viernes, 19 de diciembre de 2014

Ángeles en el Infierno, por José García




Era una mañana gris y fría de otoño. Benigna, una mujer pía de 69 años, vestida de negro y un ramo de blancas gardenias entre sus brazos, caminaba de forma pausada sobre una alfombra de hojas secas humedecidas por una neblina que le impedía ver más allá de cinco o seis metros de sí misma. Con un movimiento casi robótico, como si lo tuviese medido y no necesitara ni tan siquiera guiar sus pasos, giró a la derecha y encaró un pasillo empedrado que se abría paso entre un enorme ciprés y un mausoleo, presidido por una figura representando al Arcángel San Miguel, con armadura, espada y mirada perdida hacia lo más elevado. Avanzó en él unos veinte metros, parándose de igual forma ante una sepultura ornamentada y cuidada, en cuya lápida podía leerse: “Ángel o Angélica, una dimensión terrenal, que la inmortalidad superará con la espiritualidad de los ángeles.”

Sus ojos se humedecían mientras depositaba cuidadosamente las gardenias sobre la sepultura, todo en sí, acrecentaba el temperamento melancólico de Benigna. Era un ser cansado, esclavo de la desesperación y el arrepentimiento que le atormentaba la conciencia. Y como si de una letanía se tratara, inició su peculiar conversación en voz baja.

No sabes cómo he deseado poder recuperar el tiempo, enmendar mis decisiones, reparar el dolor que te causé. La angustia que siento no me deja vivir, las  noches se hacen eternas, el sentimiento de culpabilidad llena mi cabeza, hasta el punto que parece reventar, cuando en algún momento ya cansada he cerrado los ojos, he pedido miles de veces no despertar jamás y expiar mis culpas eternamente. 

Si hubiera sabido reaccionar aquel día que, ilusionado, traías de la escuela un dibujo para “mami y papi,” y en él te retratabas igual que mamá, yo confusa te dije, pero tú eres como papá, tenías solo cinco añitos, y contestaste decidido, “no mamá yo quiero ser como tú.”

Lo oculté y como creyente busqué respuesta en mi convicción religiosa, en la palabra de dios y acudí a la iglesia. Lo hice en confesión y aún recuerdo las palabras recias, en un tono casi enojado del confesor ante mis dudas, que él atribuyó a la falta de fe.

 “La iglesia respeta la naturaleza del ser humano como hombre o mujer, y pide que se respete este orden, hay que tener fe en el creador y en su palabra. Lo contrario es el desprecio a la obra de dios.”

“Nadie puede violar la integridad física de una persona, con la excusa de tratar un mal de origen psíquico o espiritual. Cualquier manipulación es una alteración de la integridad física de la persona. Y no es lícito ni moral sacrificar al todo, mutilándolo, modificándolo o extirpándole una parte.”

Quedé de tal manera afectada, que siempre busqué la respuesta que aliviara mi conciencia. Por eso busqué la opinión de Auxiliadora, psicóloga y amiga de la familia, le insistí si tu conducta podía ser un comportamiento pasajero, que con el tiempo pasaría. Ella me explicó que no era lo mismo tener un comportamiento sexual o sentir una identidad transexual, y me quedé con una frase que pronunció: “Evidentemente, dijo, cualquier comportamiento sexual en la infancia es posible y no es indicador definitivo de ninguna conducta futura.” Era lo que quería escuchar, para enfrentar a tu estado emocional, ignorar tu realidad cuando te dibujabas y escribías tu nombre en femenino o aprovechabas la soledad de tu cuarto para vestirte y observarte tal como te sentías. 

No quise ver como se acrecentaba en ti ese comportamiento. De haberlo hecho, de haber sido más sensible a tus sentimientos, no hubiera tenido lugar lo que ocurrió aquella noche. Hace ahora veintidós años, tú contabas entonces veinte. Como en otras ocasiones te arreglaste para salir, yo te lo recriminé como tanta otras veces.  Tú dijiste solamente ¡Mamá!

Cuando benigna la volvió a ver, estaba tumbada sobre la acera a la puerta de aquel club, parecía un juguete débil, una muñeca rota, cuyas emociones siempre estuvieron maniatadas y reprimidas. Se sintió terriblemente  desdichada, que perdía la vida y se estremeció de frio y de miedo a sus remordimientos.
Aquella noche, el fatal destino quiso que a la salida del club, Ricardo, un compañero de trabajo, de ideología ultra (nazi) le reconociera y dirigiéndose a sus acompañantes grito ¡eh mirad! ¡Pero si es Ángel! ¿O tenemos que llamarte Angelita? ¡Ja, Ja, Ja! Rieron todos. Sin mediar más la emprendieron a golpes, patadas, puñetazos, palos e insultos ¡Maricón de mierda! ¡Pervertido! Te vamos a partir la cabeza. Ciegos de odio homófobo, se emplearon con tal e inusitada violencia, que acabaron con su vida.

Benigna volvió a sucumbir en su intento de cerrar el ciclo, entró una vez más en pensamientos circulares, para terminar como siempre en una negra nube, hundida en su infierno anímico.

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