Por favor, que no esté,
que no esté…suplicaba a no sabía quién, a cualquier deidad que pudiera atender
a una niña perdida en medio de la noche.
Cuando decidía salir de mi habitación, en la
puerta de mi cuarto aparecían dos enormes guardianes de plata custodiando la
salida. Eran tan altos que sus cabezas llegaban hasta la parte superior del
marco de la puerta y tan fornidos que entre los dos no dejaban hueco alguno por
donde escabullirse. Yo les empujaba con todas mis fuerzas aunque parecían no querer moverse, pero luego ellos compadeciéndome de mí, se
separaban un poco y me dejaban escapar por algún resquicio, entonces sentía un
poco de alivio, pero cuando conseguía
recuperar el aliento seguidamente, delante de mí, se encontraba esa cosa horrible, terrorífica y siniestra, el
maldito saco negro. Allí estaba,
inmóvil, esperando paciente a que me decidiera a saltar por encima de él. Era
la única alternativa ya que la horrenda
saca se encontraba en medio del pasillo
que había de atravesar para acceder al cuarto de mis padres donde podría
descansar en paz. Ellos, ajenos a todo dormían plácidamente.
Yo sentía cómo el saco
observaba cada uno de mis movimientos; mi respiración agitada, cada gota de
sudor… Me conocía demasiado bien, eran muchas lunas la misma escena. Pero esa
noche ante la indecisión de pasar por encima del siniestro talego o volver a confiar en la misericordia de los
hombres de plata, preferí quedarme allí
a esperar sentada en el suelo, pegada a la pared, atreviéndome a mirar de
frente por primera vez al espantoso objeto.
Pasaron unos
interminables minutos y cuando empezaba a serenarme, el saco pareció moverse
tímidamente. Un frío desconocido inundó la estancia, la adrenalina corría a sus
anchas por todo mi cuerpo mientras aquello parecía que ganaba en altura; Como
si alguien que hubiese estado dormido dentro de él, comenzase a ponerse en pié.
Poco a poco la amorfa masa negra se me
iba acercando como si quisiera invadir mi espacio, si, quería que yo retrocediera,
que volviese a mi cuarto una vez más. Esperé un poco y empecé a sentirme cada
vez más fuerte, más valiente con la suficiente entereza como para gritarle
¡Vete! ¡Fuera de aquí! Lo miré fijamente y simplemente se desvaneció. Hasta los
guardianes de plata desaparecieron. Respiré hondo y mi pecho recibió una oleada
de aire tan limpio que llenó de paz mi alma.
Esa noche pude dormir
tranquila, pero sólo esa noche.
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