Una
gota de sangre era el troyano. Allí, en el rojo elemento se encontraba Evolón el sitiador, oculto, silencioso,
esperando la hora de actuar. Se permitía no tener prisa ya que aún le quedaban unas horas en las que
era lo suficientemente fuerte como para llevar a cabo su mortal misión. En un fatal descuido
la gota de sangre aparentemente inocua fue a estamparse en la piel de Clara, una joven médico que había decidido,
no se sabe si por altruismo o inconsciencia, dedicar el primer verano de su
carrera a cuidar enfermos en las lejanas tierras Africanas de Sierra Leona.
Evolón, el ocupante del líquido carmesí, descendió así al
campo de batalla. Una vez allí, comenzó a utilizar sus poderes multiplicándose por miles de millones iguales
a él, cada uno de ellos con las órdenes bien aprendidas: en primer lugar aislar
a los mensajeros del cuerpo sitiado, sin alarma no habría
contraataque y en segundo lugar aniquilar todo lo que encontrase a su paso cual
corcel de Atila el Huno.
La desolación
iba ganando terreno en el joven organismo de Clara tornándosele en nácar el
rosado de sus mejillas.
Evolón el mortífero era insaciable y en su afán
exterminador no tenía suficiente con colonizar el territorio invadido, su
finalidad era su destrucción total. El avance vertiginoso, sin resistencia,
alcanzaba más y más objetivos, pero no
era bastante, por lo que en un último ataque, Evolón desplegó toda su artillería bombardeando sin
piedad cada resquicio del cuerpo de Clara que fuese capaz de contener sangre
provocando una riada sin fin. La avenida roja, imparable, buscaba salida por
cualquier túnel que encontrase a su paso para escapar de aquel infierno. Clara,
impotente ante su salvaje asesino fue dándose por vencida, entonces el matador culminó
su faena de la forma que acostumbraba, escapándose entre las últimas gotas de
sangre, a través de los ojos de la muchacha, convirtiéndolas otra vez en
potentes Caballos de Troya.
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