchas personas que tienen reparo ante la muerte; yo
no la tengo, creo que es una parte de la vida: una senda que hay que seguir
para que la existencia no se detenga. No me imagino un mundo sin muerte. Sería
terrible.
Mi
madre murió hace unos meses, una parada cardíaca decía en su parte de defunción.
Aunque el doctor Jacobson se ofreció para buscar a alguien de otro hospital que
quien hiciera mi tarea, me negué en rotundo: nadie mejor que yo la conocía,
nadie lo hubiera podido mostrar en la muerte como era en la vida, nadie podría
haberla preparado mejor que yo. Disfruté como nunca ese día. Ha sido mi mejor
obra, una verdadera obra de arte. A pesar de sus ochenta y dos años, cuando la
incineraron no parecía tener más de cincuenta. Con el cabello desmadejado sobre
los hombros, la sonrisa pintada en los labios y ni una sola arruga en el
rostro, era la digna representación de una diosa dormida; una valquiria de
quien Odín estaría orgulloso esperándola en su paraíso. Es cierto que no lloré
su muerte, supongo que la quería, pero lo cierto es que no se llorar. Ahora que
reparo en ello, creo que jamás he llorado.
Nunca me ha parecido nada macabro
desenvolverme entre difuntos, es más, desde pequeño me gusta observarlos y
ahora disfruto pasando mis horas con ellos. Recuerdo que el primer cadáver que
vi fue el de mi abuelo. Murió con noventa años, yo entonces no contaba mas de
nueve, en su rostro casi no tenía carne -la había devorado el cáncer-, sólo dos
cuencas profundas sobre los pómulos sobresalientes como dos montañas, una
barbilla larga y la boca hueca era todo lo que quedaba de aquel hombre que,
años atrás, me subía en sus hombros instándome a tocar las estrellas.
Todos los presentes en el velatorio
quedaron atónitos cuando me acerqué, le tomé la mano y tras mirarlo fijamente
durante un rato le besé en los labios. Fue un beso frío, como si hubiera besado
a una estatua deforme, y sin embargo sentí lo mismo que cuando me obligaban a
besar a mi tías: nada. Pero no fue el beso lo que me marcó, fue el tacto de su
mano. Tenía todos dedos encogidos por la artrosis, menos el índice que
permanecía firme como si quisiera indicarme el camino. Desde entonces no hay
difunto ni vivo en el que no repare en sus manos y, en particular, en el índice
de la mano derecha.
He aprendido mucho desde que tengo este trabajo.
En las manos descubro mucho más de lo que pueda imaginarse. Cuando estoy a
solas en el depósito miro de frente al cadáver y le pregunto: ¿ Quien eres?, ¿
Que has hecho en tu vida? ¿ Has sido feliz ? ¿ Has amado?. ¿ Ha valido la
pena?. Miro sus labios entreabiertos como si me fueran a contestar y me invento
las respuestas, hago mis deducciones y trazo las líneas de una vida imaginaria.
Cuando ya creo tenerlo todo atado me detengo en sus manos. Miro el dedo índice
de su mano derecha y entonces se si he acertado. Los dedos humanos tienen para
mi una atracción especial desde que acaricié el de mi abuelo, una especie de
obsesión que da sentido a toda mi existencia.
Llevo aquí toda la noche con la mirada fija en
el dedo del doctor Mac, es el primer dedo vivo con el que inicio mi nueva
colección. Es un dedo delgado, fuerte y
bien formado. Un dedo triunfador. Para que no se estropee he llenado de formol
el tarro donde lo conservaré y le he hecho el vacío. Me ha costado encontrar
entre los tarros del laboratorio uno a su medida. Es un dedo mas largo de lo
normal, entrenado para su oficio de cirujano.
Después de mucho buscar, en la zona más
alejada del laboratorio, medio oculta entre otras muchas cajas encontré una sin
abrir con veinte tarros de cristal de cierre hermético. Al principio me
disgustó que fueran un poco más grandes de lo que hubiera deseado, pero ahora
me alegro. La pieza luce mucho más y podré comprobar si es cierto el mito
popular que afirma que las uñas crecen después de que el cuerpo ha muerto.
Haber dejado unos centímetros de margen me da esa posibilidad aunque no creo en
esa superchería: nada crece después de la muerte salvo la muerte misma.
