martes, 9 de diciembre de 2014

Invisibles, por José García




Su semblante reflejaba el cansancio del camino recorrido, de su infructuoso esfuerzo por mantenerse y proteger a su familia, de su lucha diaria por la supervivencia. Basilio es un buen y mañoso carpintero de 42 años. Hace ahora catorce años llegó procedente de un pueblecito de Extremadura, junto a su mujer, Áurea, y el hijo recién nacido de ambos, Daniel. Entre su escaso equipaje traían un doble fondo repleto de ilusión, se instalaron en un barrio periférico de la capital, Madrid. Y aunque tuvo que hacerlo como autónomo, pronto encontró trabajo en la construcción. Trabajó duro, llegando en el tiempo a tener  que contratar  ocasionalmente a otras personas para cumplir con sus compromisos contractuales. Compraron su vivienda, mediante la correspondiente hipoteca, disponían de coche para uso particular y otro para uso de empresa, inclusive pudieron mantener la casita que tenían en su pueblo. Todo marchaba bien, tanto es así que decidieron ampliar la familia y nació Diana, su padre la llamaba “princesa”.  

Cariacontecido y con evidentes muestras de abatimiento, Basilio, iba apilando cajas en el salón de su ya casi desvalida vivienda, que previamente había llenado de ropas y objetos. En ésta tarea topó con un número de revistas, entre ellas la última recibida cuando aún era socio de Médicos sin Fronteras. Apartó las demás y se sentó en un pequeño taburete a ojearla, en ella como en tantas otras, se detallaba la situación que se vive en África, Sudamérica, Oriente Medio, etc. 

La precariedad de medios con los que operan profesionales y cooperantes todos, para atender las necesidades de los más desprotegidos. Como se enfrentan a diario con todo tipo de eventualidades, enfermedades respiratorias, ébola, malaria, cólera, dengue hemorrágico, changa, sida, guerras, niños guerreros, atentados, maltratos, violaciones, discriminación, hambre, explotación, miseria…”18.000 niños mueren al día por causas que se pueden evitar”…”13.000 mujeres mueren al año durante el embarazo o el parto”… se detuvo en el artículo que contaba la historia de la pequeña Awa. Tenía 2 años nacida en un pueblo perdido de Burundi, tras dos meses de dolencia y tosiendo, su madre, después de haberla tratado un curandero sin éxito, decidió llevarla al hospital. El más cercano se encontraba a más de treinta kilómetros, se sujetó a la pequeña con un pañuelo a su espalda y hasta allí la llevó montada en una vieja y destartalada  bicicleta. La madre con 39 años, contaba que habían estado diecisiete años esperando tener un hijo, cuando estaban perdiendo la esperanza, quedó embarazada y pensaron que Awa era una hija “milagro”. La pequeña por fin pudo superar la grave neumonía que padecía y seguir viviendo. 

Una frágil y lastimera vocecilla requirió su atención, era Diana su hijita de 5 años.

¡Papá papá! Tengo frio.

Basilio la miró con lágrimas en los ojos y soltando sobre la mesita de centro, que aún quedaba en el salón, la revista que mantenía en sus manos, la cogió entre sus brazos.
Papá, tu también lloras ¿porqué? mamá dice que nos vamos ¿a dónde papá?
Basilio la acorrucó contra su pecho tratando de darle todo el calor y cariño.
Pasado unos segundos la pequeña le dijo en voz baja. Tengo sueño.

Duerme, y no te preocupes “princesa”, sabes que te queremos mucho, lo que ocurre es que ahora somos invisibles, como ellos, señalando con su mirada la revista que acababa de soltar sobre la mesita.

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