miércoles, 17 de diciembre de 2014

Entre fuego y granizo, por Matilde López de Garayo



Hubiera preferido no tener que recordar nunca más aquel episodio de hace más de veinte siete y por el  aún me siento culpable. Fue una de las pocas veces que he reaccionado con excesiva agresividad. Perdí totalmente la paciencia y me dominó la cólera. Las escenas suceden con toda nitidez por mi cabeza y aún me reconcome el sentimiento de culpabilidad. Mi ira recayó sobre un niño. Un chiquillo que sufría humillación por parte de su padre.

Puedo excusarme por lo joven que era o por mi inexperiencia  o por las circunstancias en que se desarrollaron los hechos, aunque no hay razones que justifiquen el maltrato de un niño.

Había cumplido los veintitrés años y era monitora scout, en concreto de Lobatos oscilando su edad de ocho a doce. Nos encontrábamos en la loma del Caballo, en un campo de cerezos.

Aquella mañana amaneció con el cielo totalmente despejado. Era mi día de descanso y mi novio había aprovechado para visitarme. Montamos una tienda de dos plazas alejada del campamento. Con tanto niño correteando por allí era la única manera de disfrutar de un poco de intimidad. Después de comer nos echamos la siesta sin darnos cuenta que el cielo se encapotaba, volviéndose cada vez más oscuro.

De golpe empezó a precipitarse algo encima de la tienda. Abrí la cremallera y me asomé al exterior. Unos granos de más de un centímetro caían del cielo con violencia e iban cubriendo rápidamente el suelo con un manto blanco. ¡Granizaba un 15 de julio!

Los niños empezaron a chillar: ¡Fuego! ¡Fuego! Salí rápidamente de la tienda con intención de averiguar que pasaba. Resbalé por primera vez al intentar levantarme. Los críos se habían metido en un refugio de cabras, con paredes bajas y el techo de madera. Encendieron una fogata y las llamas alcanzaron los palos del tejado y los prendieron. Asustados salieron todos corriendo,  dejando la cabaña a merced de la hoguera. Delante de mí, el fuego devoraba dos, tres árboles. La sequedad de los troncos y de las ramas y la brisa que se había levantado, ayudaban a que unas briznas imperceptibles saltasen de un cerezo a otro, arrasando los árboles a gran velocidad. El campamento era un caos, uniformes amarillo, azules y ocres, responsables y cocineros corríamos y nos deslizábamos sobre el suelo de granizo continuamente. Todos bajo un miedo colectivo,  pensando que íbamos a morir achicharrados. Con muchísimo esfuerzo conseguimos organizar una cadena desde el riachuelo hasta el fuego, utilizando cualquier recipiente que sirvieras para llenarlo.

Algunos monitores y pioneros subieron a un pequeño montículo cargados con la primera tanda de peroles para vaciarlos desde allí. Pero nos costaba llegar a ellos, en el terraplén rodábamos una y otra vez y las cacerolas, ollas y cubos se caían con nosotros desparramándose el agua. Una de las veces en que me encontraba en el suelo un compañero me gritó:

-¡Concha ve a calmar a los lobatos, están histéricos!! ¡Llévatelos lejos! - Me resbalé un par de veces antes de que me pudiera levantar. Sentía las rodillas doloridas de frenas las caídas con ellas. Conseguí reunir a los chavales en un pequeño descampado. Caras aterradas y cuerpos tiritando de miedo o de frío, ropa  manchadas de barro y empapados ¡Era una imagen patética!
Intenté distraerlos cantando, aunque la voz no me salía del cuerpo.

