Me llamo John Davis, soy de York, mi aspecto es el de
un típico joven inglés. Después de vivir con Manuela, mi físico no ha cambiado,
pero mi nombre sí. Ahora soy Juan David.
Llegué a Málaga hace cuatros años. Tras haber
estudiado Sociología en Inglaterra, conseguí una beca para realizar mi tesis
doctoral sobre Bienestar social y vejez en
la cultura mediterránea. Gracias a las vacaciones de verano en las playas
malagueñas, sabía hablar algo de español. Solo estaría dos años, pero mis pretensiones cambiaron al
conocer la vida en familia.
En vez de compartir un piso con otros estudiantes o ir
a una residencia universitaria, me apunté al programa de acompañamiento de la
universidad. Tendría alojamiento y
manutención a cambio de acompañar y cuidar a una persona mayor. Además de cómodo y económico, me serviría
como experiencia en mi tesis. Así fue como conocí a Manuela, mi casera.
Llegué a final de octubre, no hacía calor, pero Manuela ya tenía puesto el brasero.
Todavía no entiendo porque los abuelos andaluces encienden el brasero, pero
mantienen las ventanas y las puertas abiertas para que entre el aire fresco.
En nuestra primera entrevista me encontré con una viuda
de 69 años, menudita, de caderas anchas, de aspecto dulce, pelo teñido de color miel. Tenía los ojos negros, pequeños y llenos de
vida. Era una mujer ágil, charlatana y alegre.
Ese día me explicó que había trabajado de limpiadora en la biblioteca municipal, que
aprendió a leer y escribir con un maestro que iba a la casa de campo donde se
crió, que no tuvo hijos, así que no habría nietos molestando en casa. Y que había
decidido hospedar a un guiri para
tener alguien con quien hablar y aprender inglés, nunca se sabía si le haría
falta. Me pareció agradable, divertida y me quedé.
Yo estaba acostumbrado a ser independiente a una
edad muy temprana, no recuerdo cuando fue la última vez que mi madre me puso el
desayuno. Sin embargo, en casa de Manuela, todas las mañanas mi desayuno estaba
preparado. A primera hora de la tarde,
cuando volvía de trabajar, tomábamos juntos el café y después salíamos a dar un
paseo, al médico, a hacer la compra, o al cine, siempre tenía una actividad
programada. Por la noche, después de recoger la cocina, veíamos la tele para
mejorar mi español.
Al principio nuestras conversaciones eran charlas
surrealistas. Recuerdo una noche que viendo el programa Realidades Paralelas, me levanté a atender el teléfono y cuando
volví me dijo:
-
¡Qué pena, te has perdío una historia preciosa! Una familia se fue a vivir al campo porque
tuvieron un hijo vegetal.
-
Sorry... ¿Cómo?
-
Niño, pues
que pa’ que’l hijo vegetal creciera más sano, se fueron al campo a vivir.
-
¿Por qué es precioso plantar vegetales y lechugas en
el campo?
-
¿Quién ha dicho na’ de lechugas? El niño estaba encamao, vamos muerto en vida,....
y pa’ no estar siempre encerrados en un piso, lo vendieron to’.
Evidentemente, yo me quedaba a cuadros con sus
explicaciones.
En
otra ocasión, un viernes me dijo:
-
Juan David, ¿te gustaría ir a comer al chino de la esquina un día d’estos?
-
Manuela, me han dicho que allí ponen carne de perro.
-
¡Ay niño! pues yo nunca lo he visto en la carta de
la puerta, pero tú no te preocupes, el
cerdo es más guarro y mira qué bueno está.
Recuerdo otro viernes por la tarde, antes de ir de
fin de semana con mis compañeros del departamento, Manuela me preguntó:
-
Juan David, aprovechando que no vas a estar ¿Puedes
poner en tu aparato de música un disco de’l Antonio Molina? Mira,
venía de regalo en el periódico.
-
Ok, pero esto no es disco, es cd.
-
Bueno, pos el cede ese.
Le dejé puesto el cd. Cuando volví el domingo por la
tarde, dentro de mi dormitorio se escuchaba música. Abrí la puerta, me encontré
la minicadena cubierta por una manta gruesa. Manuela salió a mi encuentro.
-
¡Ay, por fin estas aquí!
-
¿Ocurre algo?
-
¡Dios mío, Juan David, qué pesadilla! Que yo no sé cómo se apaga el
aparato de música y no quería romperlo. Llevo to’el fin de semana escuchando el
mismo disco, una y otra vez. Estoy hasta el moño de’l Antonio Molina y del
minero.
Me imaginé el fin de semana que había pasado, no me
pude aguantar y comencé a reírme. Nos reímos juntos. De vez en cuando le pregunto si
quiere escuchar Antonio Molina y ella se ríe y me dice “Quita. Quita”.
En junio, el día de su cumpleaños tenía dos
sorpresas para ella: una reserva en un restaurante y un
pañuelo de seda. Cuando lo vio, me miró a los ojos y emocionada me dio
las gracias, hacía años que no recibía ningún regalo. De pronto me abrazó.
Aquel abrazo me impactó. En mi educación británica, las emociones se escondían
incluso entre familiares. Fue un abrazo dulce, acogedor, tierno,...maternal. Lo
que me impresionó no fue su reacción, sino la mía. Por primera vez en mucho
tiempo, me sentí querido. ¡Mi vida resultaba tan
fácil y acogedora con Manuela!
Cuando pasaron dos años tuve que volver a Inglaterra
a leer mi tesis. Al mes de estar allí echaba de menos el calor del sol, la brisa de la playa, los paseos lentos, la comida de Manuela, sus
risas, su olor a jabón de jazmín. Para mí, se había convertido en una abuela. Moví
cielo y tierra. Me concedieron un
proyecto, así que seis meses después volvía a Málaga. Cuando llegué, Manuela me recibió
con su inconfundible alegría.
-
¡Ay niño, menos mal que has vuelto! Se me estaba
olvidando el inglés. ¿Te quedarás aquí en mi casa?
-
Of course! ¿Dónde voy a estar mejor, que en ca’
Manuela?
No hay comentarios:
Publicar un comentario