miércoles, 30 de octubre de 2013

El Desliz, por Ana Cruz Carrillo.


La sala de incineración del cementerio estaba absolutamente llena. Isabel, en la primera fila de asientos, rodeada de sus cuatro hijos, apoyaba la cabeza sobre Pedro; el mayor de ellos. Sentía sus brazos rodeándole los hombros. Estaba abrumada por los acontecimientos de los dos últimos días, se sentía como borracha, sin el control de sus sentidos. Claro que también contribuía a ese estado como de embriaguez el Diazepam que le venían administrando cada seis horas desde el jueves a las cuatro de la tarde. Cuando encontraron a Pedro desangrado en la puerta de su casa. 
Todos los allí presentes desfilaron ante ella y sus hijos para darles el pésame por la terrible pérdida sufrida. Besos, abrazos y lágrimas, propios y extraños, que contribuían aún más a acrecentar esa sensibilidad como de no estar allí.
Tenían costumbres Pedro y ella que eran ya rutinas afianzadas en su largo y tranquilo convivir, matrimonio de más de cuarenta años. En la casa de la playa, levantada palmo a palmo por este hombre que es un manitas, de tan perfeccionista rayando en la manía, acicalada con unas perras que vinieron cuando lo obligaron a prejubilarse: estas ventanas, el un aire acondicionado, otra habitación para los nietos... La rutina era parte del descanso: Pedro se levanta temprano, va a por el pan y juntos desayunan. Mientras da su paseo matutino su mujer va preparando el almuerzo. A él no le gusta mucho la playa, sin embargo Isabel esta todo el año tostada. Así que ella se baja a media mañana y cuando Pedro termina de sus habituales obras de  bricolaje, más pronto o más tarde según la envergadura, va a buscarla. Se paran a tomar un aperitivo en "Casa el Tique" y si está alguno de sus hijos los esperan por aquí, ellos van a su ritmo. Por eso el jueves Isabel se extrañó de que fueran más de las dos y Pedro no andaba por allí aun. 
Es extraña esta sensación de frio, pensaba Pedro. "No  quiero pensar que esto sea así. No puede ser. ¡Pero parece que va a ser... Dios mío! Si me escuchas, ayúdame, nadie más me escucha, no tengo voz. No me puedo mover. Y me estoy helando..."
"Bajaré a comprar las escuadras para el estante del baño. Me acerco a la ferretería y después me paso a por esta mujer, que como me pare a ponerlas, y mira que sería un momento, se enfadara porque tardo".

En el descansillo que hay entre los dos tramos de escaleras hay una burda pero según Isabel muy decorativa imitación de un alto jarrón chino. Pedro con la cabeza puesta en las escuadras que debe escoger sufre un desliz. El último desliz. Un traspiés que le hace caer de bruces sobre el dichoso jarrón. Se hizo añicos. Veras Isabel, pensó, subiré a pie la escoba. No se apercibió del reguero de sangre que iba dejando al subir las escaleras hasta que al intentar meter la llave en la cerradura todo se volvió borroso. Y entonces sintió un escozor bajo el brazo izquierdo, se llevó la mano a la zona que notaba cada vez más fría y extrajo un trozo de porcelana incrustado en su carne. Aún más rápido que sus rezos se le escapó la vida por aquella sección de la aorta.

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