Érase una vez, en cualquier país, un muchacho
llamado Eduardo y una muchacha, digamos Sofía, decidieron casarse para ser
felices y comer perdices. El día de la gran boda, cuando el juez de paz estaba
comenzando la ceremonia, dos seres se distrajeron en sus pensamientos. Eran la
bruja malvada y el hada buena.
El hada discurría alegremente:“¡Qué guapa está y que felices parecen! ¡Se nota que están enamorados!
Mi hija Sofía no podría haber elegido un hombre mejor: es responsable, educado,
trabajador y detallista, y además guapo. Todo el día pendiente de ella y del
niño, mi nieto... Mi niño estaba
predestinado a criarse sin padre y rodeado de mujeres, y ahora, por fin, tendrá
un referente masculino y de los buenos”
Por otro lado, la bruja, muerta de rabia por dentro,
atormentaba su cabeza con diferentes pensamientos: “¡Mírala, la muy zorra! ¡Cómo ha engañado a mi Eduardo! ¡Llevo 34 años
criándolo con todo mi amor para que, en diez meses, me lo vuelva como una tortilla! ¡Encima lo ha convencido para que reconozca
al hijo de otro!... ¡La muy.... lo habrá hecho como todas, abriéndose de
piernas!... Pero bueno, un matrimonio de todo un doctor y una simple auxiliar, por
fuerza, tiene que acabar mal, ya verás”
Con el tiempo y pese a la maldición de la bruja,
Eduardo, Sofía y el niño fueron felices por los siglos de los siglos. Evidentemente,
los domingos comieron perdices y otros platos suculentos en casa del hada buena,
mientras en casa de la bruja malvada, comieron
siempre puchero.
Colorín colorado, este eterno cuento se ha acabado.
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