viernes, 30 de noviembre de 2012

La mirada de Sitael, por Matilde López de Garayo.


Por aquel entonces yo compaginaba mis estudios de Bellas Artes con el trabajo de cocinera en el pequeño restaurante de mis padres, ubicado a las afueras de la ciudad. En la planta de arriba se encontraba mi apartamento.  Me tenía que desplazar  treinta kilómetros para poder ir a clase, y aunque a veces acababa totalmente agotada, merecía la pena.

Hubo aquel invierno dos acontecimientos importantes para mí: Fue una de las estaciones más lluviosas de los últimos veinte años, y conocí a Sitael.

La personalidad distante y a la vez cálida de nuestro nuevo modelo, era comentada por mis compañeros, que al igual que yo nos sentíamos subyugados por la armonía de sus rasgos, por el dominio de sí mismo, por la fuerza vital que emanaba y por la sensación de que podía ver las imágenes de nuestras más secretas  agitaciones.  Todo eso lo percibíamos sin haber  hablado nunca con él, porque cuando entrábamos en el estudio, ya estaba sentado en el taburete, y permanecía en él hasta que nos habíamos marchado.

Después de haber pasado tanto tiempo, aún si cierro los ojos, y rememoro aquella época,  soy capaz de seguir esbozando sus rasgos en un papel, o en un lienzo. Reproducir sus facciones en carboncillo, o lápiz. Colorear sus sombras con óleo, acrílico o acuarelas.

No me hace falta sacar del armario del desván mis primeros bocetos. Ni limpiar el polvo que envidioso se hubiera adherido al dibujo como una rectificación de última hora. No me hace falta, para acordarme del rostro de Sitael. Pero no hago el intento de coger el lápiz, sé que no volvería a conseguir dibujar aquella expresión que me rebeló quien era.

A lo largo de mi vida profesional he hecho cientos de retratos de hombres, de mujeres  y niños, pero la impresión que me dejó su mirada no ha sido superada por nadie.

Se gravó como la huella que dejan los acontecimientos significativos en el lienzo de una vida: como el primer viaje con los amigos, el primer beso, el primer amante, la ausencia de los seres queridos, el primer signo de vida en tu vientre... Pinceladas de nuestra existencia, tatuajes del alma.

En mi obstinada dedicación por realizar un trabajo perfecto, influyó –no me cabe la menor duda- la obsesión que poco a poco fue apoderándose de mí. Obsesión por querer plasmar en el dibujo aquella expresión de calma completa, espejo de la tranquilidad de sus sentimientos, muestra de su vida interior, de su potencial irradiante.

Quizás fue esa personalidad magnética, el halo de misterio que le envolvía, la languidez con que dejaba descansar sus manos en las rodillas. Manos que disimuladamente yo observaba cuando creía que nadie me miraba, estilizadas y delgadas, con dedos largos, uñas bien recortadas, ninguna mancha que indicara enfermedades en la hoja de ellas, el pliegue de la piel a los dedos, o  la región entre el extremo de la piel sobre la superficie superior de la uña y la porción próxima a ella, perfectamente delimitados, sin piel despegada ni excesiva. Lúnula blanca y amplia. Las venas resaltadas por debajo de una piel pálida, sin vello y suave. Eran unas manos que no pasaban desapercibidas fácilmente, no hacía falta que  tuvieras espíritu artístico.
Comenzaba el encaje, primero el óvalo de la cara, después las líneas imaginarias que me permitirían esbozar sus orejas, su nariz, sus labios, sus ojos y su cabello. Una vez encajado  con grandes trazos, comenzaba a perfilar más detenidamente sus facciones. Conjugaba carboncillos de distinto grosos y dureza o lápices según de que boceto se tratara, y así a base de combinar distintas intensidades y el uso de la goma para producir brillo, conseguía que poco a poco esas primeras líneas dieran vida a un rostro.

 Pero no, no me convencía y repetía una y otra vez el boceto, sin alcanzar a  reproducir todo lo que me transmitía su mirada.

