miércoles, 3 de diciembre de 2014

Se puede, por Carmen Gómez Barceló




Ya no sentía rabia…solo desánimo, soledad y vergüenza. Aquellos dirigentes habían conseguido apagarme la voz  convirtiéndome en un muerto viviente, sin voluntad y sin dominio de mi vida. Me habían despojado de todo lo que era mío y además me habían convencido de que era lo  que merecía. Mi nombre significaba un simple número entre cinco millones iguales que yo, daba igual el orden que ocupase entre ellos, como daba lo mismo que apretara mi mano una rosa o acariciase con la otra una gaviota. Era tan ingenuo que ni siquiera sabía que tanto los dueños de la rosa como  los tenedores de la gaviota, iban a por mí.

Me quitaron mi sustento, mi casa y mi dignidad. Me vi en plena calle, cosa que nunca hubiese creído que me pasaría, y  tuve que agradecer la acogida  que me ofrecieron  en el albergue hasta que encontrase algo mejor. Al principio sentía vergüenza, pero luego ni eso, incluso me vi dando gracias por las migajas que  ellos, los que dominaban, habían decidido otorgarme.

Una mañana, como tanas otras, me levanté  sin energía, tirando de mi cuerpo como si de un pesado lastre se tratara, con la única esperanza de contar un día menos de vida y así poder descansar en paz. Mientras esperaba el café caliente, mis desconocidos compañeros del albergue pusieron la tele y algo llamó mi atención: Un joven  con más voz que cuerpo  hablaba. Contaba cosas sencillas y yo las entendía, de hecho era todo lo que yo pensaba y nadie había dicho jamás: Nos negamos a ser mercancía de políticos y banqueros, decía. No es culpa nuestra lo que está ocurriendo, nosotros no nos hemos apropiado de nada, no tenemos nada que devolver, que lo paguen los que se lo llevaron. Tenemos derecho a un techo y a comer todos los días. Tenemos derecho al libre acceso a los libros  y a un lugar donde curar nuestros males. Tenemos derecho a trabajar y a un sueldo que nos permita vivir. Y lo más importante de todo es que esto… esto es posible. Todos juntos ¡Podemos! 

Era increíble, alguien afirmaba lo que otros se afanaban en negar. De pronto la esperanza fue colándose en mi vida y un rayo de luz iluminaba el camino, un camino que siempre había estado allí, pero que no interesaba ser descubierto. Mis músculos se hacían fuertes por momentos. Pensé entonces que tenía fuerzas para ponerme en pié, erguirme y caminar. Respiré, cogí tanto aire que me desbordaba  el pecho, solté un poco y sonreí. De pronto el sentido regresaba a mi vida y por primera vez en años, tenía esperanza y fui feliz.

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