miércoles, 3 de diciembre de 2014

Ángel, por Sonia Quiveu



Cintia vino a casa a eso de las ocho, como cada mañana. Hizo su trabajo, recogiendo y limpiando todo, y me dejó la comida preparada. No suele ser muy habladora, pero últimamente se estaba abriendo un poco más. Parecía estar un poco más dispuesta a quedarse un rato para charlar.
 
La invité a quedarse a comer, y sorprendentemente había aceptado. Contando que soy un militar retirado, que bien podría ser su padre, fue toda una sorpresa para mí que accediese a quedarse y hacerme compañía un poco más.

Me agradó ver su rostro sonriente por primera vez, sus hombros relajados mientras cortaba el filete y lo mojaba en la salsa a la vez que me contaba lo que había pasado en la cola del supermercado. Cuando terminamos de comer ella se ofreció a hacer café y yo me puse a buscar fotos de unas de las misiones que hice con mi batallón.
 
Su móvil sonó cuando se disponía a entrar en la cocina. Ella miró la pantalla y su rostro palideció. Pobre niña, le tembló la mano con la que sujetaba el teléfono. Me preocupó ver ese acto de miedo, me hizo recordar aquellas caras asustadas de las pobres víctimas que recuperábamos con vida en aquellas misiones.

Dejé la caja de fotos en el estante y me acerqué a ella.

-¿Ocurre algo, dulce?- Siempre la llamaba así, y ella en lugar de reprenderme por la palabra como solía hacer, la obvió esta vez, más bien no reparó en ella.
-No… no es importante, p-pero es… mejor que vuelv-vuelva a casa.

Acto seguido cogió sus cosas y se marchó corriendo.

Di varias vueltas por el salón, no podía dejar de pensar en ello. En el temblor de sus manos, el tartamudeo en sus palabras, y la palidez extrema que había vuelto sus labios azules. Pasaba algo, estaba en peligro, debería de ir a ver si estaba bien. No tenía su dirección, no sabía donde vivía, ella nunca había dicho cuál era. Nunca quiso un contrato legal ni una nómina. Se lo había ofrecido, pero ella prefería el sueldo en efectivo y en dinero negro, que no estuviera registrada en la seguridad social. Siempre me había parecido que quería esconderse, pero no se veía una persona que huyese de la ley, más bien huía de alguien, y esa llamada corroboraba sus sospechas.

Cogí las llaves y fui en coche hasta la parada del autobús, ella cogía esa línea todos los días. Allí estaba, de pie, mirando en la dirección por donde tenía que venir el transporte. Me mantuve a distancia y esperé, observándola. Sujetaba el bolso con demasiada presión, y movía las piernas con ritmo impaciente. Cogí los prismáticos de la guantera. Era de locos tener unos prismáticos guardados en el coche. Y una pistola. Pero cada cierto tiempo necesitaba irme en medio de la nada y disparar a algo vivo, aves, conejos, lo que fuera para calmar esa sed violenta de matar que me había creado el ejército.

El autobús llegó y ella se pasó los ojos por las manos antes de coger la cartera. La vi sentarse por las ventanas del vehículo y taparse las manos con la cara. Seguí al bus de cerca y me enfureció ver que ella miraba a todas partes, fijándose en las caras que tenía alrededor con el ceño fruncido y tocándose la boca con dedos temblorosos. 

-¡Maldita sea!- No me había equivocado, huía de alguien.

Iba conduciendo justo detrás de ella. No me preocupaba que me descubriera, Cintia nunca había visto mi coche. Le tenía prohibido entrar en el garaje para que no viera el arsenal de armas que poseía, los uniformes y algunos informes de mi pasado que no quería que nadie supiera.

El autobús había recorrido media ciudad cuando ella se bajó. En un barrio de obreros donde la gente solía detenerse a hablar con los vecinos. Pobre muchacha, se escondía de alguien, se había separado de sus seres queridos para huir de ese alguien, echaba de menos a esas personas y sustituía esa añoranza por el roce verbal de un barrio de vecinos cotillas.
 
Aparqué el coche al otro lado de la cera, frente al portal por el que ella había entrado. Calculé el tiempo que tardaría en subir al primer piso, no hubo movimiento en la casa. El segundo, tampoco. El tercero y último. Unas cortinas se corrieron, las otras permanecieron abiertas. Pasó el tiempo y todo parecía normal, pero algo no estaba bien, mi instinto me decía que no me fuera todavía.
 
Pasaron los minutos… media hora… una… hora y media… Nada, y sin embargo mis entrañas me decían que siguiera vigilando. Ella había estado demasiado asustada para que no fuera nada. Una ventana se abrió en el piso de Cintia y un hombre se asomó y encendió un cigarro.
 
Cogí los prismáticos para ver más de cerca, el tipo sonreía, sujetaba el cigarro con una mano con nudillos ensangrentados, la camisa interior estaba rota y manchada de sangre, y el cabrón aún tenía sudor en el cuerpo del esfuerzo de poder sobre Cintia. Algo se apoderó de mí, una mezcla de odio y anticipación. Era como si la rabia por darle su merecido se combinase con el nerviosismo de montar en una atracción esperada por mucho tiempo.
 
Cogí el arma y fui hasta el bloque de pisos de Cintia. Subí al tercero y destrocé la cerradura de un disparo. El agresor se giró sin entender qué sucedía, eso me encantó. Guardé el arma en el bolsillo de mi  cazadora y caminé hasta él, despacio, disfrutando de su confusión.

-¿Quién eres tú?

Le noqueé la nariz con un golpe seco, se la hundí en la cabeza de modo que la sangre se le atorara en la boca y no lo dejara hablar, lo giré antes de que pudiese reaccionar, y reí en su oído.

-Alguien que desearías que no estuviese aquí en este momento.

Estampé su cabeza contra la pared, lo abofeteé cuando vi que perdía el equilibrio, no quería que perdiese el conocimiento. Lo saqué a tirones del salón y busqué por la casa, encontré a Cintia tirada en el suelo del baño, medio inconsciente. En el lavabo había restos de sangre, el espejo estaba roto y contenía mechones de su pelo. Su frente estaba abierta, y ella intentaba mantenerse despierta, sin ver realmente qué sucedía a su alrededor.

-Angel…
Escuché, en un susurro que salía de sus labios amoratados. 

-¡Eh! Mira hacia delante.

El tío lloriqueó cuando le agarré del pelo, se atragantó con su propia sangre y miró hacia el espejo, le estampé la cara contra los cristales rotos. Gritó y pidió que parase.

-Mira al lavabo
-No… ¡No!

Lo estampé contra el lavabo y lo dejé caer al suelo. Su cuerpo empezó a convulsionar, hacía gorgoritos con la sangre que se acumulaba en su garganta, puse un pie en su pecho y lo mantuve allí cuando intentó incorporarse. Y esperé hasta que dejó de moverse, hasta que su mirada se perdió en el techo. Ya no haría daño a Cintia nunca más. Ella podría recuperar esa vida que había estado añorando.

-Angel… me has escuchado

Angel... Ella creía que era un ángel. Le acarició la cabeza y le sonrió antes de irse. En la calle paró a una adolescente y le pidió prestado el móvil. Llamó a la policía, describió lo que había sucedido y le entregó el móvil a la chica antes de montarse en el coche.

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