Tenía aún dieciséis años cuando conocí a Salvador. El sería
mi primer y único novio, ya que a los pocos meses de conocernos formalizamos
nuestras relaciones. Estas continuaron durante seis años. Tras los cuales y después
de estrepitosos meses de preparaciones y nervios, por fin se cumpliría la
ilusión de una chica de veinte pocos años en la década de los setentas. Llegó
el día y ahí me encontraba, ante el altar y junto a Salvador. Vestida de
blanco. El traje largo, ceñido y escotado, ciertamente algo atrevido para la
época, el velo caía por la espalda hasta cubrir todo el traje. Dentro de unos minutos
seriamos marido y mujer. Sellaríamos con un beso nuestro compromiso y nos
juraríamos amor eternamente.
Había soñado con ese momento, como el más bello y feliz de mi
vida. Sentía una gran dicha que deseaba gritar y compartir con todos, familia y
amigos. Eso sí deseando con pasión y nervios el momento de quedarnos solos y
disfrutar esos momentos de intimidad que conservaríamos para siempre. Al día
siguiente partíamos de viaje de luna de miel, a Italia: Florencia, Roma y
Venecia por éste orden. Todo prometía ser perfecto e inolvidable, y en verdad
que lo fue. Aunque no como lo esperaba, ya que nada hacía presagiar en el
infierno que se convertiría para mí el deseado y esperado viaje de luna de
miel. Fue en nuestra primera parada Florencia, allí, en la cuna del
renacimiento, fue donde se truncó todo, donde mi vida daría un vuelco total e
inesperado, donde por un momento sentí morir y no precisamente de amor, aunque
sí por causa de.
Era una mañana de final de la primavera, habíamos llegado la
noche anterior. Salimos del hotel temprano, después de degustar un buen
desayuno, dispuestos a disfrutar de la belleza natural de esa joya histórica,
cultural y artística que es Florencia, la ciudad de los Medici. Comenzamos por
La Basílica de Santa Cruz, en la plaza del mismo nombre, continuamos con La
Basílica de Santa María de la Flor, que es la catedral, con su fachada
neogótica de mármol multicolor, blanco, verde y rojo. Edificaciones que junto
al Baptisterio de San Juan (del que se dice puede ser el edificio más antiguo
de la ciudad), y el campanario Giotto, conforman un conjunto armónico dentro de
la arquitectura de la ciudad. Volvimos un poco sobre nuestros pasos para llegar
a la Plaza de la Señoría, donde pudimos contemplar una colosal réplica del
David de Miguel Ángel a las puertas del Palacio Viejo. La Galería Uffici, ya en
dirección al Puente Viejo, puente medieval sobre el rio Arno, curioso por estar
repleto de comercio fundamentalmente de joyería, que posiblemente fue
construido para conectar el Palacio Viejo con el gigantesco Palacio Petti, en
cuyo interior se encuentra el Jardín de Boboli de estilo versallesco. El
palacio y jardín lo visitamos después de dar buena cuenta de una exquisita lasaña
en una cercana y pequeña Trattoria. Estaba entusiasmada y conmovida por cuantas
delirantes leyendas y misterios parecían ocultarse en cada rincón de esa
enigmática ciudad, imaginándolos testigos mudos de posiblemente más de una
historia o vendetta de amor.
Ya de regreso en la habitación del hotel, mientras Salvador
hacía uso del teléfono, decidí darme un baño. Extrañada de que no hubiera
irrumpido en el baño, salí envuelta en la toalla aún medio mojada. Estaba
sentado, mirando fijamente el teléfono e inmóvil, a contra luz, junto a la
terraza que tenía la habitación, lo que me impedía ver con claridad su
semblante, aunque se me antojaba inapropiadamente serio. Levantó la mirada y
ante mi interrogante presencia respondió con un triste y melancólico:
-Lo siento.
No sabía exactamente a que se estaba refiriendo, pero me heló
la sangre:
-Pero porque dices eso, ¡qué ha pasado!
-No puedo continuar con ésta situación, no puedo seguir
engañándote ni engañándome, no debí hacer éste viaje y no debí casarme contigo.