Como he dicho es mi primer dedo vivo,
tengo muchos dedos más, cerca de cuarenta : treinta y ocho para ser exactos,
obtenidos de cadáveres. Pero no es lo mismo, esos son dedos muertos que no me
han costado ningún esfuerzo conseguirlos. Desde hace dos años hay pocos
cadáveres en esta ciudad a los que no le falte el dedo índice. Admito que ha
sido un ejercicio necesario, algo así como el coleccionista de sellos que
empieza su colección con sellos usados para después del entrenamiento iniciar
por fin la verdadera colección: la de
sellos nuevos. Hace unas semanas supe que estaba preparado para subir el
escalón, he dado el paso y ha merecido la pena.
En
el tiempo que he estado estudiando el dedo del doctor Mac he descubierto mil
detalles que con los otros ni siquiera había imaginado: he observado que las
arrugas que van desde la uña al primer nudillo son muchas más de las que hay
entre ése y el siguiente, estas son horizontales, pero las de la parte inferior
son verticales, la uña ha cambiado de color tres veces en menos de veinticuatro
horas, - por cierto que el doctor Mac debió hacerse la manicura hace poco
porque la uña está perfectamente cortada-. Pero de todo, lo que más ha
llamado mi atención son las crestas de la huella, siempre he creído que la
mitad de una huella era idéntica a la otra, sin embargo con la de Mac no
ocurre. He marcado la huella sobre un papel y al doblarlo he comprobado que no
coincide. No puedo aún sacar una conclusión final, el método científico me
obliga a comprobar esta hipótesis en un número aceptable de casos. Conforme
aumente la colección lo verificaré y si fuera cierto le dedicaré un capítulo en
el libro que estoy escribiendo.
Cada vez que recuerdo el mimo que puse al
cortarlo no puedo evitar que una sensación de felicidad me invada. Cierro los
ojos y recreo el filo impoluto del bisturí dirigiéndolo hacia la base y, con el
máximo cuidado para no tocar ningún hueso, aunque no me fue posible hacer lo
mismo con los tendones, adentrarse en la carne y tras un pequeño esfuerzo
cortar sus cadenas. Fue un corte limpio, un corte digno del mejor cirujano.
Digno del dedo del doctor Mac. Apenas sangró y estoy seguro de que él no se dio
cuenta, tan sólo oí un leve quejido en sus labios. La anestesia evitó que
gritara y de haber fallado hubiera sido imposible que se escuchara nada desde
la calle: este sótano es profundo y además le había llenado la boca de gasas.
No me gusta dejar nada al azar.
Es un poco tarde, dentro de tres horas
tengo que volver al trabajo, lamento tener que despedirme del doctor Mac. Me
gusta utilizar ese eufemismo mas que decir que lo voy a hacer desaparecer. No
estaba en mis planes que esto ocurriera, pero me vio un segundo antes de que le
hiciera efecto el barbitúrico que le puse en el café. Oculto en el aparcamiento
observé como llegaba a su coche algo aturdido. Esperé unos minutos, pero como
luego comprobé, no fueron suficientes. La impaciencia me hizo precipitarme.
Aunque estaba a un paso del desmayo, volvió la cara al sentir que se abría la
puerta del coche, seguramente para pedir ayuda y me reconoció. No me cae mal el
doctor Mac, de hecho es el único que se dirige a mi cuando nos cruzábamos por
el pasillo del hospital: él vestido de verde recién salido del quirófano y yo
de blanco conduciendo la camilla con el último difunto.
-Hola Fran, me suele decir- eres un buen
chico, estudia y algún día serás el forense de este hospital. No lo dejes mucho
que tu jefe está a punto de jubilarse.
Yo
sonrío, agacho los ojos y le miro las manos sin que él se de cuenta. La última
vez que nos cruzamos puso su mano sobre mi hombro y me dio unos golpecitos
cariñosos sin decir nada. Al sentir el contacto fue como si un terremoto se
hubiera desatado en mi interior, una corriente de mil voltios corrió libre por
mis venas disparando la adrenalina hasta ponerme al borde del infarto: me sentí
como si un ángel me hubiera rozado con sus alas.
Sujetándome a la camilla para no caer le vi alejarse por
el pasillo hacia la máquina de café. Siempre lo hacía después de una operación
y repetía tras cambiarse para volver a su casa. Quedé fascinado recordando sus manos
hasta que de pronto comprendí que todo lo ocurrido era la señal que anunciaba
el comienzo de la colección de los dedos vivos.
Dos semanas he tardado en trazar el plan.
Hoy por fin he comenzado a cumplir mi sueño.
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