lunes, 28 de octubre de 2013

Como una familia cualquiera, por Sonia Quiveu.


Todo comenzó un domingo de otoño cuando me desperté y vi el otro lado de cama vacío. Me levanté y busqué a mi pareja, estaba en el garaje, junto a nuestros coches y una serie de cochecitos miniaturizados que correteaban a su alrededor, quemando ruedas como si estuvieran en un rally.

-          ¿Dónde has comprado eso? – Le pregunté emocionado al ver aquellas cositas moviéndose a toda velocidad.

Al principio me reí de la cara de mi pareja, parecía estupefacta con los cochecitos, pero rápidamente me di cuenta de que no había mando ni nada que dijera que los “micromachines” eran teledirigidos. Entonces mi sonrisa pasó a un frunce de ceño mientras me fijaba en nuestros coches… estaban un poco sucios, cosa extraña en el de mi novia porque era nuevo y lo habíamos traído el día anterior, era la primera noche que pasaba en casa.

-          No… - Levanté la mano intentando encontrar una explicación lógica a lo que estaba deduciendo, pero era imposible encontrarla.

-          Yo he pensado lo mismo, ¿qué otra cosa puede ser? – Me respondió ella, dando por lógica la conclusión.
Me encogí de hombros, no supe qué responder. Por suerte mi novia, que es una persona muy resolutiva, se puso manos a la obra y se fue a la farmacia a buscar cosas para los “bebés” mientras yo me quedaba cuidando de los cochecitos.

Eran unos torbellinos, algunos habían incluso desgastado las ruedas y le colgaban los hilitos de goma por los bordes. Había dos de ellos que animaban a que los otros corrieran abriendo y cerrando el capó y las puertas, se me escapó un “ohhh” al verlos emocionados cómo seguían la carrera de sus hermanos. Uno de los que participaban iba el primero con ventaja.

Por curiosidad cogí a uno de ellos para mirarle el motor, creo que no le hizo mucha gracia que lo sacara de la competición, porque empezó a pitar y rodar las ruedas como loco cuando lo puse boca arriba, como si me estuviese metiendo prisa para que lo soltara.

Alucinado examiné su carrocería, se parecía tanto a mi coche que no pude dudar que era el padre de este enano. Una sensación de orgullo me inundó ¡Qué muchachote! Un día a solas con el coche de mi novia y ya tenía unas réplicas diminutas de ellos dos.

Mi pareja llegó cargada de todo; chupetes, gasas, y hasta traía anticongelante, aceite y una lata llena de gasolina con unas jeringuillas para surtirlos en sus pequeñitos depósitos. Supuse que tendrían que comer. – Dijo ella cuando me plantó las latas ante los pies, alimentarlos iba a ser cosa mía. Aunque no comprendí lo de los chupetes hasta que se los colocó en el capó y se quedaron quietos y entretenidos con el chupeteo, y empezaron a manchar los retalitos de gasas de aceite sucio.

Con el tiempo los coches pasaron a tener el tamaño de los teledirigidos.

Los padres de los niños nos miraban descolocados cuando íbamos de paseo hacia las pistas de minicars con una hilera de coches pequeños siguiéndonos y sujetos con correas para que no se escapasen, pero se descuadraban más cuando empezábamos a animarlos mientras se desfogaban dando vueltas enloquecidos por las pistas.

Seguimos cuidando de ellos en esta vida surrealista que nos ha tocado en la que intentamos adaptarnos con la mayor normalidad, con la excepción de que nuestras crías no son niños, sino unos pequeños vehículos que van creciendo poco a poco hasta que sean adultos.

Ahora están en la adolescencia y hemos decidido no sacarlos durante un tiempo, no es plan que la familia aumente. Ya no damos a basto en seguros, impuestos y revisiones, como para arriesgarnos que en una salida nos vengan chocados, o peor aún, nos traigan a casa otros coches.


Aún nos estamos planteando qué vamos a hacer cuando sean adultos, qué profesión les vamos a buscar, si la de taxi, coche de policía, de vigilancia… dos de ellos sabemos que son coches de carrera, lo llevan en los manguitos. Los iremos observando y dependiendo de la personalidad de cada uno, así decidiremos su futuro.

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