La sala de incineración del cementerio estaba
absolutamente llena. Isabel, en la primera fila de asientos, rodeada de sus
cuatro hijos, apoyaba la cabeza sobre Pedro; el mayor de ellos. Sentía sus
brazos rodeándole los hombros. Estaba abrumada por los acontecimientos de los
dos últimos días, se sentía como borracha, sin el control de sus sentidos.
Claro que también contribuía a ese estado como de embriaguez el Diazepam que le
venían administrando cada seis horas desde el jueves a las cuatro de la tarde.
Cuando encontraron a Pedro desangrado en la puerta de su casa.
Todos los allí presentes desfilaron ante ella y sus hijos para darles el pésame
por la terrible pérdida sufrida. Besos, abrazos y lágrimas, propios y extraños,
que contribuían aún más a acrecentar esa sensibilidad como de no estar allí.
Tenían costumbres Pedro y ella que eran ya rutinas afianzadas en su largo y
tranquilo convivir, matrimonio de más de cuarenta años. En la casa de la playa,
levantada palmo a palmo por este hombre que es un manitas, de tan
perfeccionista rayando en la manía, acicalada con unas perras que vinieron
cuando lo obligaron a prejubilarse: estas ventanas, el un aire acondicionado,
otra habitación para los nietos... La rutina era parte del descanso: Pedro se
levanta temprano, va a por el pan y juntos desayunan. Mientras da su paseo
matutino su mujer va preparando el almuerzo. A él no le gusta mucho la playa,
sin embargo Isabel esta todo el año tostada. Así que ella se baja a media
mañana y cuando Pedro termina de sus habituales obras de bricolaje, más
pronto o más tarde según la envergadura, va a buscarla. Se paran a tomar un
aperitivo en "Casa el Tique" y si está alguno de sus hijos los
esperan por aquí, ellos van a su ritmo. Por eso el jueves Isabel se extrañó de
que fueran más de las dos y Pedro no andaba por allí aun.
Es extraña esta sensación de frio, pensaba Pedro. "No quiero
pensar que esto sea así. No puede ser. ¡Pero parece que va a ser... Dios mío!
Si me escuchas, ayúdame, nadie más me escucha, no tengo voz. No me puedo mover.
Y me estoy helando..."
"Bajaré a comprar las escuadras para el estante del
baño. Me acerco a la ferretería y después me paso a por esta mujer, que
como me pare a ponerlas, y mira que sería un momento, se enfadara porque
tardo".
En el descansillo que hay entre los dos tramos de escaleras hay una burda pero
según Isabel muy decorativa imitación de un alto jarrón chino. Pedro con la
cabeza puesta en las escuadras que debe escoger sufre un desliz. El último
desliz. Un traspiés que le hace caer de bruces sobre el dichoso jarrón. Se hizo
añicos. Veras Isabel, pensó, subiré a pie la escoba. No se apercibió del
reguero de sangre que iba dejando al subir las escaleras hasta que al intentar
meter la llave en la cerradura todo se volvió borroso. Y entonces sintió un escozor
bajo el brazo izquierdo, se llevó la mano a la zona que notaba cada vez
más fría y extrajo un trozo de porcelana incrustado en su carne. Aún más rápido
que sus rezos se le escapó la vida por aquella sección de la aorta.
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