A Eva, no podía ser otra, le dio un ataque de histeria. La abracé y empecé a quitarle hierro, fingiendo que me reía y diciéndole que pronto todo aquello sería sólo u  mal recuerdo.
Su hermano, Mario, una de esas personas con mirada siniestra y digo siniestra porque siempre vigilaba mis actos me zarandeó y comenzó a chillarme: ¡Eres tonta!   Tú perdiendo el tiempo y Álvaro jugándose la vida por nosotros. Eres... Eres ¡Una estúpida! - Y me dio una patada, mientras me señalaba la pequeña colina donde tres jóvenes se enfrentaban a las llamaradas con las cacerolas medio vacías. Me quedé paralizada la distinguir quienes eran. Todo sucedió tan rápido. Como si el fuego hubiera extendido dentro de mi cabeza. Me giré con rabia hacia él y le agarré con tanta fuerza de la camisa que sus pies no rozaban el suelo. Pensé en estrellarlo contra un árbol. Lo bajé mientras que le inmovilizaba la cabeza obligándole a mirar a los tres que se estaban jugando la vida. Tal era mi agresividad que los lobatos se quedaron mudos.

-¿Dónde  está tu querido jefe de campamento, Mario? - Le chillé con furia -¿Al lado del fuego? ¡Idiota! -Y le zarandeaba -No está... Está el tercero de la cola -Respondió asustado – Y ¿Sabes quién es el segundo? ¡Subnormal! - Le volvía a preguntar e insultar - ¡No! -Decía con un hilo de voz- ¡Míralo bien! So desgraciado¡ Míralo bien! ¡Mi novio! Es mi novio ¿Y el que está más cerca del fuego? ¡Imbécil!- ¡No! ¡No! -Repetía llorando -¡No! ¡No lo sé! -Notaba que estaba tiritando, pero no me importaba -Mi hermano pequeño ¿Te enteras? Mi hermano pequeño Y  ¡Tú! ? Encima que estoy intentando calmar a la histérica de tu hermana. ¿Sabes?....¡Eres un desgraciado! ¡Un amargado a tus diez años! ¡Me das lástima! No eres más que un viejo prematuro...

Y allí en el momento más inoportuno le chillé, le insulté y le dije todo lo que me había estado callando en los campamentos anteriores. Por el acoso que había sentido todas las veces que me tuve que levantar de madrugada por las rabietas de su hermana y él allí esperándome y cuestionando toda lo que hacía. O cuando lo descubría detrás de algún árbol o muro espiando las actividades que compartíamos con los pioneros, los más mayores. Me resarcí del mocoso en aquel instante por el hostigamiento que había sufrido durante meses.

 Las primeras gotas me hicieron reaccionar. Tome conciencia de dónde nos encontrábamos, de quién era yo y de quién era él. Respiré hondo a la vez que notaba la lluvia en mi cara. Los chicos habían desaparecido. Solo nos quedamos los dos. Nos sentamos abatidos y derrotados en una roca. Le cogí la mano. Una mano deformada por una quemadura que sufrió cuando era pequeño y metió la mano en un brasero. Se la acaricié a la vez que recordaba lo que me habían contado mis compañeros. De cómo su padre se mofaba de él y sólo tenía ojos para su hermana, la perfecta.

A mi edad y con mi falta de experiencia no tenía ni idea de cómo se trataba una situación así. Y lo único que se me ocurrió fue decirle -¡Perdóname, Mario! – Me quedé callada y él me sorprendió contestándome – ¡Y tú a mí, Concha! – Le eché el brazo por encima de sus hombros e incliné mi cabeza sobre la suya  mientras nos empapábamos. Él no se desprendió del apretón sino que sus cortos brazos rodearon lo que pudieron de mi cintura.

Tres años después de aquel fuego que tubo en jaque a la Guardia Civil de Sierra Nevada, me despedí del grupo. Mis compromisos de estudios y trabajo me obligaba a cerrar esa puerta en mi vida. Mario y yo nos mantuvimos a distancia durante ese tiempo. Yo  le evitaba por vergüenza o remordimientos. Él, no supe por qué.

Todos uniformados se fueron despidiendo. De refilón yo me percataba del que muchacho adrede se iba quedando el último. Al final no tuvo más remedio que acercarse. Noté una sombra de bigote y unos granitos en la piel, se estaba haciendo un hombre. Me tendió la mano. Su mano quemada. Ya no la ocultaba. Yo le di un fuerte abrazo  y él aprovechó para decirme:

-Ya que no te  vas a poner más la pañoleta. ¿Por qué no me la regalas?

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