jueves, 20 de marzo de 2014

El príncipe y la zorra, por María del Mar Quesada


Érase una vez, en cualquier país, un muchacho llamado Eduardo y una muchacha, digamos Sofía, decidieron casarse para ser felices y comer perdices. El día de la gran boda, cuando el juez de paz estaba comenzando la ceremonia, dos seres se distrajeron en sus pensamientos. Eran la bruja malvada y el hada buena.

El hada discurría alegremente:“¡Qué guapa está y que felices parecen! ¡Se nota que están enamorados! Mi hija Sofía no podría haber elegido un hombre mejor: es responsable, educado, trabajador y detallista, y además guapo. Todo el día pendiente de ella y del niño,  mi nieto... Mi niño estaba predestinado a criarse sin padre y rodeado de mujeres, y ahora, por fin, tendrá un referente masculino y de los buenos”

Por otro lado, la bruja, muerta de rabia por dentro, atormentaba su cabeza con diferentes pensamientos: “¡Mírala, la muy zorra! ¡Cómo ha engañado a mi Eduardo! ¡Llevo 34 años criándolo con todo mi amor para  que,  en diez meses, me lo vuelva como una tortilla!  ¡Encima lo ha convencido para que reconozca al hijo de otro!... ¡La muy.... lo habrá hecho como todas, abriéndose de piernas!... Pero bueno, un matrimonio de  todo un doctor y una simple auxiliar, por fuerza, tiene que acabar mal, ya verás”

Con el tiempo y pese a la maldición de la bruja, Eduardo, Sofía y el niño fueron felices por los siglos de los siglos. Evidentemente, los domingos comieron perdices y otros platos suculentos en casa del hada buena,  mientras en casa de la bruja malvada, comieron siempre puchero.

Colorín colorado, este eterno cuento se ha acabado.

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