martes, 9 de diciembre de 2014

El sitiador, por Carmen Gómez Barceló



Una gota de sangre era el troyano. Allí, en el rojo elemento se encontraba  Evolón el sitiador, oculto, silencioso, esperando la hora de actuar. Se permitía no tener prisa  ya que aún le quedaban unas horas en las que era lo suficientemente fuerte como para llevar  a cabo su mortal misión. En un fatal descuido la gota de sangre aparentemente inocua fue a estamparse en la piel  de Clara, una joven médico que había decidido, no se sabe si por altruismo o inconsciencia, dedicar el primer verano de su carrera a cuidar enfermos en las lejanas tierras Africanas de  Sierra Leona.

Evolón, el  ocupante del  líquido carmesí, descendió  así  al campo de batalla. Una vez allí, comenzó a utilizar sus poderes  multiplicándose por miles de millones iguales a él, cada uno de ellos con las órdenes bien aprendidas: en primer lugar aislar a los mensajeros  del  cuerpo sitiado, sin alarma no habría contraataque y en segundo lugar aniquilar todo lo que encontrase a su paso cual corcel de Atila el Huno.
 La desolación iba ganando terreno en el joven organismo de Clara tornándosele en nácar el rosado de sus mejillas.

Evolón el mortífero era insaciable y en su afán exterminador no tenía suficiente con colonizar el territorio invadido, su finalidad era su destrucción total. El avance vertiginoso, sin resistencia, alcanzaba más y más objetivos, pero  no era bastante, por lo que en un último ataque, Evolón  desplegó toda su artillería bombardeando sin piedad cada resquicio del cuerpo de Clara que fuese capaz de contener sangre provocando una riada sin fin. La avenida roja, imparable, buscaba salida por cualquier túnel que encontrase a su paso para escapar de aquel infierno. Clara, impotente ante su salvaje asesino fue dándose por vencida, entonces el matador culminó su faena de la forma que acostumbraba, escapándose entre las últimas gotas de sangre, a través de los ojos de la muchacha, convirtiéndolas otra vez en potentes Caballos de Troya.    

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