Ya no sentía rabia…solo desánimo,
soledad y vergüenza. Aquellos dirigentes habían conseguido apagarme la voz convirtiéndome en un muerto viviente, sin
voluntad y sin dominio de mi vida. Me habían despojado de todo lo que era mío y
además me habían convencido de que era lo que merecía. Mi nombre significaba un simple
número entre cinco millones iguales que yo, daba igual el orden que ocupase
entre ellos, como daba lo mismo que apretara mi mano una rosa o acariciase con
la otra una gaviota. Era tan ingenuo que ni siquiera sabía que tanto los dueños
de la rosa como los tenedores de la
gaviota, iban a por mí.
Me quitaron mi sustento,
mi casa y mi dignidad. Me vi en plena calle, cosa que nunca hubiese creído que
me pasaría, y tuve que agradecer la
acogida que me ofrecieron en el albergue hasta que encontrase algo
mejor. Al principio sentía vergüenza, pero luego ni eso, incluso me vi dando
gracias por las migajas que ellos, los
que dominaban, habían decidido otorgarme.
Una mañana, como tanas
otras, me levanté sin energía, tirando
de mi cuerpo como si de un pesado lastre se tratara, con la única esperanza de
contar un día menos de vida y así poder descansar en paz. Mientras esperaba el
café caliente, mis desconocidos compañeros del albergue pusieron la tele y algo
llamó mi atención: Un joven con más voz
que cuerpo hablaba. Contaba cosas
sencillas y yo las entendía, de hecho era todo lo que yo pensaba y nadie había
dicho jamás: Nos negamos a ser mercancía de políticos y banqueros, decía. No es
culpa nuestra lo que está ocurriendo, nosotros no nos hemos apropiado de nada,
no tenemos nada que devolver, que lo paguen los que se lo llevaron. Tenemos
derecho a un techo y a comer todos los días. Tenemos derecho al libre acceso a
los libros y a un lugar donde curar
nuestros males. Tenemos derecho a trabajar y a un sueldo que nos permita vivir.
Y lo más importante de todo es que esto… esto es posible. Todos juntos
¡Podemos!
Era increíble, alguien
afirmaba lo que otros se afanaban en negar. De pronto la esperanza fue
colándose en mi vida y un rayo de luz iluminaba el camino, un camino que
siempre había estado allí, pero que no interesaba ser descubierto. Mis músculos
se hacían fuertes por momentos. Pensé entonces que tenía fuerzas para ponerme
en pié, erguirme y caminar. Respiré, cogí tanto aire que me desbordaba el pecho, solté un poco y sonreí. De pronto el
sentido regresaba a mi vida y por primera vez en años, tenía esperanza y fui
feliz.
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