miércoles, 10 de diciembre de 2014

Una Navidad precipitada, por Luisa Yamuza Carrión




Para Alberto la Navidad empieza aproximadamente el 15 de septiembre o, a más tardar, a partir del 2 o el 3 de noviembre, justo cuando pasan los días "de los santos". En cuanto se acaban las vacaciones de verano y vuelve al colegio, él siente que la Navidad se acerca. Pero si  pregunta a sus padres le  contestan que falta mucho todavía. Aún así, Alberto insiste porque sabe que para los mayores el tiempo va a un ritmo diferente al de los niños.

El chaval, rubio y delgadillo,  ha cumplido 9 años en pleno verano. Es el benjamín de la familia y aunque él se ve mayor, sus padres lo tratan como si fuera aún más pequeño. Se equivocan. Alberto es un gran observador, percibe cualquier cosa que sucede a su alrededor, se expresa con precisión y tiene buena memoria. Por eso recuerda perfectamente que su "seño" les dijo que al terminar el primer trimestre llegarían las vacaciones de Navidad. 

Así que este año, no ha cesado en sus intentos y ha logrado instalar su nacimiento doce días antes del puente de la Inmaculada. Sacó las cajas del armario de la cocina y en poco más de una hora lo tenía colocado en la vieja cómoda que en casa se usa a modo de entradita. Le ha quedado muy resultón, aunque en el huerto hacen falta más verduras. Así se lo ha trasmitido a su madre en varias ocasiones en los días siguientes. Ella no le ha prestado mucha atención, pero Alberto sabe que al final sucumbirá a sus peticiones. 

Como cada año, la familia de Alberto hace una visita a la ciudad para disfrutar de la decoración navideña dando un paseo por las calles más céntricas. La calle San Fernando, la avenida de la Constitución, la plaza Nueva y la de San Francisco, la calle Sierpes, la calle Tetuán, la Plaza del Salvador. ....Todas ellas lucen espléndidas con grandes bolas, estrellas o lámparas luminosas que deslumbran la mirada del chiquillo. A él le gustan mucho, pero su mayor interés está en los puestos de los belenes, donde podría pasarse el día entero contemplando figuras, animales de todo tipo y complementos variadísimos. Alberto se lo compraría todo. 

Durante un buen rato, han transitado de puesto en puesto comprobando las distintas clases de verduras que el niño anhelaba. Había tantas que no sabía cuales elegir. El frío de la tarde iba en aumento así que sin pensarlo más decidió comprar tres matas de tomates, dos hileras de zanahorias y una de lechugas. ¡Ahora sí que tendré un huerto bonito! pensó el muchacho ilusionado. Con la bolsita de sus tesoros en la mano fueron camino de la estación del metro de la Puerta de Jerez deseando llegar a casa y plantar su adquisición. En el andén había mucha gente y el grupo familiar se unió instintivamente. Alberto sentía cómo su madre apretaba su mano derecha mientras él sujetaba con la otra la bolsa. Su padre arropaba a ambos por detrás, a él le parecía  una gran muralla protectora y se sentía seguro. Sin embargo, cuando llegó el tren la marabunta de personas que salían del mismo chocó con los cientos de hombres, mujeres y  niños que, misteriosamente, se habían puesto de acuerdo para volver a casa. Y formando parte de aquel río desbocado, nuestro amigo, sin soltar la mano de su madre, entraba en el vagón asustado, pero aliviado por seguir junto a los suyos. Sin embargo, al instante se percató de que algo le faltaba en su otra mano.

Al parecer, en pleno barullo había soltado la bolsa sin darse cuenta. Antes siquiera de decir nada miró a través del cristal repleto de huellas y se le rompió el alma al observar debajo de un gran zapato negro las rojas letras bordeadas en negro de La casa del belenista. Era su bolsa, estaba seguro y ya no había remedio. Bueno, pensó Alberto, creo que tenemos plastilina en casa. Mi madre seguro que sabe hacer algunas de las verduras que he perdido. En unos segundos sus ojos brillaron de nuevo imaginando el gran número de hortalizas caseras que, gracias a la destreza de su madre, convertirían  su infantil plantación en el vergel que había soñado.

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