miércoles, 10 de diciembre de 2014

Confesión, por Sonia Quiveu



-¿No vas a comer nada?

Iván abrió los ojos, espantado. Levantó rápidamente la mirada del café y la fijó horrorizado en el niño que tenía delante. Esta vez no había heridas en su rostro, ni ojeras. Sólo un pelo revuelto y sucio que apuntaba a todas direcciones. Lo ignoró y regresó su atención al café, esperando que desapareciera. Volvió a mirar de reojo y comprobó aliviado que se había ido. Las lágrimas regresaron a sus ojos y se tocó el pecho, deseando quitarse la quemazón que se le formaba en esa zona cada vez que escuchaba su voz. Los mensajes del móvil empezaron a sonar con los saludos de los grupos del wassup. No fallaban, coincidían todos a la misma hora, la adecuada para salir de la casa e ir al trabajo. Se montó en el coche y puso el contacto, metió la marcha y aceleró.

-¿A dónde vamos hoy?
Iván lloriqueó, ¿No se iba a acabar? ¿Le estaría martirizando siempre con las preguntas?
-¿Vamos al colegio?
-Dios….- Se tapó los ojos con las manos y barrió el sudor frío de la cara. No podría soportarlo por más tiempo. Día tras día, se acostaba rezando para que acabase, y cada mañana aparecía de nuevo. Inocente, tan pequeño como habían sido, como si la vida continuase estancada en esa edad.

-¿Iván?

Esto tenía que acabar, había callado demasiado tiempo, tanto como lo había estado ignorando a él. Levantó la mirada y lo miró a través del espejo. Su estatura apenas lo hacía visible en el asiento trasero. Esta vez su ropa estaba mojada.

-No…
El niño frunció el ceño
-¿Vamos a mi casa?

Iván se secó la humedad de las mejillas y tragó la bola que se le formó en la garganta. Negó la cabeza e intentó sonreír.

-Vamos a un sitio nuevo.

El rostro del niño se ensombreció, las ojeras se pusieron verdes y las venas azules se marcaron en todo su cuerpo, dando conciencia de la realidad.

-¿Y qué vamos a hacer en ese sitio?

Iván se volvió a acariciar el pecho, el dolor regresaba, una presión que apenas lo dejaba respirar, ni pensar otra cosa que en los días pasados en los que él y su amigo jugaban junto al río. Los adultos les tenían prohibido jugar allí, pero ellos nunca obedecieron, se acercaban cada tarde, inconscientes del peligro que suponía ser arrastrados por la corriente. Su amigó cayó al agua la última vez que estuvieron bañándose. La fuerza de lo arrastró brutalmente, tragándoselo, y él no fue capaz de contar la verdad por miedo a ser castigado. Esperó a estar seco, se vistió y regresó a casa de sus abuelos donde lo recogerían sus padres. La finca era tan grande que nadie sospechó que mintió cuando dijo que había pasado la tarde observando a los terneros.
 
-Vamos a hacer que te encuentren.

El niño sonrió por primera vez y asintió.

-Gracias Iván…

Su imagen se desvaneció, dejando como último recuerdo la sonrisa y las mejillas sonrosadas de su mejor amigo. Iván sabía que una vez cumplida su palabra, no volvería a verlo más.

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