miércoles, 10 de diciembre de 2014

Bofetada sin manos, por Matilde López de Garayo



Mauricio llegó a la pequeña residencia de estudiantes un mes después de comenzar el curso. Su equipaje consistía en una enorme y vieja maleta y  un estuche que contenía un violonchelo. Acababa de terminar una gira con su cuarteto de música barroca por algunos pueblos del norte de España. Pero ahora estaba en la capital, como un universitario más y deseando comenzar la carrera de psicología.

Su pelo largo recogido en un coletero, su gabán tres cuartos de un color impreciso entre el beige y verde de constitución delgada, metro sesenta y cuatro de estatura y su aparente desaliño parecía definir a un joven débil. Sin embargo también denotaba una mirada inteligente, una sonrisa franca y unas cuidadas manos que desentonaban un poco con su aspecto general.

Llamó al timbre de lo que iba a ser su hogar en los próximos meses ignorando que también se iba a convertir en su infierno en los siguientes días. Era carne de cañón. El único novato de la residencia. El resto de los inquilinos rozaban los veinte cinco años, repetidores asiduos, incluso alguno en el último año de la carrera.

Esa misma noche fue víctima de la primera novatada. Lo levantaron a las tres de la mañana y lo obligaron a ducharse con agua fría. Después permaneció en la calle tiritando durante una hora. Ya le habían avisado de la práctica de semejantes pruebas, aunque siempre pensó que eran exageraciones 

Al día siguiente lo acorralaron entre varios. Tirado en el suelo lo inmovilizaron entre cuatro para raparle la cabeza. Intento liberarse de sus agresores, lo que le ocasionó una visita al ambulatorio para que le curasen algunos cortes en la cabeza. Después en una peluquería intentaron arreglarle como pudieron los trasquilones. Cuando llegó a la residencia sus compañeros le esperaban en el salón y le chillaron cuando pasó de largo:

-¡Eh! Novato, ¡Qué lo hacemos para espabilarte! ¡Qué pareces recién salido del pueblo! –Y se quedaron cuchicheando y riendo, posiblemente planificando la siguiente novatada.

Mauricio se miró al espejo y exclamó- ¡Serán bestias! Los cortes que me han hecho...  -Se probó como pudo un gorro de lana y viendo que le molestaba dijo- No hace frío, y ¡Qué más da, el pelo crece!

No habían pasado tres días cuando sin saber cómo habían conseguido una copia de la llave de su habitación. Estuvieron interrumpiéndole durante horas incluso por la noche. Esa novatada acabó cuando entró el más veterano. Mauricio le estaba esperando detrás de la puerta  y le sujetó del brazo al mismo tiempo que le hacía una zancadilla. El veterano, Tomás, cogido por sorpresa sólo consiguió escuchar -¡Basta ya! ¿Vale? Cuando cerró la puerta la atrancó como pudo. No le encontraba sentido a aquellas vejaciones, que ellos llamaban novatadas. Había estado a punto de comportarse igual, pero menos mal que en el último momento le agarró. Y él no era así. Quizás lo más inteligente sería encontrar otra residencia, pero a estas alturas del curso sería bastante difícil. Ya le había costado encontrar ésta. 

La respuesta no se hizo esperar al día siguiente en el comedor le retiraron la silla y se calló. Le empezaron a  insultar ¡Palurdo! ¡Inútil! . Se levantó como pudo. Divisó a Tomás al fondo ajeno a lo que estaba pasando. Se cruzaron las miradas Tomás negó con la cabeza, ésta vez no había intervenido en la novatada. Mauricio  y se dirigió a su cuarto. Notaba pasos detrás de él. Le estaban siguiendo.

Su cara  colorada y rígida mostraba la tensión que estaba soportando. Abrió la puerta de su habitación, deseando refugiarse en las cuatro paredes. Encerrarse con llave y alejarse durante un rato de las bromas.
Se quedó boquiabierto cuando vio en que se había reducido su dormitorio. No se imaginaba como lo habían conseguido pero los muebles habían desaparecido: Cama, mesa de estudio, mesilla y las puertas abiertas del armario mostraban las perchas y  los cajones vacíos. Todo se había evaporado excepto una silla en mitad de la habitación y el estuche del violonchelo que permanecía apoyado en un rincón. Rezó para que no le hubieran tocado el instrumento

Escuchó las risotadas de sus compañeros detrás de él. Y sentía como sus miradas se le calvaban en la nuca. Involuntariamente se le humedecieron los ojos y sintió como se les deslizaban las lágrimas de indignación por la cara. Movía un pie hacia delante y hacia atrás como meditando la decisión que iba a tomar de inmediato. Abría y cerraba las manos con fuerza. Se estaba conteniendo. Esperó en silencio. Reparó en las dos únicas cosas que le habían dejado dentro. El ritmo cardiaco de le aceleró y numerosas partituras le vinieron a la cabeza. Decidió actuar como siempre había hecho cuando las circunstancias le desbordaban.

Entró en la habitación cogió el violonchelo. Se sentó en la silla. Abrió los cierres lentamente sin mirar a su público que lo observaba  con sonrisa sarcástica. Respiró profundamente, habían respetado el instrumento.  Se inclinó para pillar  el puntal con la cinta a la pata de la silla. Después sus  piernas rodearon el chelo y lo inclinó contra él. Lo acarició y colocó sus dedos a distinta distancia del mástil. Empezó a frotar el arco contra las cuerdas para afinarlo. Su concentración le iba absorbiendo poco a poco. Empezó a tocar. Las lágrimas habían dejado de brotar hacía minutos.

Aquel acoso, aquella humillación nunca justificada por diversión o por una malentendida integración se fue eclipsando con las notas del violonchelo. El sonido que Mauricio le arrancaba era como su voz.Una voz humana desgarrada por la ira, por la cólera, por el inconformismo. Hasta que poco a poco se fue apaciguando.

Su propósito había sido calmarse, huir de aquel momento. Pero sus efectos además fueron otros: No sólo la música llegó a todos los rincones de la residencia sino también al corazón de sus agresores. Avergonzados los residentes que habían pretechado la última gamberrada empezaron a devolver sus cosas colocando los muebles y la ropa en su sitio. Si hicieron ruido él no se enteró. 

Cuando terminó al cabo de hora y media, sin descaso, levantó los ojos y miró a su alrededor. Se sintió aliviado. Habían colocado hasta la papelera en el mismo sitio. Se asomó al pasillo que estaba desierto y silencioso. Cerró la puerta. Se apoyó en ella y llevándose la mano a la cabeza mientras se acariciaba un incipiente pelo exclamó: ¡Por fin!¡Por fin! Se acabaron las novatadas.

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