Era una mañana gris y
fría de otoño. Benigna, una mujer pía de 69 años, vestida de negro y un ramo de
blancas gardenias entre sus brazos, caminaba de forma pausada sobre una
alfombra de hojas secas humedecidas por una neblina que le impedía ver más allá
de cinco o seis metros de sí misma. Con un movimiento casi robótico, como si lo
tuviese medido y no necesitara ni tan siquiera guiar sus pasos, giró a la
derecha y encaró un pasillo empedrado que se abría paso entre un enorme ciprés
y un mausoleo, presidido por una figura representando al Arcángel San Miguel,
con armadura, espada y mirada perdida hacia lo más elevado. Avanzó en él unos
veinte metros, parándose de igual forma ante una sepultura ornamentada y
cuidada, en cuya lápida podía leerse: “Ángel o Angélica, una dimensión terrenal, que
la inmortalidad superará con la espiritualidad de los ángeles.”
Sus ojos se humedecían
mientras depositaba cuidadosamente las gardenias sobre la sepultura, todo en
sí, acrecentaba el temperamento melancólico de Benigna. Era un ser cansado,
esclavo de la desesperación y el arrepentimiento que le atormentaba la
conciencia. Y como si de una letanía se tratara, inició su peculiar
conversación en voz baja.
No
sabes cómo he deseado poder recuperar el tiempo, enmendar mis decisiones,
reparar el dolor que te causé. La angustia que siento no me deja vivir, las noches se hacen eternas, el sentimiento de
culpabilidad llena mi cabeza, hasta el punto que parece reventar, cuando en
algún momento ya cansada he cerrado los ojos, he pedido miles de veces no
despertar jamás y expiar mis culpas eternamente.
Si
hubiera sabido reaccionar aquel día que, ilusionado, traías de la escuela un
dibujo para “mami y papi,” y en él te retratabas igual que mamá, yo confusa te
dije, pero tú eres como papá, tenías solo cinco añitos, y contestaste decidido,
“no mamá yo quiero ser como tú.”
Lo
oculté y como creyente busqué respuesta en mi convicción religiosa, en la
palabra de dios y acudí a la iglesia. Lo hice en confesión y aún recuerdo las
palabras recias, en un tono casi enojado del confesor ante mis dudas, que él
atribuyó a la falta de fe.
“La
iglesia respeta la naturaleza del ser humano como hombre o mujer, y pide que se
respete este orden, hay que tener fe en el creador y en su palabra. Lo
contrario es el desprecio a la obra de dios.”
“Nadie puede violar la
integridad física de una persona, con la excusa de tratar un mal de origen
psíquico o espiritual. Cualquier manipulación es una alteración de la integridad
física de la persona. Y no es lícito ni moral sacrificar al todo, mutilándolo,
modificándolo o extirpándole una parte.”
Quedé
de tal manera afectada, que siempre
busqué la respuesta que aliviara mi conciencia. Por eso busqué la opinión de
Auxiliadora, psicóloga y amiga de la familia, le insistí si tu conducta podía
ser un comportamiento pasajero, que con el tiempo pasaría. Ella me explicó que
no era lo mismo tener un comportamiento sexual o sentir una identidad
transexual, y me quedé con una frase que pronunció: “Evidentemente, dijo, cualquier
comportamiento sexual en la infancia es posible y no es indicador definitivo de
ninguna conducta futura.” Era lo que quería escuchar, para enfrentar a tu estado
emocional, ignorar tu realidad cuando te dibujabas y escribías tu nombre en
femenino o aprovechabas la soledad de tu cuarto para vestirte y observarte tal
como te sentías.
No
quise ver como se acrecentaba en ti ese comportamiento. De haberlo hecho, de
haber sido más sensible a tus sentimientos, no hubiera tenido lugar lo que
ocurrió aquella noche. Hace ahora veintidós años, tú contabas entonces veinte.
Como en otras ocasiones te arreglaste para salir, yo te lo recriminé como tanta
otras veces. Tú dijiste solamente ¡Mamá!
Cuando benigna la volvió
a ver, estaba tumbada sobre la acera a la puerta de aquel club, parecía un
juguete débil, una muñeca rota, cuyas emociones siempre estuvieron maniatadas y
reprimidas. Se sintió terriblemente desdichada, que perdía la vida y se estremeció
de frio y de miedo a sus remordimientos.
Aquella noche, el fatal
destino quiso que a la salida del club, Ricardo, un compañero de trabajo, de
ideología ultra (nazi) le reconociera y dirigiéndose a sus acompañantes grito ¡eh mirad! ¡Pero si es Ángel! ¿O tenemos
que llamarte Angelita? ¡Ja, Ja, Ja! Rieron todos. Sin mediar más la
emprendieron a golpes, patadas, puñetazos, palos e insultos ¡Maricón de mierda! ¡Pervertido! Te vamos a
partir la cabeza. Ciegos de odio homófobo, se emplearon con tal e inusitada
violencia, que acabaron con su vida.
Benigna volvió a sucumbir
en su intento de cerrar el ciclo, entró una vez más en pensamientos circulares,
para terminar como siempre en una negra nube, hundida en su infierno anímico.