Cuando los profesores me daban el visto bueno, yo les rebatía su decisión diciéndoles que no, que mi retrato sólo representaba los rasgos físicos y no los emocionales, los psicológicos, o internos, que había algo más que no acababa de captar. Se daban por vencidos, y me dejaban ante el caballete, delante  de un retrato casi prefecto, de un rostro casi perfecto.

Una noche salí antes de clase, las lluvias torrenciales amenazaban el desbordamiento del arroyo que tenía  que atravesar para ir a mi casa. El agua me impedía ver con claridad, y me tuve que salir del empedrado que hacía de  puente. Mi 4x4 no pudo aguantar la fuerza del torrente. Me vi arrastrada hasta que se detuvo cerca de la orilla. Atrapada en el coche y el agua que llegaba a la altura de media puerta creí que había llegado mi hora. Puedo asegurar que yo no salí por mis propios medios de allí, por mucho que me dijeran que me habían encontrado sola. Recuerdo con toda nitidez unos brazos que me sacaban del coche.

La sangre de mi cara  me impedía ver a la persona que me estaba ayudando. Una vez fuera, echada en el suelo y apoyada la cabeza en sus rodillas, comenzó a limpiarme la cara, reaccioné impulsivamente agarrándole una mano  y a pesar de que tenia los ojos manchados sangre, barro y agua, pude reconocer esos dedos largos, esas manos casi marmóleas a pesar de la tibieza de su roce. Era  Sitael.

Desorientada levanté un poco la cabeza y comprobé que sus ojos me observaban fijamente. A pesar del mareo que estaba sintiendo, noté que aquella mirada me traspasaba. Sus ojos me llevaron a épocas remotas, al principio de los tiempos, a su existencia de equilibrada  soledad, a la misión encomendada por no sé quien, “la custodia y ayuda al ser humano”.

Me sumergí en su mirada, y percibí momentos de mi más tierna infancia, de mi adolescencia, de mi juventud. Aunque su presencia hasta ese momento, nunca  la había percibido, él había estado siempre a mi lado. De no ser por su intervención en algunos momentos de mi vida,  hoy  posiblemente no podría  estar contado esta historia.

Me desmayé, el último sonido que recuerdo antes de recobrar el conocimiento fueron las sirenas de la ambulancia.

Después del accidente Sitael no volvió por clase. Un mes más tarde, en el silencio de mi estudio, conseguí por fin dibujar  la mirada de un ángel.

Hay un cuadro en el salón de exposiciones de la Escuela de Bellas Artes de mi ciudad natal. Es una composición de varios bocetos que representan a un varón de unos veinticinco años.

En el catálogo de la exposición  se puede leer:

"Cara ovalada, sin arrugas, pelo hasta los hombros, negro, ondulado y suelto. Pegadas a la cabeza, las orejas nacen a la altura de los ojos y terminan en la base de la nariz. Cuello largo, nariz  recta. Boca de labios finos y cerrados. Parece un retrato teórico,  todos los rasgos son perfectamente proporcionados, dando una sensación de equilibrio natural. El cuadro representa el rostro de un hombre bello, en varias posiciones, frontal de perfil, escorzo... Sin embargo los ojos parecen difuminados en todos menos en el central. La cabeza un poco bajada, mirada  al frente,  y con los ojos bien abiertos, el iris parece prisionero por las pestañas, que espesas y negras le rodean.

En una primera impresión su mirada es dulce, franca, abierta. Y el brillo de sus pupilas transmite honestidad e  inocencia. 

Pero hay algo más, si se fija con detenimiento en su rostro, los ojos muestra lo que con palabras nadie puede imaginar, se percibe  un influjo  de vitalidad, la calma como reflejo de la tranquilidad de sus sentimientos, de la nobleza de su corazón, apacible siempre, seguro de sí mismo"

En la parte baja del cuadro, a la derecha en una pequeña placa reza lo siguiente: “Mirada del ángel Sitael” – Curso 1984-1985 – Por Nuria Vela Luque

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