Su semblante reflejaba el cansancio del camino recorrido, de
su infructuoso esfuerzo por mantenerse y proteger a su familia, de su lucha
diaria por la supervivencia. Basilio es un buen y mañoso carpintero de 42 años.
Hace ahora catorce años llegó procedente de un pueblecito de Extremadura, junto
a su mujer, Áurea, y el hijo recién nacido de ambos, Daniel. Entre su escaso
equipaje traían un doble fondo repleto de ilusión, se instalaron en un barrio
periférico de la capital, Madrid. Y aunque tuvo que hacerlo como autónomo,
pronto encontró trabajo en la construcción. Trabajó duro, llegando en el tiempo
a tener que contratar ocasionalmente a otras personas para cumplir
con sus compromisos contractuales. Compraron su vivienda, mediante la correspondiente
hipoteca, disponían de coche para uso particular y otro para uso de empresa,
inclusive pudieron mantener la casita que tenían en su pueblo. Todo marchaba
bien, tanto es así que decidieron ampliar la familia y nació Diana, su padre la
llamaba “princesa”.
Cariacontecido y con evidentes muestras de abatimiento,
Basilio, iba apilando cajas en el salón de su ya casi desvalida vivienda, que
previamente había llenado de ropas y objetos. En ésta tarea topó con un número
de revistas, entre ellas la última recibida cuando aún era socio de Médicos sin
Fronteras. Apartó las demás y se sentó en un pequeño taburete a ojearla, en
ella como en tantas otras, se detallaba la situación que se vive en África,
Sudamérica, Oriente Medio, etc.
La precariedad de medios con los que operan
profesionales y cooperantes todos, para atender las necesidades de los más
desprotegidos. Como se enfrentan a diario con todo tipo de eventualidades, enfermedades
respiratorias, ébola, malaria, cólera, dengue hemorrágico, changa, sida,
guerras, niños guerreros, atentados, maltratos, violaciones, discriminación,
hambre, explotación, miseria…”18.000
niños mueren al día por causas que se pueden evitar”…”13.000 mujeres mueren al
año durante el embarazo o el parto”… se detuvo en el artículo que contaba
la historia de la pequeña Awa. Tenía 2 años nacida en un pueblo perdido de
Burundi, tras dos meses de dolencia y tosiendo, su madre, después de haberla
tratado un curandero sin éxito, decidió llevarla al hospital. El más cercano se
encontraba a más de treinta kilómetros, se sujetó a la pequeña con un pañuelo a
su espalda y hasta allí la llevó montada en una vieja y destartalada bicicleta. La madre con 39 años, contaba que
habían estado diecisiete años esperando tener un hijo, cuando estaban perdiendo
la esperanza, quedó embarazada y pensaron que Awa era una hija “milagro”. La
pequeña por fin pudo superar la grave neumonía que padecía y seguir viviendo.
Una frágil y lastimera vocecilla requirió su atención, era Diana
su hijita de 5 años.
¡Papá papá! Tengo frio.
Basilio la miró con lágrimas en los ojos y soltando sobre la
mesita de centro, que aún quedaba en el salón, la revista que mantenía en sus
manos, la cogió entre sus brazos.
Papá, tu también lloras
¿porqué? mamá dice que nos vamos ¿a dónde papá?
Basilio la acorrucó contra su pecho tratando de darle todo el
calor y cariño.
Pasado unos segundos la pequeña le dijo en voz baja. Tengo sueño.
Duerme, y no te
preocupes “princesa”, sabes que te queremos mucho, lo que ocurre es que ahora
somos invisibles, como ellos, señalando con su mirada la revista que acababa de
soltar sobre la mesita.
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