lunes, 3 de marzo de 2014

En ca´Manuela, por María del Mar Quesada


Me llamo John Davis, soy de York, mi aspecto es el de un típico joven inglés. Después de vivir con Manuela, mi físico no ha cambiado, pero mi nombre sí. Ahora soy Juan David.

Llegué a Málaga hace cuatros años. Tras haber estudiado Sociología en Inglaterra, conseguí una beca para realizar mi tesis doctoral sobre Bienestar social y vejez en la cultura mediterránea. Gracias a las vacaciones de verano en las playas malagueñas, sabía hablar algo de español. Solo estaría  dos años, pero mis pretensiones cambiaron al conocer  la  vida en familia.

En vez de compartir un piso con otros estudiantes o ir a una residencia universitaria, me apunté al programa de acompañamiento de la universidad. Tendría  alojamiento y manutención a cambio de acompañar y cuidar a una persona mayor. Además de  cómodo y económico,  me serviría  como experiencia en mi tesis. Así fue como conocí a Manuela, mi casera.

Llegué a final de octubre, no hacía calor,  pero Manuela ya tenía puesto el brasero. Todavía no entiendo porque los abuelos andaluces encienden el brasero, pero mantienen  las ventanas y  las puertas abiertas para que entre el aire fresco.

En nuestra primera entrevista me encontré con una viuda de 69 años, menudita, de caderas anchas, de aspecto dulce,  pelo teñido de color miel.  Tenía los ojos negros, pequeños y llenos de vida. Era una mujer  ágil, charlatana y alegre. Ese día me explicó que había trabajado de  limpiadora en la biblioteca municipal, que aprendió a leer y escribir con un maestro que iba a la casa de campo donde se crió, que no tuvo hijos, así que no habría nietos molestando en casa. Y que había decidido hospedar a un guiri para tener alguien con quien hablar y aprender inglés, nunca se sabía si le haría falta. Me pareció agradable, divertida y me quedé.

Yo estaba acostumbrado a ser independiente a una edad muy temprana, no recuerdo cuando fue la última vez que mi madre me puso el desayuno. Sin embargo, en casa de Manuela,  todas las mañanas mi desayuno estaba preparado. A primera hora de  la tarde, cuando volvía de trabajar, tomábamos juntos el café y después salíamos a dar un paseo, al médico, a hacer la compra, o al cine, siempre tenía una actividad programada. Por la noche, después de recoger la cocina, veíamos la tele para mejorar mi español.

Al principio nuestras conversaciones eran charlas surrealistas. Recuerdo una noche que viendo el programa Realidades Paralelas, me levanté a atender el teléfono y cuando volví me dijo:

-          ¡Qué pena, te has perdío una historia preciosa!  Una familia se fue a vivir al campo porque tuvieron un hijo vegetal.
-          Sorry... ¿Cómo?
-          Niño,  pues que pa’ que’l hijo vegetal creciera más sano, se fueron al campo a vivir.
-          ¿Por qué es precioso plantar vegetales y lechugas en el campo?
-          ¿Quién ha dicho na’ de lechugas?  El niño estaba encamao, vamos muerto en vida,.... y pa’ no estar siempre encerrados en un piso, lo vendieron to’.
Evidentemente, yo me quedaba a cuadros con sus explicaciones.
En otra ocasión, un viernes me dijo:
-          Juan David,  ¿te gustaría ir  a comer al chino de la esquina un día d’estos?
-          Manuela, me han dicho que allí ponen carne de perro.
-          ¡Ay niño! pues yo nunca lo he visto en la carta de la puerta, pero  tú no te preocupes, el cerdo es más guarro y mira qué bueno está.
Recuerdo otro viernes por la tarde, antes de ir de fin de semana con mis compañeros del departamento, Manuela me preguntó:
-          Juan David, aprovechando que no vas a estar ¿Puedes poner  en tu aparato  de música un disco de’l Antonio Molina? Mira, venía de regalo en el periódico.
-          Ok, pero esto no es disco, es  cd.
-          Bueno, pos el cede ese.

Le dejé puesto el cd. Cuando volví el domingo por la tarde, dentro de mi dormitorio se escuchaba música. Abrí la puerta, me encontré la  minicadena  cubierta por una manta gruesa.  Manuela salió a mi encuentro.

-          ¡Ay, por fin estas aquí!
-          ¿Ocurre algo?
-          ¡Dios mío, Juan David,  qué pesadilla! Que yo no sé cómo se apaga el aparato de música y no quería romperlo. Llevo to’el fin de semana escuchando el mismo disco, una y otra vez. Estoy hasta el moño de’l Antonio Molina y del minero.
Me imaginé el fin de semana que había pasado, no me pude aguantar y comencé a reírme. Nos reímos juntos. De vez en cuando le pregunto  si  quiere escuchar Antonio Molina y ella se ríe y me dice “Quita. Quita”.

En junio, el día de su cumpleaños tenía dos sorpresas para ella: una reserva en un restaurante y  un  pañuelo de seda. Cuando lo vio, me miró a los ojos y emocionada me dio las gracias, hacía años que no recibía ningún regalo. De pronto me abrazó. Aquel abrazo me impactó. En mi educación británica, las emociones se escondían incluso entre familiares. Fue un abrazo dulce, acogedor, tierno,...maternal. Lo que me impresionó no fue su reacción, sino la mía. Por primera vez en mucho tiempo, me sentí querido. ¡Mi  vida  resultaba tan  fácil y acogedora con Manuela!

Cuando pasaron dos años tuve que volver  a Inglaterra  a leer mi tesis. Al mes de estar allí echaba de menos  el calor del sol,  la brisa de la playa, los paseos lentos, la comida de Manuela, sus risas, su olor a jabón de jazmín. Para mí, se había convertido en una abuela. Moví cielo y tierra.  Me concedieron un proyecto,  así que seis meses después volvía  a Málaga. Cuando llegué, Manuela me recibió con su inconfundible alegría.

-          ¡Ay niño, menos mal que has vuelto! Se me estaba olvidando el inglés. ¿Te quedarás aquí en mi casa?

-          Of course! ¿Dónde voy a estar mejor, que en ca’ Manuela?

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