-¡Pero qué demonios estás diciendo! ¡Qué ocurre!, dime algo o
me volveré ¡loca!
-Sé que me odiaras para toda tu vida, pero estoy enamorado de
otra persona.
De momento sentí frio, y un repentino pudor ante la persona
que creí conocer y que ahora se mostraba como el mayor de los desconocidos. Me
vestí apresuradamente, mientras trataba de poner en orden cuanto estaba pasando,
así como controlar la reacción de mis sentimientos que en estos momentos eran
un autentico caos. No sabía que decir, miles de palabras, preguntas e
improperios se agolpaban en mi mente, pero no era capaz de articular nada,
tenía un nudo en la garganta que parecía ahogarme. Pensé que todo podía ser un
mal sueño, del que pronto despertaría. O una pesada broma, que en cualquier
momento me abrazaría, besaría y me diría que era a mí a quien amaba. Cuando ya
casi no podía respirar rompí en sollozos.
-¡Porque! ¡Porque!, repetí varias veces, he hecho algo mal, o
es algo que no haya hecho. Como has podido dejar que la situación llegara a
este extremo. Es que después de tanto tiempo, al menos como persona, no he
significado nada para ti. Como has podido menospreciar mi dignidad y mis
sentimientos de esta manera. Porque has sido tan cobarde. Quedamos unos minutos en silencio, que parecieron eternos. Al
cabo de los mismos y antes de que respondiera a todos mis interrogantes,
no pude contenerme uno más.
- Quien, quien es ella.
Pausado y titubeante rompió el silencio con el que había
estado escuchando.
-Lo siento, de verdad, aunque no puedas creértelo. No eres
tú, soy yo y mis sentimientos los que han cambiado y los únicos responsables.
Espero que con el tiempo puedas disculpar mi comportamiento. Ella es una
compañera de trabajo, que a fuerza de compartir horas de trabajo, almuerzos,
viajes y charlas, hemos llegado a compartir nuestros sentimientos y
enamorarnos.
En aquel momento pensé que era el ser más ruin, un miserable
que estaba arruinándome la vida. No era posible que esta persona que tenía ante
mí, fuera aquella otra que me ilusionaba y con la que comencé éste viaje, y que
incluso, hace tan solo unas horas, besé en el idílico Jardín Boboli. Pensé en gritarle, insultarle, decirle cuanto
se me ocurriera para herirle, sentía una
rabia enorme que abrasaba mis entrañas. Pero no, no podía hacerle sentir
menos culpable por un acalorado desahogo. Hice mi maleta y tras hacerle
observar la conveniencia de no hacer el viaje de vuelta juntos abandoné el
hotel. No soportaría permanecer una noche más a su lado después de lo ocurrido,
solicité un taxi en la recepción del hotel sin saber exactamente dónde
dirigirme. Ya en el taxi decidí ir directamente al aeropuerto, cogería el
primer enlace que me llevara a casa. La cabeza parecía que me iba a estallar y
me sentí la más desdichada de las mujeres. Camino del aeropuerto, lloré
amargamente, era un mar de dudas y preguntas sin respuestas. Deseaba y temía al
mismo tiempo llegar a casa, pues no podría explicar todo lo ocurrido sin
sentirme avergonzada y humillada.
Pasó el tiempo, y aunque dicen que éste todo lo cura,
al recordar todo lo ocurrido, no dejas de sentir un cierto resquemor amargo,
por el amor propio herido. Pero afortunadamente superado, pues efectivamente el
tiempo, al menos, te brinda otras perspectivas bajo las que considerar lo
sucedido. E indudablemente, mejor así, a vivir más tiempo en el engaño y soportar
más humillaciones. Y además, aunque no he vuelto a pasar por la vicaría,
encontré una persona con la que compartir mi vida y mis sentimientos, junto a
dos maravillosos hijos, que han puesto color a mi vida. De todo ello he
aprendido a disfrutar la vida en cada momento, día a día, sin esperar ni pensar
que nos deparará mañana. He aprendido a vivir el amor. Que éste es como el buen
vino, burbujeante y con matices cuando es joven, pero que con el tiempo
adquiere solera y se convierte en generoso.
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